Hubo un tiempo en que no sabía lo que era un ordenador. Quedaba con mis amigos a jugar al fútbol o a tocar canciones de los Beatles. No había teléfonos móviles, ni de los inteligentes ni tampoco tontos. Un gasto menos. En cualquier caso, nunca dejé de enterarme de nada que valiera la pena conocer.
Ahora paso los días en soledad, atado a una máquina del demonio y tecleando a todas horas, ¡gran bendición del porvenir!
Me relaciono con humanos que no conozco ni conoceré esparcidos por las cuatro esquinas del mundo. Es prácticamente imposible concentrarse con la permanente distracción del correo, las llamadas, las noticias. No dependo de nadie: soy libre de arar de aquí a Vladivostock. Yo solito. ¡Qué ilusión!
Ha habido un gran salto hacia adelante. Por lo menos para algunos. Los vendedores de ordenadores y las empresas de software han ganado mucho dinero. Las compañías de telefonía, también. Como siempre, en plena fiebre del oro, el negocio no es ir a matarse con los mineros locos por una miserable pepita sino poner una fábrica de picos y palas.
Hay cosas que no cambian.
miércoles, 5 de diciembre de 2012
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