Un agridulce experimento fotográfico sobre la edad real y la edad que uno siente.
Recuerdo un momento de la infancia de mi hijo mayor, Iván. Vivíamos entonces en el campo, bastante aislados y un día recibimos intempestivamente la visita de su bisabuela. Iván por entonces tenía 5 años y la buena señora, 91.
En cuanto la vio en el rellano, el niño se puso a llorar a mares. Nada parecía calmarlo.
Siguió llorando durante unos instantes y alcanzó a decir entre pucheros: "Entonces un día todos mis amigos se arrugarán y morirán..."
Un día.
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