Tengo que cuidar la casa. Para cuando vuelvan, para cuando ellos vuelvan. Mientras tanto estaré solo con mis fantasmas. Ya ocurrió en los años treinta. No tenía dinero, no sabía una palabra de castellano. Me pusieron una bandeja para vender cigarrillos por los bares del puerto. No supe, no pude. La dejé tirada en una esquina y salí corriendo. Siempre tuve un extraño concepto de la dignidad: en mi hambre mando yo. Me presenté en una fábrica del suburbio y acepté lo que fuera. Por un sueldo miserable. Estaba orgulloso de ser un obrero. Alguien que se levanta a las 5 de la mañana y no le pide nada a nadie. Así pasé más de dos años ahorrando centavos en una lata hasta que pude pagar el pasaje de mi esposa. Toda mi vida ha sido apretar los dientes, bajar la cabeza y escuchar el rugido del telar. Hasta quedarme sordo.
Entonces ocurrió. Pude traerla a ella antes de que los nazis cerraran las fronteras. Y empezamos de cero, como dos extraños. Años de no hablar, de no sentir. De centrar la mirada en el plato. De naufragar entre azulejos.
Qué miedo le tienes a la muerte... Y sin embargo ya ves, todos han muerto. Antes de tiempo, demasiado jóvenes. Mucho antes de empezar a vivir. Algo los atrapó, algo sin nombre.
Por eso he de cuidar la casa, los cuadros, los libros, la ropa de los niños. Las fotos. El desorden. Entonces sucederá.
Un milagro.
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