Recorriendo los distintos frentes de guerra para cuidar la llama del valor, Miguel Hernández se había vuelto nómada. Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran.
Miguel no tenía dirección postal conocida y su correspondencia era recibida en casa de Rafael Alberti.
Una noche de alguno de los años de plomo, con Madrid sitiada por las tropas negras, el oriolano fue a recoger las cartas que le escribían desde las cuatro esquinas de la España republicana y desde el extranjero, ya que en la piel de toro se jugaba el destino del mundo.
-Pásate y te tomas algo con nosotros, que esta noche estamos de celebración- le había dicho Rafael.
En un Madrid bombardeado por pilotos nazis, paranoico de quintacolumnistas, oscurecido y fantasmagórico, Miguel llegó al domicilio de Alberti poco antes de la medianoche.
Ocupaba el gaditano un palacete decimonónico en un barrio cercano al Museo del Prado. En cuanto entró, Miguel creyó vivir un sueño. Música y botellas por doquier, mujeres ataviadas con collares de perlas e imitando peinados de la Garbo o Marlene Dietrich en El ángel azul. Una atmósfera de despreocupación burguesa, de olvido, en medio de aquella tragedia.
En el centro del salón de baile, con ecos de Marcha de Radetzky, un gran cartel rezaba: "Homenaje a la mujer republicana". Miguel no podía creer lo que veían sus ojos, harto de contemplar la entrega de las verdaderas mujeres de la República, desde las milicianas hasta aquellas que cosían a destajo, cuidaban heridos y compartían la suerte de los luchadores. Mujeres de brazos fuertes y corazón de acero, que cantan saetas que quiebran como del rayo. Que cambian destinos. Para siempre.
Si me quieres escribir, ¡ya sabes mi paradero!
Aunque me tiren el puente
y también la pasarela
me verás pasar el Ebro
en un barquito de vela.
y mil veces que lo tiren
mil veces lo pasaremos
que para eso nos ayudan
los del puesto de ingenieros.
-¡Miguel! ¡Miguel Hernández! Su pueblo y el mío... ¡A mis brazos, poeta!- dijo Alberti en cuanto vio la mirada aceitunada del alicantino. -¿Qué? ¿Qué te parece la que hemos montado? Es un homenaje a nuestras mujeres, que están haciendo un sacrificio enorme. Toma lo que quieras, Miguelito, que es tu noche, ¡nuestra noche! Nos lo merecemos.
Miguel en silencio. El palacete, los escotados vestidos, la música extranjerizante, las viandas, el champán. Él, que venía directamente de primera línea del frente, con la misma ropa, con heridas que no sanarían nunca.
-¿No me dices nada, Miguel? Ven que te presente gente importante. Te gustará conocerlos...-
-Rafael, no sé a qué coño estáis jugando. Estamos en guerra. Nuestra gente muere como moscas. ¿Sabes lo que comen los soldados en el frente? ¿Burguesitos de izquierdas? ¿Socialistas de colegio de pago? ¿Qué mierda es todo esto? No creo que me interese conocer a ninguno de estos. Aquí lo único que hay es MUCHA PUTA Y MUCHO HIJO DE PUTA.
-¿A que no tienes los cojones de decírselo a mi mujer?-
-¡¡A tu mujer y a tu suegra si es preciso!!- replicó el Perito en Lunas. Y cogiendo un trozo de carbón, escribió este mensaje, de rabiosa actualidad, en los muros de aquel palacete de patéticos aprendices de burgués.
Tristes, tristes guerras si no es amor la empresa.
domingo, 31 de julio de 2011
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2 comentarios:
He llorado como viuda de guerra, como mujer discreta y sola zurciendo heridas no cerradas de batallas ajenas y propias. Cosiendo y descosiendo ausencias. Atando lazos en las rejas para que el soldado errante conozca el camino de vuelta. Grande maestro, grande Miguel, grande vos.
Los comunistas millonarios ya eran una especie en alza antes de que tú y/o yo los conociéramos... bíblica y pasivamente hablando, amigo.
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