lunes, 30 de julio de 2012
Zamba de mi Esperanza
Yo y mi mamandurria,
por Lorenzo Silva (El Mundo, 29 de julio de 2012).
Sí, yo también tengo una mamandurria. Exactamente 426 euros al mes. Gracias a ella, y al comedor de Cáritas y a la Cruz Roja, mi familia y yo tenemos ropa y comida, pagamos los recibos, recargamos los dos móviles prepago con los que nos apañamos los cuatro y nada más. Los ahorros que fui haciendo para cubrir mi vejez pagan por ahora la hipoteca y así al menos no nos tenemos que ver en la calle. Pero echo cuentas y unos días me sale que bastarán para amortizar todo el préstamo y otros días me sale que no. Dependerá de cómo vaya el Euribor.
Tengo cincuenta y tres años y soy o fui ingeniero, pero desde hace tres años, cuando la crisis fulminó a mi empresa y mi empresa me fulminó a mí, no encuentro trabajo. No es que no haya visto ninguna oferta, pero en todas prefieren a titulados recién salidos, que son los más adaptables a las condiciones, desde el salario basura hasta la jornada infinita, que el nuevo modelo de relaciones laborales lleva aparejado. En vano he intentado hacerles ver a mis potenciales empleadores que estoy dispuesto a pasar también por ese aro. Me ven las canas, me ven la tripa y acaso calculan que mi salud cardiovascular no es óptima para asumir semejante desafío. Que pase el siguiente.
También he visto que hay ofertas de empleo en el extranjero, pero ahí la juventud pesa todavía más. He pasado dos procesos en los que fui siempre batido por chavales más jóvenes. Entre otras cosas, como la ausencia de cargas familiares que los distraigan o los vayan a deprimir con la añoranza del terruño, aquí resulta definitiva la baza de los idiomas. Todos estos han pasado un año de Erasmus en Londres o en Edimburgo o en Manchester. A mí me dieron francés en el colegio y el bachillerato, y el inglés que chapurreo lo he ido aprendiendo a bocados por el camino. Con eso, no puedo medirme con ellos.
De modo que aquí sigo, y cada día las perspectivas son un poco peores. Con cinco millones ya muy largos de desempleados, toda la obra pública parada y la privada bajo mínimos, mi empleabilidad resulta igual a cero, pero he aquí que esta semana he aprendido que yo soy el problema. Yo, y mi mamandurria.
Que me perdone quien tenga que perdonarme, desde el Dios Todopoderoso que está en lo alto hasta el último de mis conciudadanos para los que represento una carga insufrible, pero no puedo evitar acordarme de lo que sé y he visto, cuando aún estaba en el mundo con un traje y una corbata y un maletín lleno de papeles.
Las comilonas pantagruélicas repletas de concejales y politicastros de diputación provincial que inexorablemente se contabilizaban como gasto deducible, disminuyendo la cuota a ingresar de la empresa. O los BMW o los Mercedes en renting o leasing, que disfrutaban los que dirigían el cotarro y cuyas cuotas también iban a mermar lo que al final del ejercicio se le abonaba al erario público (durante cuatro años, incluso tuve yo uno, aunque el mío era sólo un Citroën grande).
Una vez me contaron que en cierta empresa, un banco para más señas, se hacía lo mismo pero con el avión a disposición de la cúpula y con cosas aún más escandalosas. La gente se sorprendería, si supiera los impuestos que pagan quienes más dinero mueven. Cómo, año tras año, les llega a salir negativa la declaración.
Nada de eso son mamandurrias, claro. Eso se llama optimización fiscal. Como tampoco lo es que una diputada y ministra con nueve propiedades inmobiliarias, una de ellas en Madrid, reciba una indemnización por vivienda para que pueda alojarse dignamente en la capital. Mil ochocientos euros, o lo que es lo mismo, la limosna que yo recibo multiplicada por cuatro. Eso, insisto, no es una mamandurria. Eso es una indemnización.
Sí, vengan a por mí. Me lo tengo merecido.
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