Tarde muy fría. He ido a jugar al baloncesto con mi hijo pequeño y, de regreso, le conté la historia del Titanic. Hace cien años todavía le quedaban algo más de 24 horas de vida. Otra vez aparecieron las sombras del buque insumergible, la nave de los sueños, la orquesta que tocó hasta el final -eso le conmovió profundamente siendo pianista-, el cúmulo de fatidicas circunstancias, el iceberg, los vigías, el timón demasiado pequeño para virar con rapidez, la herida en el peor ángulo posible, la ausencia de botes suficientes, el pánico ciego y los héroes. El barco que pudo haberlo auxiliado y pasó de largo.
Cuando yo tenía su edad mi abuelo Lázaro me contaba el impacto que tuvo aquel suceso en el imaginario colectivo de principios de siglo. El poder hipnótico de la extinción, de la aniquilación. La Hybris y el destino fatal. "Ni el mismo Dios podría hundirlo". Perecen dos tercios, se salva el restante. Como si existiera una proporción diabólica. Se da en otros sucesos terribles.
Trece de abril de 1912. El RMS Titanic se encamina hacia su cita con el destino. Fue una oscura premonición de lo que aguardaba al mundo en los restantes años de la década.
Cenamos solos frente al fuego, pensativos los dos. La noche tiene la temperatura que hacía en cubierta. A esta misma hora. Oímos el impacto, los remaches que ceden, el acero que colapsa. Es una noche extraordinariamente clara. Se alcanzan a contemplar todas las estrellas. En un par de horas, tres a lo sumo, todo lo que estás viendo yacerá en el fondo del mar.
viernes, 13 de abril de 2012
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