Ole, ole y ole. ¡Que viva la madre que me parió!
Comparto con vosotros/ustedes un excelente trabajo de Susana Gutman, mi madre, futura licenciada y doctora, sobre los líderes populistas latinoamericanos. De esa extraña mezcla de líder omnisciente y caudillo paternal. Ahí están casos dignos de estudios psiquiátricos como el General Perón, un nazi más que convencido (que cuando vinieron mal dadas se exilió en la casa de otro fan de los nazis que saltó del barco en el último momento: el Generalísimo Franco), admirador confeso de la Wehrmacht y del régimen hitleriano que tras la derrota final de Alemania recibió con los brazos abiertos a notorios dirigentes nacionalsocialistas que escapaban por la conocida como ruta de las ratas (Eichmann y el Dr. Mengele entre ellos) y que, paralelamente, es el ídolo infalible, incontestable, eterno, de las capas más humildes de la sociedad y el talismán imperecedero de intelectuales argentinos -muchos de ellos de origen judío- de izquierda y ultraizquierda. Cualquier comentario sobre este tema genera reacciones viscerales y furibundas. Como si cuestionara a Dios. Al Dios de los ateos en ciertos casos. Muy extraño.
Cabe preguntarse qué habría sucedido si la suerte de la guerra hubiera sido distinta. Si el loco hubiera sido controlado por sus pares y la invasión de la URSS se hubiera cancelado o se hubiera llegado a un pacto en el este como ocurrió en 1917.
En fin. El realismo mágico no surgió por casualidad.
América Latina
De los caudillos del siglo XIX a los
líderes populistas del siglo XX
por Susana Gutman Awgustowski
Historia de América II
Grupo 46
Curso 2011-2012
Introducción
El
extraordinario proceso de emancipación que tuvo lugar en el primer tercio del
siglo XIX en las colonias españolas de América, no se distinguió precisamente
por su uniformidad, sino que se iba cumpliendo de acuerdo a las características
específicas de cada región. No obstante, los vigorosos aires de libertad que
trajo la Ilustración, que se vieron plasmados en dos sucesos que cambiaron el
mundo: la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica y la Revolución
Francesa inspiraron asimismo, con desigual fortuna, los cambios que iban a
tener lugar en el resto de los extensos y heterogéneos territorios del Nuevo
Mundo.
En la metrópoli, el vacío de poder que se originó durante la
Guerra de la Independencia contra la invasión napoleónica, contribuía a
aumentar las ansias de las élites ilustradas por introducir las reformas
estructurales necesarias que permitieran la modernización del reino, objetivo
principal que será esgrimido por las distintas Juntas provinciales y la Junta
Suprema Central, que asumirá el control político y la representación del pueblo
español, cuyas resoluciones estarán dispuestos a acatar los criollos de los
virreinatos, proclamando también su adhesión a Fernando VII.
En
1808 los representantes americanos en las Cortes de Bayona formulan una serie
de peticiones: igualdad entre americanos y españoles; libertad de agricultura,
industria y comercio; supresión de monopolios y privilegios; abolición de la
nota de infamia sobre mestizos y mulatos y del tributo de los indios, de su
servicio personal y del trabajo forzoso con sus limitaciones legales; supresión
de la ceremonia del pendón real; representación en las Cortes que fiscalice las
cuentas de Indias; separación de las funciones administrativas y judiciales
(virreyes y gobernadores); creación de tribunales de apelación que eviten el
recurso al Consejo de Indias; abolición de la trata de esclavos.[1] Ello evidencia con
claridad la gestación y el avance en las colonias de un espíritu decididamente
emancipatorio, que se traducirá en la formación de las respectivas Juntas de
gobierno, al amparo de los antiguos Cabildos.
Sin
embargo, los resultados de las últimas investigaciones historiográficas señalan
que los factores que desencadenaron este proceso fueron múltiples y complejos,
con variadas características regionales y el entendimiento de las guerras
libertadoras como revoluciones burguesas ha sido motivo de un amplio debate que
no ha acabado de cerrarse[2], recibiendo en algún caso
el nombre de “revoluciones inconclusas”. Algunos historiadores sostienen que,
al menos en un primer momento, no todos los americanos reclamaban una ruptura
total con el orden establecido por la monarquía ni un rápido acceso a la
modernidad, aunque sí se detectaban tensiones regionales, desequilibrios entre
los distintos sectores productivos, enfrentamientos entre los grupos de poder y
la expansión de un cierto malestar social.[3]
En
cualquier caso, en el Nuevo Mundo ya se iban perfilando las condiciones
necesarias para cambiar el Antiguo Régimen y establecer su independencia de los
reinos peninsulares -España y Portugal- organizando los nuevos estados (aunque
Brasil se estructuró inicialmente como una monarquía parlamentaria fue fundada
como república en 1889). Ello no implica necesariamente unanimidad de pareceres
ni la inmediata conformación de naciones democráticas.
La andadura
republicana no abandonó automáticamente la tradición establecida ni se plegó
sin más a los dictados de la modernidad. Las oligarquías y la Iglesia seguían
ocupando un lugar relevante y, a pesar de la adopción de constituciones
liberales, inspiradas en la de los Estados Unidos de Norteamérica de 1787 y la de Cádiz de
1812, las desigualdades sociales seguían existiendo. Las nuevas constituciones
partían de considerar la existencia del contrato social y la soberanía popular,
aunque algunas promulgadas en los primeros años tenían un sello autoritario y
centralista.[4]
Así, en esas
sociedades donde el desarrollo institucional se encontraba en fase embrionaria,
surge la figura del caudillo encargado de llenar los vacíos de poder. La
competición política se expresaba a través de conflictos armados y aquél que
resultara vencedor regía los destinos de los hombres mediante la violencia y no
gracias a los poderes heredados u obtenidos mediante la celebración de un
proceso electoral.[5]
Consecuentemente, la
génesis con que se construyeron estos estados soberanos no responde a
principios democráticos sólidos, sino a la proliferación de redes clientelares,
con relaciones de sumisión y adscripción a los modos caciquiles, cuya impronta
se extendió al espacio político del siglo XX e incluso, en algunos países,
existe en la actualidad con expresiones y características diferentes.
A través de este
trabajo queremos señalar la conexión existente entre el papel autoritario de
los caudillos del siglo XIX -poderosos en sus respectivos feudos donde
controlaban la tierra, los hombres y los recursos- y los populismos que
surgieron posteriormente, en el transcurso de la primera mitad del siglo XX en
Argentina, México, Brasil y Cuba, ejemplos paradigmáticos donde, en nombre de
la justicia popular y una acendrada defensa del nacionalismo patrio y la
independencia económica, tuvieron lugar sucesivos gobiernos dictatoriales, con
características singulares, que se erigieron en “salvadores de la patria” e
intentaron sustentar su legitimidad con dosis similares de rigor y
paternalismo.
Asimismo, resulta
interesante destacar que tan fuerte fue la huella del caudillismo que sus
valores perduran y, aun en los regímenes constitucionales, quedaron numerosos
vestigios del pasado que durante el siglo XX fueron marcando poderosamente la
trayectoria política.[6]
Una atenta mirada al
proceso de formación de otros estados liberales del ámbito europeo también
podría desvelar en los rasgos autoritarios, el nepotismo o la corrupción de las
élites coincidencias de carácter universal, sin embargo, en algunos de los
jóvenes países latinoamericanos esta influencia permanece vigente hasta
nuestros días de manera peculiar -al punto de haber logrado consolidar un
poderoso sustrato neopopulista- en el que lamentablemente aún encuentran caldo
de cultivo para continuar nutriéndose y buscar cauces de expansión, tanto la
demagogia como la violencia estatal.
De los caudillos a los líderes populistas
En América Latina, la
dictadura se convirtió en un punto de referencia habitual para los observadores
de los procesos de independencia y asimismo, en una forma de gobierno
practicada incluso por algunos libertadores.[7]Durante el siglo XIX los
conceptos caudillo y dictador son equivalentes y hacen referencia
a un poder personalizado. El caudillo entró en la historia como héroe local y
los acontecimientos le convirtieron en jefe militar.[8] Su actuación se prolongó
durante el período de anarquía que sobrevino con la posguerra, en los numerosos
conflictos que surgieron por el enfrentamiento de los poderes internos
antagónicos -liberales y conservadores en México; unitarios y federales en
Argentina-, por las rivalidades entre diversos grupos de caudillos en Venezuela
o por la colisión de intereses entre las diferentes oligarquías
centroamericanas.
Proporcionando
recompensas de todo tipo a quienes les apoyaban, los caudillos regionales, que
utilizaban su liderazgo para conformar una suerte de estado patrimonial que
manejaban a su antojo y prescindiendo del consenso popular, fueron creando una
estructura política primitiva basada en la lealtad personal y en las relaciones
clientelares de reciprocidad, convirtiéndola paulatinamente en un modelo de alianzas
asimilado por la organización estatal que, para ejercer el poder, instaura un
eficaz aparato burocrático. No obstante sus promesas, las masas populares
pronto advirtieron que la auténtica naturaleza de estos caudillos respondía
sobre todo a los respectivos intereses de las élites dominantes ya que, ante el
menor atisbo de insubordinación, eran los encargados de ejercer una violenta
represión para restablecer el orden público.
Una vez conseguido el
poder los caudillos se mantuvieron en él, aupados por una coyuntura política
impulsada por los liberales, cuyos gobiernos tenían que ser autoritarios, pero
no necesariamente más democráticos. En cierto sentido conformaban una dictadura
colectiva cuyo ideal era conseguir un gobierno presidencial fuerte.[9] A partir de la
emancipación, muchos fenómenos particulares aunque no exclusivos de la vida
política y social latinoamericana, como el latifundismo, el caudillismo, el
militarismo y la corrupción se explican con el concepto de “herencia colonial”,
que permite afirmar que América Latina es ingobernable y se encuentra en estado
de postración y catástrofe debido a su raíz hispánica. (...) Sin embargo, no
todos los países americanos funcionan igual y los procesos históricos y las
fuerzas sociales han modelado culturas políticas diferentes.[10]
La diferencia entre el
antes y el después de la independencia era que los caudillos coloniales
pertenecían a una sociedad poco militarizada, en contraste con lo ocurrido en
los nuevos estados. La militarización fue necesaria en la búsqueda de un
sistema democrático pero paradójicamente, una vez consolidado éste, constituyó
una amenaza para el desarrollo de la democracia. Si la ruralización y la
militarización convirtieron al caudillo en uno de los arquetipos
latinoamericanos del siglo XIX, la inestabilidad política y el debilitamiento
del poder central revalorizaron su figura, a tal punto que se erigieron en los
garantes del orden y la cohesión social.[11]
En este aspecto,
contamos con la justificación aportada por algunos historiadores, derivada de
teorías positivistas como la de Comte, que consideraban imprescindible la
actuación de gobiernos dictatoriales con apoyo popular y sustentados por una
élite de tecnócratas, a efectos de alcanzar un grado de desarrollo y progreso
social. En su libro “Cesarismo democrático” , el periodista e
investigador Laureano Vallenilla formuló la idea de que la dictadura era
natural y necesaria en un país como la Venezuela postcolonial, puesto que un
gobierno urbano fuerte constituiría el único mecanismo de defensa capaz de
salvaguardar el orden social, frente a la barbarie y los desmanes de la
violencia subversiva que llevaban a cabo los grupos de llaneros provenientes
del campo.
En su opinión respecto
a los caudillos subyacía el concepto de gendarme necesario, del líder
llamado a controlar a las masas, a establecer el orden y a mantener la paz.[12] Esta visión fue
compartida por otros escritores latinoamericanos, que encontraban en la
actuación de los caudillos, investidos de gran poder, la mejor manera de
resolver los problemas internos y externos que existían en estas incipientes e
inestables repúblicas donde, una vez descartado el sistema monárquico, los
liberales se iban imponiendo frente a los conservadores tradicionales, pero
siempre respondiendo a los intereses de la oligarquía.
Sin embargo, esta
forma paternalista de ejercer el poder, desvinculado del estado de derecho
mediante la coacción, la represión sistemática y la instauración de la
violencia, derivó en la deslegitimación de las instituciones representativas,
impidiendo durante mucho tiempo el desarrollo de las libertades civiles, el
ejercicio de los derechos ciudadanos y el establecimiento de una verdadera
cultura política amparada por la Constitución y las leyes.
Tras la década de 1850,
los caudillos comenzaron a ser sustituidos por otra forma reincidente de
autoritarismo, encarnada en el personalismo de la figura presidencial -de
carácter populista y que obtiene la fidelidad de sus votantes a cambio de
concederles algún beneficio- surgida como forma eficaz de imponer el
liberalismo. Estos nuevos líderes asumirán, con total impunidad, el control de
estados en los que habrá de triunfar la corrupción y donde no se respetarán los
derechos humanos. Además impedirán el libre arbitrio democrático que podría
desempeñar una efectiva división de poderes. Por otra parte, los mecanismos de
corrupción y fraude implantados en las nuevas repúblicas eran similares a los
usados en otros países donde ya se ejercía el sufragio, pero en Latinoamérica
había que añadir la influencia proyectada por los caudillos o los
terratenientes, que controlaban minuciosamente el proceso de elecciones para
inclinarlo a su favor.
En los años
posteriores a 1870, los países latinoamericanos experimentaron un creciente
fenómeno de urbanización y una notable modernización, reflejada en la
construcción de numerosas infraestructuras y la incorporación paulatina, aunque
más tardía, de los nuevos adelantos tecnológicos que trajo consigo la
Revolución Industrial. Ello posibilitó una optimización en la explotación de
los recursos y un enorme desarrollo debido a su incorporación al mercado
mundial y, sobre todo, al aumento de las exportaciones. Se estimuló asimismo el
aporte de capitales extranjeros para sostener ese nuevo modelo económico, así
como se arbitraron los medios para facilitar la llegada masiva de inmigrantes
que, además de proporcionar su fuerza de trabajo, se convirtieron a su vez en
consumidores potenciales, que también demandaban todo tipo de productos.
Obviamente, ni todos
los países ni todos los sectores de la población se vieron beneficiados en
igual medida tras la irrupción de esa prosperidad, que ante todo favoreció a
las capitales y a las ciudades más importantes o a las que contaban con puertos
que facilitaban la exportación, tanto de productos manufacturados como
fundamentalmente de numerosas materias primas. No obstante, con el estímulo de
una creciente actividad agropecuaria, minera e industrial, se produjo una gran
movilización social y el surgimiento imparable de una importante y variopinta
clase media, que comenzó a constituir poderosos grupos de presión, de los que
surgiría la nueva clase política, normalmente aliada con intereses extranjeros
donde no tenían cabida los caudillos tradicionales, dando lugar así a la
proliferación de un nuevo modelo de dictador y a la aparición de otras formas
más sutiles de clientelismo.
Esta nueva figura
representará a los grupos económicos de poder, que reorientarán la economía
hacia Inglaterra y hacia la nueva metrópoli: Estados Unidos, respondiendo al
lema de “orden y progreso”, en defensa de los intereses de las oligarquías
terratenientes[13],
los comerciantes, los banqueros, los empresarios extranjeros y los burócratas.
Para asegurar su sucesión, cosa que el caudillismo primitivo nunca consiguió,
el método comúnmente utilizado era el golpe de estado, con toda la problemática
que esto acarreaba. Los dictadores oligárquicos utilizaron incluso una mejor
alternativa, el fraude electoral, mediante el cual podían ser reelegidos con
frecuencia y así enquistarse en el poder la mayor cantidad de tiempo posible.
Asimismo, los nuevos
jefes políticos obtenían los votos mediante favores personales y promesas
concretas hechas a sus clientes, ya sean de carácter individual o que
respondían a intereses económicos sectoriales. El sistema de patronazgo es
inherente a los partidos políticos (...) y hace de ellos un núcleo de poder
basado no en una estructura ideológica clara o en un programa coherente, sino
en un centro de distribución de parabienes al estilo caudillista.[14]
Otro tipo de gobierno
es el que proliferó en países centroamericanos como Guatemala y Nicaragua por
ejemplo, donde se instalaron las dictaduras que daban prioridad al orden sobre
el progreso, tendían a la corrupción más que a la modernización y sobrevivieron
durante mucho más tiempo que su modelo. Centroamérica mantuvo, por varias
razones, los moldes de la dictadura oligárquica hasta la revolución de la
década de 1970.[15]
A comienzos del siglo
XX -y en años posteriores, en el dramático contexto desatado por la crisis de
1929- en gran número de países latinoamericanos se plantea la acuciante
necesidad de crear otra estructura de poder, no sólo porque las viejas
oligarquías comenzaban a declinar en las sociedades urbanas transformadas por
la industrialización, sino porque las clases sociales emergentes también
querían participar en las decisiones político-económicas. Los movimientos
sindicales se movilizaron mediante importantes huelgas obreras para luchar por
sus reivindicaciones e incluso para intentar el control del aparato estatal. Va
tomando forma una nueva estructura gubernamental que reemplazará al estado
oligárquico y se irá difundiendo en el subcontinente. Se trata del populismo,
un régimen de carácter mistificador, que básicamente niega las libertades
civiles y a la vez, en nombre de la justicia social, promociona un amplio
movimiento migratorio desde el ámbito rural a las grandes ciudades, ayudando a
las capas más desfavorecidas de la población a incorporarse a la vida económica,
cultural y política del país. Así conseguirá el ferviente apoyo y la total
fidelidad de un creciente número de aliados y seguidores.
Al mismo tiempo, las
masas urbanas recién formadas, debido a su inexperiencia política y debilidad
organizativa, son fácilmente movilizadas por liderazgos carismáticos, en nombre
de ideologías demagógicas. En ese contexto se hace difícil, y hasta imposible,
formar movimientos políticos típicamente liberales u obreros, según los modelos
europeos.[16]El
objetivo era preservar las relaciones de dependencia y controlar las fuerzas
políticas emergentes en los centros urbanos en expansión.[17]
Un ejemplo
representativo de populismo clásico lo constituye Brasil, donde Getulio Vargas
recibe en 1930 el apoyo mayoritario de las masas populares, que depositan en él
sus esperanzas para resolver los grandes problemas sociales originados por la
crisis. Vargas se erige en hombre fuerte, a la manera de los antiguos
caudillos, capaz de modernizar y sacar adelante al país, implantando un régimen
proteccionista y estableciendo reformas que traerán considerables mejoras para
los campesinos, pero dando un paso más, puesto que ya no se trataba de una
sociedad de base eminentemente agropecuaria, sino que también logra extender su
liderazgo al medio urbano industrial e instrumentalizar su poder mediante la
formación de un partido político. En parte consigue favorecer a las masas pero,
a cambio, su gobierno autoritario se prolonga durante varias reelecciones,
merced a la legitimidad que le otorga una reforma constitucional que él mismo
se encarga de imponer.
Un líder populista se
identifica con la totalidad de la patria, la nación o el pueblo en su lucha
contra la oligarquía.(...) El discurso y la retórica populista dividen en forma
maniquea a la sociedad en dos campos políticos antagónicos: el pueblo versus la
oligarquía.(...) No hay posibilidades de compromiso ni de diálogo. Es por esto
que el populismo es anti statu quo, pero también antidemocrático pues en
lugar de promover el reconocimiento del otro propugna su destrucción.[18]
Según la hipótesis
desarrollada por el investigador Gino Germani, la conveniente manipulación de
las masas de marginados, llevada a cabo por los líderes populistas a efectos de
conseguir su docilidad y reclutamiento, resulta posible porque en esas
sociedades de transición hacia la modernidad industrial las clases populares,
recién constituidas en las periferias de las ciudades, no disponen todavía de
las condiciones psicosociales, u horizonte cultural, que se suponen específicos
del comportamiento urbano y democrático.[19]
Entre 1930 y 1950, los
poderes del gobierno con respecto a la economía es decir, el papel económico
del Estado-nación latinoamericano, crecieron enormemente. En la mayoría de las
naciones latinoamericanas, la experiencia de la depresión mundial condujo a la
introducción de instrumentos de financiamiento anticíclico. (...) En muchos
países se adoptaron medidas para “nacionalizar” la economía, para reducir la
vulnerabilidad causada por la excesiva dependencia respecto al mercado mundial.
(...) Los intereses políticos y económicos de las nacientes burguesías
industriales nacionales se combinaron temporalmente con los intereses de
amplios sectores de la clase media, del proletariado naciente y de los grupos
que componen las profesiones liberales.[20]
Este tipo de
comportamiento nacionalista permitió y sostuvo la aparición y el desarrollo de
distintos modelos de populismo, apoyados en fuerzas políticas heterogéneas que
en esencia resultan antagónicas, dando lugar a una singular combinación entre
el Estado, el partido gubernamental que lo sustenta y los sindicatos verticales
que controlan a los trabajadores. En el juego con las masas asalariadas, el
gobierno populista está obligado a poner en práctica o establecer las
condiciones institucionales mínimas al ejercicio de la ciudadanía, por parte de
esas masas.[21]
El gobierno populista de Perón en Argentina
En junio de 1943, en
plena Segunda Guerra Mundial, un golpe de estado encabezado por varios
generales y algunos jóvenes oficiales que formaban parte de la logia GOU,[22] derrocó al gobierno
constitucional argentino pretextando que su ineptitud y debilidad generaron un
vacío de poder que podría volcar peligrosamente al país hacia la izquierda[23]. Entre ellos comenzará a
sobresalir la figura del coronel Juan Domingo Perón, más tarde ascendido a
general, como su miembro más activo y destacado. Los militares se posicionaron,
ocupando los principales órganos gubernamentales y los cargos públicos,
irrumpiendo en la vida política del país con mano de hierro, a efectos de
acallar la creciente agitación social, proscribir a los comunistas e intervenir
las universidades, los sindicatos, los medios de comunicación y los demás
partidos políticos, contando para ello con el apoyo de amplios sectores de
nacionalistas reaccionarios y católicos integristas.
Dentro de las filas
militares pugnaban dos tendencias opuestas: una simpatizaba con las potencias
del Eje y la otra secundaba con fervor la posición neutral del país respecto a
la guerra. Esta indecisión para apoyar abiertamente a los aliados provocó un
enfrentamiento diplomático con Estados Unidos -que luego tendría consecuencias
económicas- y un importante conflicto interno, resuelto con el ascenso de Perón
al cargo de vicepresidente, tras desplazar a otros aspirantes, merced a su
capacidad profesional, sus ambiciosas dotes organizativas y su clarividencia
política. Sin embargo, a pesar de la ruptura oficial con el Eje, desde el
momento en que Perón se afianzó en el poder se acentuó la inclinación
nazi-fascista de la política internacional argentina y se brindó refugio en el
país a jerarcas y criminales de guerra nazis.[24]
Su estadía en Italia
como agregado militar, unos años antes de la guerra, concitó su admiración por
el resultado de la aplicación de reformas laborales y mejoras para los
trabajadores, mediante las cuales el régimen fascista había conseguido, astuta
y demagógicamente, la aclamación de las masas populares. Ello le sirvió para
tomar conciencia de la necesidad de volcarse a este numeroso y decisivo sector
de la sociedad, atendiendo a sus crecientes demandas y reivindicaciones. Desde
su cargo en la Secretaría de Trabajo, desplegó una intensa actividad en busca
del consenso con sindicatos y políticos –apelando a la unidad de “todos los
argentinos”- y comenzó a implantar numerosos avances en beneficio de la clase
obrera[25], tanto en la ciudad como
en el ámbito rural (en muchos casos se trataba simplemente de aplicar
disposiciones legales ignoradas).[26]
Una vez terminada la
guerra, aumenta la presión de la opinión pública a fin de acabar con el
gobierno militar, ahondar los cauces democráticos y permitir la actuación de
todos los partidos políticos, lo cual creó un pulso de poder entre las diversas
facciones militares, cuyos miembros más intransigentes forzaron la renuncia de
Perón, que ya comenzaba a resultar un personaje incómodo y poco fiable para los
propósitos clasistas de la oligarquía y de los nacionalistas más
recalcitrantes. Entonces, el pueblo llano lo reconocerá masivamente como su
líder y responderá a esta actitud reaccionaria con una manifestación
multitudinaria en la simbólica Plaza de Mayo, el 17 de octubre de 1945, para
reclamar clamorosamente la libertad de Perón, -retenido en la isla Martín
García- y su inmediata restitución a los cargos que venía desempeñando.
Este hecho resultó
crucial para comprobar el absoluto grado de lealtad popular y la garantía de
apoyos con que Perón contaba para presentarse, como candidato oficial, en las
elecciones presidenciales que se iban a convocar a continuación. Según Germani,
la alta movilización de las masas llegó a rebasar los mecanismos de integración
del espectro político, al punto que se vio obligado a tolerar, en un
principio, la participación efectiva del
pueblo de forma espontánea e inmediata y no a través de los elementos de una
democracia representativa ya consolidada.[27]
Su gobierno llegará a constituir el paradigma
del populismo clásico de mediados del siglo XX, que traerá un componente de
cambios y elementos revulsivos capaces de superar las propias expectativas de
quienes contribuyeron a ponerlos en marcha[28]. En 1946 obtuvo en las
urnas un triunfo claro pero no abrumador, ya que en las grandes ciudades era
evidente el enfrentamiento entre los trabajadores y las clases altas, pero en
el resto del país las divisiones tuvieron un significado más tradicional,
vinculado al peso de ciertos caudillos, al apoyo de la Iglesia o a la decisión
de sectores conservadores de respaldar a Perón.[29]
No obstante existir
cierto grado de oposición, se fue convirtiendo en un líder indiscutido y
carismático que, haciendo gala de una gran intuición y considerables dotes de
diplomacia e inteligencia, supo seducir a las masas mediante estratégicos
discursos e implementó una alianza de clases -entre trabajadores, conservadores
y nacionalistas-, puso en práctica una rígida política intervencionista en pos
de la defensa de la soberanía nacional, apoyó una reforma constitucional, cuyo
objetivo principal era el de poder perpetuarse en el gobierno y creó una ideología
personalizada que manejaba a su conveniencia, a fin de legitimar sus acciones.
Su apuesta por el corporativismo no concebía individuos libres o ciudadanos con
derechos, sino que se trataba de una relación de intercambio y tutelaje:
beneficios sociales a cambio de votos, disciplina y sumisión.
Como suele ocurrir con
otros dictadores, el período inicial contó con el fuerte apoyo de grandes masas
de población que incluía sectores heterogéneos, tanto del medio civil como del
militar, hasta que se acabó la ficción de unidad ante la formación del Partido
Peronista -elevado más tarde al rango de Doctrina Nacional- y su imposición
como partido único, cuya pertenencia y afiliación resultaban indispensables
para poder desempeñarse en cualquier ámbito relevante de la sociedad. Se
produjo así una polarización social, donde se hacía hincapié en la antinomia
“nosotros y los otros”. Asimismo, los dirigentes obreros iban advirtiendo que,
detrás de las concesiones y los generosos aumentos salariales, se iban instrumentando
las bases de un sindicato vertical controlado directamente por Perón.
A la par que se
estimulaba el acceso del pueblo a la educación, al deporte y a las diversas
manifestaciones culturales, todo estaba mediatizado por la propaganda, la
autocensura, los textos laudatorios que enaltecían a la pareja presidencial[30] y la exaltación de ese
modelo de Estado, que controlaba los medios de comunicación como la radio, la
prensa[31], el cine y también la
educación impartida en las escuelas primarias y los colegios secundarios, donde
“La razón de mi vida”, el libro de Evita distribuido masivamente, se
estableció como texto obligatorio. A modo de nexo de identidad, se rescató el
folclore tradicional, se propició el encumbramiento de los personajes
históricos -los constructores de la
patria- y se apoyó y difundió la cultura de carácter “popular”, que encontraba
un vehículo idóneo en los grandes teatros estatales o comerciales, interesados
en propalar una imagen de acendrado optimismo.
Mostrando su
oportunismo político había iniciado su actividad proselitista ofreciendo algo a
cada sector que lo apoyaba (gremios, fuerzas armadas, Iglesia e industriales
adictos al régimen). Pero los posteriores fracasos de su política económica,
plagada de errores y corrupción, lo obligaron luego a aumentar el carácter
totalitario de su gobierno.[32]
A pesar de que la
aparición de una solvente clase media y la incorporación a las bases de los más
humildes -cuyo número se incrementó considerablemente por la llegada de miles
de personas que conformaron auténticos cinturones de miseria en torno a las
grandes ciudades- sugirieran la presencia de un mayor desenvolvimiento cívico,
la realidad era que se había conseguido anular cualquier disidencia o
alternativa política dentro del juego democrático.
Igualmente se suprimió
la autonomía de las universidades, se eliminó la participación de los
estudiantes como delegados en los consejos y se ejerció una rigurosa vigilancia
en las aulas y oficinas[33]. Como contrapartida se
construyeron nuevos edificios, mejores infraestructuras y se decretó la
gratuidad de la enseñanza, con lo cual se multiplicó el número de estudiantes
universitarios que provenían de todos los sectores de la sociedad.
Durante su gobierno, Perón mantuvo relaciones diplomáticas y comerciales con Washington y Moscú,
pero adoptando una vía intermedia de “tercera posición”, sin inclinarse
decididamente por el capitalismo ni por el comunismo. En los años de posguerra
los Estados Unidos, recordando el papel neutral jugado por Argentina,
sostuvieron contra ésta un boicot sistemático obstaculizando la exportación de
alimentos demandados por la hambrienta Europa, a fin de colocar sus propios
productos agrícolas. Ello provocó en el país una situación de aislamiento que
obligó a cambiar el modelo agroexportador, disminuir la producción agropecuaria
–que estaba destinada fundamentalmente al consumo interno- y limitar las
importaciones.
Hubo que arbitrar
medidas de apoyo -sostenidas con las cuantiosas divisas obtenidas durante la
guerra que posibilitaron la concesión de créditos y una amplia protección
arancelaria- que estimularon el pleno empleo y un enorme crecimiento en todos
los sectores de la industria nacional. A su vez, como símbolo de independencia
económica ampliamente publicitada, en 1947 se nacionalizaron las empresas más
importantes del país que estaban gestionadas con capital extranjero[34] como ferrocarriles,
teléfonos, gas, electricidad [35] , flota mercante y
aerolíneas.
La política monetaria
y crediticia, así como el comercio exterior y los depósitos de todos los
bancos, se manejaban desde el nacionalizado Banco Central, lo cual permitía,
junto con la elaboración de un Plan Quinquenal para desarrollar la producción,
un auténtico control del Estado sobre la economía. Por otra parte, la calidad
de vida de los asalariados se elevó considerablemente mediante aumento de
sueldos, extensos planes de vivienda asequible, construcción de escuelas,
congelación de alquileres, ley de precios máximos, combate contra el agio y la
especulación, etc.
Su esposa Eva Duarte
de Perón, la sacralizada Evita[36], llevaba a cabo desde la
Fundación que llevó su nombre y utilizando fondos públicos y aportes privados
(no siempre voluntarios), una obra de gran magnitud dirigida a la atención de
los necesitados (“descamisados”) extendida al resto del pueblo: asilos para
ancianos y huérfanos, hospitales, escuelas, parques infantiles[37], campamentos juveniles,
deportes, turismo, etc. Se repartían regalos y alimentos o se atendían las
cotidianas peticiones efectuadas por largas colas de solicitantes. Se tomó una
decisión histórica respecto a las mujeres, hasta entonces marginadas de la vida
política, cuando entre otros derechos cívicos se reconoció su derecho al
sufragio. Esta medida, que había sido reclamada desde 1907 por un comité de
mujeres juristas, permitió una participación masiva del electorado femenino en
las elecciones de 1951 e hizo posible un segundo mandato presidencial, ahora
obtenido por mayoría absoluta.
Sin embargo, esta
sociedad aparentemente justa y perfecta, se contraponía a los propósitos del
líder, que consideraba que el Estado debía ser el ámbito donde se pudieran
dirimir los conflictos entre los distintos sectores sociales. Esta línea se
inspiraba en el modelo de Mussolini en Italia o Cárdenas en México y rompía con
la concepción liberal. Implicaba una restauración de las instituciones
republicanas, una desvalorización de los espacios democráticos y
representativos y una subordinación de los poderes constitucionales al
Ejecutivo.(...) Paradójicamente, un gobierno surgido de una de las escasas
elecciones inobjetables que hubo en el país recorrió con decisión el camino
hacia el autoritarismo. El régimen tuvo una tendencia a “peronizar” todas las
instituciones y a convertirlas en instrumentos de adoctrinamiento. La forma más
característica y singular de la política de masas eran las movilizaciones y
concentraciones, ya no espontáneas sino convocadas, con suministro de medios de
transporte y control de asistencia.[38]
Los cambios operados
en la coyuntura internacional, junto al desgaste en la marcha de la economía
interna -traducido en continuos conflictos y huelgas obreras- más un fuerte
enfrentamiento con los miembros de la jerarquía eclesiástica[39] -alarmada por la sanción
de una ley de divorcio y la imposición del laicismo en las escuelas- pusieron
fin a la primera etapa reformadora del gobierno justicialista y comenzaron a
horadar el andamiaje peronista, agravado sustancialmente tras la muerte de
Evita en 1952.
Perón mantuvo desde
entonces una conducta errática y comenzó a perder el control del gobierno. A
pesar de mostrar intentos de apertura y acercamiento a otros partidos
políticos, estos resultaron infructuosos y, como respuesta a una serie de
complots y atentados que el gobierno atribuyó a las fuerzas anti-peronistas, se
desató una violenta campaña de represión contra los disidentes y hubo numerosas
detenciones de militantes y dirigentes políticos, gremiales y estudiantiles,
algunos de los cuales sufrieron crueles torturas o fueron asesinados.
A partir de aquí Perón
tendrá que enfrentarse a una difícil situación, ya que se produjo un evidente
estancamiento del sector industrial, clave para el régimen, debido a la
obsolescencia de la maquinaria y a la falta de competitividad. Las reservas
acumuladas de oro y divisas se consumieron rápidamente, endeudando al país y
obligando a numerosos ajustes en el gasto público. Se congelaron los contratos
colectivos y creció la inflación, lo que dio paso a un período de crisis que
acabó con la prosperidad económica y originó desórdenes y protestas, tanto de
la derecha como del ala más radical del propio partido peronista. Ello
posibilitó un avance conjunto de los conspiradores ansiosos por derrocar al
líder populista[40]
y, con el beneplácito de la oligarquía terrateniente y agropecuaria, el apoyo
incondicional de la Iglesia, de algunos sectores de la burguesía conservadora y
de gran parte de las Fuerzas Armadas, en 1955 se consideró llegado el momento
propicio para provocar un levantamiento.
Tras un primer intento,
en el que oficiales de la Marina y la Fuerza Aérea ordenaron bombardear la
Plaza de Mayo y ocasionaron la muerte de cientos de manifestantes que habían sido congregados,
los sublevados se rindieron. El presidente, que se había refugiado en el
Ministerio de Guerra, declaró solemnemente que “dejaba de ser el jefe de una
revolución y pasaba a convertirse en el presidente de todos los argentinos”.[41] Pero ya todo resultaba
inútil, pues las tropas que aún permanecían leales al Ejército de Tierra no
pudieron sofocar un segundo ataque, esta vez triunfante.
Es interesante
destacar que, en estos momentos decisivos y determinantes del auténtico valor
personal, muchos militantes peronistas afiliados a la CGT[42] e incluso algunos
sectores de la oposición, acudieron a pedir armas al presidente para impedir la
toma del poder por parte de los militares, pero éste se las negó y, tras
algunas vacilaciones, presentó su renuncia el 20 de septiembre, prefiriendo
refugiarse en la embajada de Paraguay e iniciar desde allí un largo exilio por
varios países hasta recalar en Madrid[43], desde donde continuó
ejerciendo un liderazgo a distancia sobre sus partidarios, que acudían a verle
en una suerte de reverente peregrinación.
Lo que se dio en
llamar Revolución Libertadora, asumió desde ese momento la dirección del país,
dando comienzo a una intermitente sucesión alternada de gobiernos
constitucionales y de facto. Mas la ideología fundada por el líder populista
continuaba esperanzando, desde la clandestinidad, a una buena parte del pueblo.
En 1973, un Perón ya anciano y enfermo pero reclamado vehementemente por sus
partidarios, regresó a la Argentina para asumir su tercera presidencia, que
sólo duró unos meses y estuvo signada por permanentes conflictos entre
peronistas de tendencias antagónicas.
Su primera acción
consistió en la descalificación pública de los grupos radicales de izquierda
que demandaban la aplicación de una auténtica justicia social, lo cual desató
una ola de enorme violencia por ambas partes que, tras su muerte, desembocó en
un terrorismo de estado con una orgía de amenazas, delaciones, persecuciones y
asesinatos, llevados a cabo por las fuerzas parapoliciales de la denominada
Alianza Anticomunista Argentina (la tristemente famosa AAA) que actuaron
impunemente durante el gobierno de Isabelita, su esposa y sucesora.
En marzo de 1976, la
cúpula de las Fuerzas Armadas resolvió nuevamente hacerse cargo de la caótica
situación e invocando el objetivo de “salvar a la nación”, dará comienzo a lo
que llamaron el proceso de reorganización nacional. Tomaron el poder mediante
otro golpe de estado que inmediatamente derivó en la recordada como “guerra
sucia” y resultó ser el preludio de una ominosa cadena de encarcelamientos,
asesinatos, torturas y miles de desapariciones forzosas a manos de siniestras
Juntas Militares, bendecidas por la jerarquía eclesiástica, que secuestraron
las libertades, obligaron a muchos a tomar el camino del exilio e hirieron
profundamente a la sociedad argentina.
Conclusión
Durante los años de
dictadura, la economía fue sometida a las leyes del neoliberalismo y, tanto el
despilfarro oficial como la corrupción generalizada, llevaron la deuda externa
del país a cotas insostenibles. En 1983 se recuperó por fin el ejercicio de la
democracia y de los derechos civiles pero, aún en la actualidad, así como en
otros países latinoamericanos tienen lugar gobiernos neopopulistas, en la
Argentina persiste tenazmente un peronismo con nuevos bríos y distintos
matices, que conserva y esgrime buena parte del ideario populista que
oportunamente había encumbrado a su líder y fundador.
Bibliografía
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argentina sin mitos, De Colón a Perón, Grupo Editor Latinoamericano,
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Susana Gutman Awgustowski
Grupo 46 - Curso 2011-2012
[1] Kinder, H. y Hilgemann, W., Atlas
Histórico Mundial (II), Akal, Madrid, 2006, p. 55.
[2] Pérez
Herrero, P., [Cuadernos de Historia Contemporánea, 32], 2010, pp. 51-72.
[3] Ibídem.
[4]
Malamud, C., Historia de América, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p.
335.
[5]
Lynch, J., Caudillos en Hispanoamérica, 1800-1850, Editorial Mapfre,
Madrid, 1993, p. 19.
[6] Ibídem,
p. 529.
[7] Ibídem,
p. 23.
[8] Ibídem,
p. 496.
[9] Ibídem,
p. 504.
[10]
Malamud, C., Historia de América, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p.
328.
[11] Ibídem,
p. 332.
[12]
Lynch, J., Caudillos en Hispanoamérica, 1800-1850, Editorial Mapfre,
Madrid, 1993, p. 518.
[13]
Constituidas por propietarios de inmensas extensiones en manos de pocas
familias.
[14] Ibídem,
p. 531.
[15] Ibídem,
p. 525.
[16]
Ianni, O., La formación del estado populista en América Latina, Ediciones
Era, México, 1980, p. 40.
[17] Ibídem,
p. 75.
[18] De la Torre, C., Los significados ambiguos de los populismos
latinoamericanos, en Álvarez Junco, J. y González Leandri, R., (comps.), El
populismo en España y América, Catriel, Madrid, 1994, p. 5-7.
[19] Ianni, O., La formación del estado populista en América Latina,
Ediciones Era, México, 1980, p. 35.
[20] Ibídem,
p. 136.
[21] Ibídem,
p. 139.
[22]
Grupo de Oficiales Unidos.
[23]
Temor a que se extendieran los postulados comunistas de la III Internacional.
[24] Christensen, J.C., Historia argentina sin mitos, De Colón a
Perón, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1990, p. 616.
[25]
Mejora del régimen de jubilaciones, vacaciones pagadas, medicina y seguridad
social, cobertura en accidentes de trabajo, contratos colectivos, cooperativas
de consumo, etc.
[26]
Romero, L. A., Breve historia contemporánea de Argentina, Fondo de
Cultura Económica, México D.F., 1998, p. 143.
[27] Mackinnon, M. y Petrone, M., Los complejos de
Cenicienta, en Mackinnon, M. y Petrone, M., (comps.), Populismo y
neopopulismo en América Latina: el problema de la Cenicienta, Eudeba,
Buenos Aires, 1999, p. 9.
[28] Ibídem,
p. 21.
[29]
Romero, L. A., Breve historia contemporánea de Argentina, Fondo de
Cultura Económica, México D.F., 1998, p. 150.
[30]
“Perón cumple, Evita dignifica”, un eslogan ampliamente difundido.
[31]
Algunos periódicos fueron expropiados o entregados a profesionales adictos al
régimen.
[32] Christensen, J.C., Historia argentina sin mitos,
De Colón a Perón, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1990, p.
633.
[33] Se
llegó a exigir un “certificado de buena conducta” para proseguir los estudios.
[34]
Sobre todo las controladas por capital británico.
[35] Sólo
algunas compañías del interior sin incluir a la que abastecía la Capital
Federal.
[36] Su
labor se detallaba permanentemente en los medios de comunicación y en los
libros escolares, contribuyendo así a
crear la imagen de “hada benefactora”.
[37] En
todos los parques y plazas se difundía un eslogan rubricado por Perón y Evita:
“Los únicos privilegiados son los niños”.
[38]
Romero, L. A., Breve historia contemporánea de Argentina, Fondo de
Cultura Económica, México, DF, 1998, p. 164-193.
[39] En
Argentina funcionaba una Iglesia de carácter muy conservador y retrógrado.
[40]
Anteriormente hubo varios intentos pero fueron sofocados.
[41] Ibídem,
p. 192.
[42] Confederación
General de Trabajadores.
[43]
Instalándose en su residencia de Puerta de Hierro.
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