Un científico te explicará cómo funciona el azar mediante una compleja maquinaria de ecuaciones, una gigantesca estructura de información segmentada y dispersa reunida con paciencia de orfebre para desmontar la idea de Dios, un reloj a la inversa. Un teólogo te dirá que es imposible vislumbrar los pensamientos del Ser Supremo, que todo ocurre para bien -oh, Dr. Pangloss...-, aunque no podamos comprenderlo. Todo es inefable. Los teólogos se asemejan a los analistas de bolsa: sólo logran explicar las cosas a posteriori, a tiro hecho, y justifican cualquier resultado. Si la bolsa sube es porque estaba cantado, si baja estrepitosamente es porque el peligro mortal acechaba en las profundidades. Una manera simpática de ganarse la vida. Sin embargo, de ahí surge una certeza absoluta: la forma más sencilla de perder hasta la camisa es hacer caso a un especialista.
El genial pensador Ludwig Wittgenstein sentenciaría de forma contundente en la frase final de su fabuloso Tractatus: "De lo que no se puede hablar, mejor es callarse". Bye, bye metafísica. Escribe y manda fruta.
Pero existe una forma más sencilla de ilustrarlo.
El pasado lunes, Chancey Allen Luna, de 16 años, James Francis
Edwards, de 15, y Michael Dewayne Jones, de 17, decidieron coger el
coche y “matar a alguien para divertirse”, según confesó Jones a la
policía. Minutos después, mientras conducían por un barrio de Duncan, al
sur de Oklahoma, divisaron a Christopher Lane, de 22 años, haciendo jogging. “Ese es nuestro objetivo”. Luna le disparó por la espalda con una pistola del calibre 22 y, acto seguido, se dieron a la fuga.
Tres horas después, la policía los encontraba dentro del coche
jugando con el arma. “No teníamos nada que hacer y decidimos matar a
alguien”, le confesó Jones a los agentes. Las autoridades creen que, de
no haber sido detenidos, habrían continuado matando a gente de manera
aleatoria y por diversión.
La falta de sentido. No hay otro sentido.
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1 comentario:
"El puente de San Luis Rey" trata del azar. Pero lo hace a partir de un accidente. En este caso aparece otro problema aún más terrible: la banalidad del mal.
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