domingo, 23 de enero de 2011

Tomás Pollán

Conocí a Tomás Pollán a comienzos de los años ochenta. Tuve la suerte de coincidir con él siendo estudiante de filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Me puse a estudiar aquello por una afirmación de Marx: "la filosofía ha pensado suficientemente el mundo, ya es hora de transformarlo".

Sin embargo, y a pesar de haber tenido grandes maestros como Javier Ordóñez, Manuel Castells, Carlos París, Javier Sádaba, el actual ministro de Educación (quién te ha visto y quién te ve) Ángel Gabilondo y, sobre todo, Tomás Pollán, muy pronto la facultad supuso una tremenda desilusión. Corrían los supuestamente felices años ochenta (hice la carrera del 83 al 88) y vivíamos cerca del derrumbe del socialismo real. Por supuesto, nadie anticipó la caída del muro que cerró la década y el subsiguiente desastre en los países en la órbita de la Unión Soviética.

Los analistas son estupendos y aciertan siempre (...siempre que su análisis se realice a posteriori).

De momento, nadie ha estudiado en profundidad las causas y las múltiples consecuencias para la lucha obrera de aquellos acontecimientos.

No tardamos en comprobar que el PSOE era el mismo perro con otro collar, pero la universidad no ardía como en tiempos del destierro de García-Calvo, Aranguren y Tierno. No. A nadie le interesaba cambiar las cosas. Todo era un devenir constante de apuntes, lecturas obligadas e hitos que cumplir. De la revolución, ni rastro. La dialéctica, la propia retórica, en horas bajas. El pensamiento independiente se había ido de vacaciones. Ni está ni se le espera.

Es como si tras el terrible desgaste de los setenta, la universidad española hubiera decidido tomarse un respiro eliminando la agitación, la pasión y las ganas de ser joven. La universidad se había convertido en un respetable cincuentón, pagado de sí mismo y sin mayor preocupación que el destino de las siguientes vacaciones.

También conocí a los aristócratas de izquierdas, fenómeno español donde los haya. Burgueses y pequeñoburgueses que se autoproclamaban revolucionarios con "chica" en casa, casita en la playa y una cuenta de gastos bien provista. Un tema que da para hablar largo y tendido. Mi amigo Mariano Marín, pianista y compositor al que tengo en gran estima, habla de "comunistas de La Moraleja", haciendo alusión a un especimen de la Nova Cançó que acompañamos en algunos conciertos. El fenómeno del intelectual y las masas. Nunca pisaron una fábrica, pero reclaman el derecho a hablar en nombre de los trabajadores. Hay algo llamado coherencia, pero ese es otro tema.

No había revolución, ni amor libre, ni sexo salvaje en la facultad. Un coñazo del siete. Eso tuve que descubrirlo por mí mismo y fue gracias al rock'n'roll.

Pollán, por entonces profesor de Antropología Cultural, realizaba un seminario en La Chocolatería de Chueca. Tengo unos recuerdos fantásticos de aquellos encuentros, alejados de las tristes aulas. The Great Transformation... Karl Polanyi. Era nuestro libro de cabecera. Sigue siendo un libro fantástico. Nabokov. Irremplazable. Conversaciones con Goethe, de Eckermann. Libros que vale la pena leer. Había un cierto halo de leyenda que rodeaba su figura: a diferencia de otros colegas, no publicaba o publicaba muy poco. Sus actitudes decían mucho del circo intelectual. Recuerdo una breve polémica con Juan Cueto, que lo llamó "ágrafo" en su columna de El País. Pollán pasaba de Cueto (al que envió caballerosamente a pastar a La Pampa) y de todos los que le afeaban que no se mojara y participara en el ¿debate? de las ideas. Sádaba, por contra, se había convertido en una "estrella mediática" con sus ocurrencias, Saber vivir y otras cosas por el estilo.

Habiendo preguntado Sádaba a Tomás Pollán sobre su presunta belleza y superioridad intelectual, el de León no pudo sino alabarle su "belleza griega".

Mi novia de aquel entonces, la poeta Isabel París (con ese nombre qué otra cosa se puede ser salvo poeta y de los buenos...), lo llamaba "el joven erudito". Efectivamente, a Pollán no había que picarle mucho para que se arrancara a recitar la Ilíada (Menin áeide, Zeá, Peleiádeo Achiléos uloménen... todavía me acuerdo) en griego, naturalmente, para pasar a recitar fragmentos completos de El Capital o diseccionar la primera sinfonía de Brahms con verdadera maestría. Recuerdo los encuentros con Pina Carmirelli, solista de I Musici.

Pollán siempre estaba donde había que estar. Era un faro para todos nosotros.

La Facultad de Filosofía siempre me pareció una colección de momias excesivamente bien alimentadas, donde la discusión de modelos alternativos de sociedad, problemas como la relación entre libertad e igualdad o encarnizados debates para superar la herencia recibida estaban simplemente al margen. Había un pacto tácito entre profesores y alumnos para que la exigencia intelectual mutua estuviera bajo mínimos. Me refiero a la exigencia creativa, la que supera la infinita tristeza, la calculada pesadumbre del "programa de estudios". La universidad es el triunfo de la mentalidad funcionarial.

Pollán era una excepción en todo aquel desaguisado. Más por omisión que por acción. Leo con agrado que sigue yendo a un monasterio alemán a estudiar en verano. En esta época de ideología cero necesitaríamos más personajes como él. Pero seguro que tiene cosas más interesantes que hacer.

Habiendo pasado más de veinte años de todo aquello, Tomás Pollán no ha hecho carrera política y no se ha convertido en vedette cultural al servicio de los poderes establecidos (¿se puede ser "intelectual del PSOE"? ¡Qué contradictorio!). Cuando menos, eso hace que su voz merezca ser oída.

"Solo discuto con mis compañeros de universidad cuando coincido con ellos en el extranjero". Lo dice Tomás Pollán (Valdespino, León, 1948) en la biblioteca de la Fundación Juan March rodeado de profesores de filosofía: Jesús Moreno, Antonio Valdecantos, Eduardo Álvarez, Carlos Fernández Liria y Tommaso Mengazzi.

Para compensar esa costumbre de la que habla Pollán, la institución que dirige Javier Gomá organiza regularmente seminarios de filosofía en los que un pensador expone sus ideas en una sesión abierta al público y, al día siguiente, discute sus argumentos a puerta cerrada con un grupo de colegas. El jueves, la Fundación Juan March tuvo que abrir sus dos salones de actos para acomodar al público que había acudido a escuchar a Tomás Pollán.

Fuera de sus clases de Antropología y Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, es más fácil escuchar a Pollán en California o en México que en España. La semana que viene, por ejemplo, hablará en la Biblioteca de Alejandría.

Bajo un título interrogativo -¿Fin de la excepción humana?-, este filósofo que se resiste a publicar lo que escribe recordó las tres grandes "afrentas" que, según Freud, la ciencia ha infligido al "amor propio" de los seres humanos: cuando descubrió que la tierra no es el centro del universo; cuando la teoría de la evolución redujo a la nada el privilegio del hombre como un ser excepcional en la creación y cuando, con su teoría del inconsciente, el psicoanálisis sembró la sospecha de que el yo "ni siquiera es el amo en su propia casa".

Mientras el pensamiento occidental se centraba en dialogar con la física y la matemática, la biología le adelantaba por la izquierda a toda velocidad. Si la filosofía se resiste a asimilar del todo la lección de Darwin es porque, por remoto que parezca, existe un vínculo entre la vieja doctrina de la unicidad de Dios y la de la excepción humana. Esta, dice Pollán, tiene "el estatuto de una trascendencia". Liquidar esa teoría es liquidar el antropocentrismo, el esencialismo y la teleología (la creencia en la existencia de una causa final). A algunos les produce "zozobra" reconocer que el cosmos no emite señales, que es mudo e indiferente, dice Pollán. Lo mismo que admitir que la evolución no supone necesariamente progreso: "No se supera nada con el hombre".

Doce horas después de la conferencia, Javier Gomá recordó que, por esencialista que pudiera ser, la occidental es la única cultura que ha sido capaz de volverse contra sí misma. Lo hizo para animar un debate que él mismo introdujo celebrando la charla de su invitado como "un ejemplo de retorno de la gran teoría", una cosmovisión que atañe a la ciencia, a la sociología, a la psicología... Dicho con unas palabras de Thomas Carlyle que le gusta citar a Pollán: "Los señores hablan de las cosas. Los criados hablan de los señores". No lo dice pensando en sí mismo, pero él, obviamente, habla de "las cosas".

Después de agradecer (y de quitarse amablemente de encima) la "ocurrencia" de hacerle una entrevista, Tomás Pollán aclara en un descanso del debate las consecuencias más prácticas de sus ideas: "Cambia la actitud. Y eso lleva tiempo, no se hace a golpe de decisión. Saber que hay una continuidad entre los seres vivos nos obliga a tener un mayor respeto hacia lo que nos rodea. Causar sufrimiento gratuitamente no se sostiene. Y siempre, claro, está el límite de la sobreviviencia: matar para comer". ¿Tienes derechos los animales? "Los derechos no tienen por qué ser lo más elevado. Tal vez el cuidado y el respecto sean más meritorios. ¿Aceptaríamos que un genio tiene más derechos que una persona normal? Si ahora se presentara aquí un homo erectus, ¿lo llevaríamos al zoo o a la escuela?".

La lección que la biología ha dado a la filosofía no supone, sin embargo, que aquella no tenga límites: "No todo lo que puede hacerse debe hacerse. Aunque desgraciadamente, tiende a hacerse: ahí está la bomba atómica. Existe incluso una autonomía de la técnica". Todo arsenal reclama una guerra. Como dice su amigo Rafael Sánchez Ferlosio -Pollán fue el comisario de la exposición que celebraba su Premio Cervantes-: cuando uno tiene un martillo ve clavos por todas partes.

La sangre de Aristóteles

Tomás Pollán suele acompañar sus críticas al vuelo gallináceo de algunos pensadores con una sonrisa y una frase: "La sangre de Aristóteles no corre por sus venas". Basta, sin embargo, hablar con él para sospechar que corre por las suyas. De joven, y después de pasar por la Universidad de Tubinga, Pollán trabajó dos años en el Collège de France con Claude Lévi-Strauss. Todavía, a los 63 años, se encierra cada verano "a estudiar" en un monasterio alemán. Capaz de analizar la última biografía de Naipaul a la semana de que aparezca, dice que quiere dedicarse a releer "cronológicamente" los libros que un día le gustaron. No hace tanto que andaba aún por Tácito. En latín.

Aunque hay toda una fundamentada leyenda en torno a sus reticencias a publicar, en 1982 la fiscalía pidió para él un año de cárcel por injurias al Ejército. ¿El motivo? Cinco artículos contra un campo de tiro cerca de su pueblo, en la Maragatería. Los publicó El Faro Astorgano. Antes de ser profesor visitante en la London School of Economics, Tomás Pollán lo fue de la mítica Facultad de Zorroaga, fundada en San Sebastián en 1978. Allí creó para él la asignatura de filosofía de las formas simbólicas un claustro de profesores formado, entre otros, por Félix de Azúa, Víctor Gómez Pin, Javier Echeverría o Fernando Savater. Como escribió este último en sus memorias: "Dudo que en ninguna otra parte de España se diese en esos días una concentración de talentos indudables y a menudo heréticos como la que se reunió en nuestras desvencijadas aulas".

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