En agosto de 1944 logramos entrar en París por el oeste. Los nazis aún
ocupaban la ciudad. Nuestra columna estaba compuesta por españoles
supervivientes de la Guerra Civil. Nos tocó abrir camino entre las desordenadas
barricadas que habían montado los estudiantes franceses.
Los españoles pensábamos que si contribuíamos a acabar con
la bestia nazi, los aliados nos ayudarían a erradicar el régimen franquista de
España y resurgiría la República. Así que nos esforzábamos por quedar bien
corriendo riesgos innecesarios.
Lo de Franco y el compañero que conducía nuestro tanque... Manolo
Ramírez, que había sido banderillero y, ocasionalmente, matón de sala de baile.
Durante la guerra se batió el cobre en la Universitaria y combatió en la
batalla de Guadalajara, la única victoria de la República.
Manolo era de esas personas que funciona como un talismán en
situaciones límite. Se decía que las balas no podían tocarle. Hacía un derroche
de valor extremo, como si la muerte no fuera con él. Daba igual: Manolo nos inspiraba.
Ningún oficial podía hacerle sombra. Además, cantaba saetas como Dios.
Tras tres días de combates en las calles los boches se
rindieron. Los festejos comenzaron de inmediato. Nos traían botellas de vino,
champagne, toda clase de viandas. Las mujeres nos besaban y nos llenaban de
flores.
Y entonces te vi entre toda esa gente. Te vi desde el tanque,
le grité a Manolo para que aminorara y corrí hacia ti como hipnotizado. Tú
llevabas una falda roja y camisa blanca. Mi uniforme estaba impecable. Nos regalamos
un abrazo de años y fuimos engullidos por la marea de la Concorde, que nos
arrastró bailando Campos Elíseos arriba. Sonaba música de Glenn Miller y de
Charles Trenet. Todo el mundo deliraba. Hasta el Arco de Triunfo nuestras bocas
estuvieron sólidamente fundidas.
En Kléber nos refugiamos en un portal y subimos las
escaleras. Las puertas de todos los apartamentos estaban abiertas de par en
par. Desde el cuarto piso nos hicieron señas: -Pasad, quedaos en casa. ¡Nosotros
no hacemos preguntas...!- nos dijo un matrimonio de mediana edad que nos besó,
nos abrazó y nos condujo directamente a su dormitorio.
-¡Es vuestro!
Hicimos el amor durante toda la noche y el día siguiente,
como solían hacer la Reina Ginebra y Sir Lancelot, malgré le Roi... El perfume
de las viñas de París, la música y los gritos de la calle entraban por las
ventanas. Cuando por fin nos dimos un respiro, te pregunté tu nombre pero tú te
levantaste de un salto y te pusiste a hacer el pino puente, en una demostración
de poderío físico. ¡Después de semejante campaña...! Nos reímos hasta decir
basta. Me olvidé del Ebro, de Brunete, del paso de los Pirineos. Curaste mi
alma. Mi cuerpo ya no tenía heridas.
Me olvidé de ellas para siempre.
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