Hace ya algunos años descubrí por casualidad el cine de Jacques Audiard, un cine brutal, áspero, como un directo a la mandíbula. Sin edulcorantes ni anestesia.
Europa no sólo ha perdido el pulso de la iniciativa que le permitió dominar el mundo en los últimos trescientos años, sino que su arte se ha vuelto fofo y complaciente, para no perturbar las consciencias del estúpido aprendiz de burgués que se ha convertido en el modelo de éxito en la Vieja Dama.
Jacques Audiard es una excepción en el negro panorama del arte para entretener a públicos biempensantes (especial mención para los deletéreos miembros de la gauche divine).
De battre mon coeur s'est arrêté (De latir mi corazón se ha parado) (2005), donde contraponía el mundo de la miseria moral máxima encarnado en un hijo que suelta ratas por diversos edificios de París propiedad de su padre y que están en manos de okupas -un padre que, a pesar de tener dinero más que suficiente y escasos años por delante para disfrutarlo, se empeña en seguir haciendo negocios de resultado más que incierto mezclándose con toda clase de indeseables- y la posibilidad de una existencia al margen de toda esa mierda. El mundo del gran arte. Un mundo dentro del mundo.
Un profeta (2009), la odisea surrealista de un chaval encarcelado en un penal francés que, contra todo pronóstico, logra hacerse con el control de la situación. Una estructura con sus propias reglas de genuflexión no excesivamente diferentes del mundo "en libertad".
Ayer vi De rouille et d'os (De óxido y hueso) (2012). Me gustó. Me gustó mucho. Hay una escena cumbre. En un descuido, el hijo pequeño de un tipo reducido a una existencia animal se hunde en un lago helado. El padre siente un cuchillo en el hígado y se lanza a tratar de recuperarlo a puñetazo limpio contra el hielo, rompiéndose todos los huesos de la mano. Es una escena en la que resulta difícil mantener la vista fija en la pantalla. Es una escena también de una intensidad emocional inaudita, el momento en que el padre se humaniza y vuelve a sentir, y a través suyo, todos nosotros.
Paradójicamente, es la propia condición animal del protagonista, de boxeador en peleas callejeras en las que vale todo, cuya vida es similar a la de un perro salvaje, incapacitado para sentir cualquier clase de empatía, que se folla todo lo que se le pone por delante y no hay sitio para sentimentalismos, la que le permite luchar por la vida de su hijo y buscar la redención.
Como por desgracia sucede con Víctor Erice (está el cine español y luego está Víctor Erice), Jacques Audiard se prodiga poco. Su obra, la de ambos, es oxígeno.
Hace falta.
sábado, 12 de enero de 2013
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