lunes, 10 de noviembre de 2014

Queremos tanto a Ray

Hoy me desperté nostalgioso. Me eduqué emocionalmente con los libros de Ray Bradbury, hace ya muchos años, en un Buenos Aires luminoso y violento. En realidad, me desperté con nostalgia de mí mismo leyendo a Bradbury, con tiempo para degustarlo, sin reloj. Una atmósfera poética, mítica, expresando los grandes interrogantes en un escenario en el que las pasiones humanas se expandían por el Sistema Solar.

Mi primer recuerdo de sus libros es la voz de mi madre contándonos un cuento de El hombre ilustrado mientras veíamos crecer las aguas en Bialet Massé, en la provincia de Córdoba. Habíamos ido de acampada con mis tíos José y Coqui. En un momento dado, un puente quedó bloqueado y nosotros aislados en La Estanciera. Un vehículo que marcó época.

Mamá nos habló de un grupo de astronautas que buscaban desesperadamente un refugio en Venus. Un planeta envuelto siempre en nubes en el que Bradbury soñaba lluvias incesantes. Algunos hombres no aguantaban la presión y resolvían poner fin a sus vidas abriendo la boca y mirando al cielo.

Fue la primera vez que oí hablar del suicidio.

Más tarde, descubriría en los cuentos de Bradbury notas de tristeza y soledad en un marco de profunda belleza. Crónicas marcianas -el viaje nocturno de una familia de escasos recursos. Un padre que inventa un sistema para que sus hijos crean que ellos también pueden viajar al espacio como los hijos de las familias pudientes. El sueño de los niños y llevarlos en brazos a la cama... Un relato magistral-, Fahrenheit 451 y la parábola de la memoria, el citado El hombre ilustrado -aquellos astronautas cuya nave estalla y salen despedidos con apenas tiempo de decirse adiós, olvidar los agravios y agradecerse mutuamente haber compartido un pedazo de vida-, La Feria de las Tinieblas, esos monstruos que avivaban miedos atávicos, las tres de la mañana, esa hora tan lejos del final del día y del comienzo de la luz. La hora en que lo inefable toma cuerpo. El país de octubre, Las doradas manzanas del sol, El vino del estío...

¡El abismo de Chicago! ¡Las maquinarias de la alegría! La necesidad de explorar, de ir más allá. De romper con la herencia recibida.

Había poesía en sus páginas y una mirada al infinito, al destino de la humanidad. En plena guerra fría y amenaza constante de holocausto nuclear. Asimov, Clarke, Anderson, Lem, Lovecraft... todos magníficos. Pero sigo teniendo debilidad por Bradbury. Siempre se vuelve al primer amor.

Leer sin tiempo, viendo cómo se amontonan las nubes. Sin después. En tardes de verano de siestas de plomo.

En la única edad en que nadie espera recibir nada de ti.

Todas las horas.







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