Sólo al final cayó en la cuenta de que su vida había sido una búsqueda constante de un imposible. Como solía decirle su madre: “Siempre me responde al teléfono una mujer distinta, pero ninguna de ellas te quiere realmente...”
Deborah Kerr en "La noche de la iguana". Houston sabía. Sí, él lo sabía.
Aquella solterona en los cuarenta y tantos, que recorría el mundo en la única compañía de su abuelo, un nonagenario al que presentaba como "el poeta vivo más viejo de América". No tenían nada, menos que nada. Ella pintaba a los huéspedes de los hoteles que visitaban y el pobre anciano declamaba infinitos y terribles endecasílabos hasta quedarse dormido, yendo quién sabe adónde, soñando que pedaleaba.
Esa rubia victoriana con sombrero, que se enamoró como una colegiala del personaje de Richard Burton, el predicador borracho y libidinoso. En realidad, se lo disputaba a Ava Gardner, la dueña del hotel. El animal más bello del mundo, nada menos...
Sí. Finalmente comprendió que esa era la compañera que ansiaba, que había buscado fervientemente, alguien suficientemente limpio de alma como para creer en la bondad de los extraños. Capaz de crear mundos tan frágiles como las palabras. Esa sola palabra. Una mujer que prepara con infinito amor la función de cada día, a sabiendas de que todo está en el gesto, y que confunde el roce de una mejilla con una noche de lujuria.
Alguien capaz de hacer magia. De sembrar vida.
miércoles, 1 de agosto de 2012
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