Suena el teléfono. Llaman desde La Laguna. Se ha muerto Patricio.
Patricio Olivera Croker, gentleman de otras épocas, con el porte de Sean Connery y el humor de Bernard Shaw, fue un gran amigo. Comenzó siendo alumno mío hace ya muchos años y terminamos forjando una sólida amistad.
Vivió con total intensidad. Surcó todos los océanos y recorrió islas de belleza inigualable, desde Santa Elena y Ascensión hasta el laberinto de las Maldivas. Bien pudo haber sido Fletcher Christian en su búsqueda desesperada de aire que respirar. De hecho, su mundo personal en la Avenida de San Diego parecía una isla de Polinesia, una isla a veces más alejada que la extraña y esquiva Pitcairn. Cubierta de nieblas imposibles. La isla de la soledad y la locura.
Recuerdo un viaje en los ochenta a Tenerife en el que Patricio hizo de guía de lujo y me llevó a conocer joyas escondidas, desde Taganana a Masca. Desde lugares recónditos del Teide hasta cantatas en La Candelaria.
Era un poeta del vino y de las cosas genuinamente importantes. Manejaba los silencios como nadie. Guardo como un tesoro libros de Carl Jung que me regaló. Recuerdo su paz interior, su incapacidad de hacer alarde de lo mucho que sabía, que era mucho, y su amor sin límites por el flamenco y el mundo de la guitarra. ¡A compás!
Se parecía mucho a un abuelo que nunca conocí. A mi manera -como torpemente hacemos todos- lo quise.
Patricio Olivera fue un gran tipo. Tuve el privilegio de compartir horas a su lado.
viernes, 21 de diciembre de 2012
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