Un interesante artículo de Diego Manrique -uno de los mejores periodistas musicales que conozco- que hoy publica El País.
Llegó nueva chica a la oficina y resultó tan lista como ambiciosa. En 1966, con 24 años, Linda Eastman aterrizó en la revista neoyorquina Town and Country, una publicación para gente bien. Ella coincidía con el perfil de muchas de sus lectoras: pulcra educación, un matrimonio fracasado (con una hija, Heather), cierta frustración por no estar disfrutando las nuevas libertades propias de los años sesenta.
Y un nombre resonante, aunque equívoco: nada tenía que ver con los propietarios de Eastman Kodak, el imperio de la imagen. Su padre era Lee Epstein, abogado experto en el mundo del arte que -como otros muchos judíos asimilacionistas- cambió de apellido para integrarse mejor en un entorno WASP (blanco, anglosajón y protestante). La fortuna familiar venía por la línea materna: Louise Sara Lindner poseía una cadena regional de grandes almacenes; falleció en un accidente de aviación en 1962.
Pero Eastman sonaba a fotografía, y Linda lo aprovechó: pasó rápidamente de recepcionista a junior editor. Un día interceptó una invitación valiosa: los Rolling Stones volvían a Nueva York y algún publicista tuvo la brillante idea de llevarse a la prensa para acompañarles durante un paseo por el río Hudson, en un velero. Ni los Stones estaban por la labor de facilitar la tarea ni los periodistas tenían mucha simpatía por aquellos británicos taciturnos. Con la excepción de Linda, que supo romper las barreras y sacó un aprovechable reportaje gráfico, comprado inmediatamente por la revista Datebook.
Linda llegó justo en un momento fascinante: la música pop cambiaba de piel, dejando su frivolidad original para convertirse en la voz-de-una-generación. Socialmente, se incorporó a un clan de periodistas inquietas, que compartían la sensación de que algo extraordinario estaba ocurriendo ante sus ojos: Blair Sabol, Robin Richmond o Lilian Roxon no eran feministas de manual, pero tampoco se dejaban achantar por el machismo imperante en el negocio del rock.
De esa época proviene la leyenda negra de Linda, que la caracteriza como una groupie, consagrada a acostarse con famosos y que consiguió el premio gordo al casarse con "el beatle simpático." En realidad, su comportamiento erótico durante la segunda mitad de los sesenta tiene más semejanza con las tentaciones de un niño encerrado en una tienda de caramelos. Linda y sus amigas, generalmente superiores en edad y mundología a los músicos, podían permitirse elegir compañeros de cama. Las aventuras que han transcendido -por ejemplo, la seducción por Warren Beatty tras una entrevista- no permiten generalizar: en la misma situación, el 99% de las mujeres libres estadounidenses hubieran aceptado ipso facto la invitación del actor.
También era ajena al concepto groupie de acumular muescas en su revólver. Mientras sus amigas reían las gracias a un Jim Morrison cada vez más perjudicado por el alcohol, Linda podía largarse con un miembro de The Tremeloes (grupo británico de segunda división) que, según ella, tenía "un acento divertidísimo".
A diferencia de las genuinas groupies, que no podían ofrecer otro servicio que "el descanso del guerrero", Linda tenía motivos profesionales para estar allí, entre hoteles y camerinos, en pruebas de sonido y ruedas de prensa. Como buena fotera, Linda hacía lo que fuera necesario para conseguir material memorable. Era parte de su encanto: la niña pija que se arrastraba por el suelo para conseguir un enfoque inesperado, la millonaria que digería impertinencias del road manager en pos de un reportaje único, la mujer adulta obligada a tratar con niñatos arrogantes.
Pero ¡había tanto que retratar! El shock cultural de los conjuntos ingleses enfrentados a las peculiaridades, las dimensiones estadounidenses. La emergencia del hippismo californiano. La conversión de cantantes y guitarristas en dioses de la contracultura, líderes carismáticos de un movimiento internacional. La aparición de mujeres fuertes, como Janis Joplin y Grace Slick, al frente de bandas masculinas como Big Brother & The Holding Company y The Jefferson Airplane. El poder sexual de músicos como Jimi Hendrix, que derribaban ancestrales barreras raciales. La búsqueda espiritual de estrellas del pop, antes dedicadas a los placeres inmediatos.
Linda destacó en su misión. Fue la primera fotógrafa en conseguir una portada en Rolling Stone, con una imagen del divinizado Eric Clapton publicada en 1968. De hecho, se podría hablar de una carrera meteórica: el año anterior ya había viajado al Reino Unido con el encargo de inmortalizar a la aristocracia del Swinging London. Allí, durante un concierto de Georgie Fame y sus Blue Flames, charló con Paul McCartney. Muchos meses después, ya en Estados Unidos, intimaron, sexualmente hablando.
McCartney se alejaba bastante del modelo de soltero de oro. No parecía tener madera de buen esposo, aunque estaba comprometido oficialmente con Jane Asher. Compartían una casa en Londres, pero el oficio de ella -actriz de teatro- daba margen al músico para desarrollar una promiscua vida amorosa. Paul mantenía un piso secreto con funciones de picadero, pero se hizo descuidado: en el verano de 1968, Asher le encontró en la cama con Francie Schwartz, una estadounidense que estaba vendiendo un guión cinematográfico. Una y no más: esa misma tarde, la madre de Jane se llevó todas sus pertenencias.
El Paul McCartney de 1968 se enfrentaba a una tarea titánica: se empeñó en mantener unidos a los Beatles justo cuando el grupo sufría tendencias centrífugas, sacudido además por las pérdidas millonarias del proyecto Apple y descentrado por la prematura desaparición del representante del cuarteto, Brian Epstein. Alguien debía tomar la batuta, y ese kamikaze fue Paul, ganándose inevitablemente las rencorosas sospechas de sus compañeros. Uno de los grandes misterios del arte del siglo XX es el enorme nivel de la música que crearon mientras se disgregaban como colectivo.
También Linda entró en ese remolino. Inevitablemente, su familia se ofreció a sacar a los Beatles de las arenas movedizas económicas. Su hermano John Eastman viajó a Londres y se presentó al resto del grupo. Sin embargo, John Lennon se había dejado embaucar por un tiburón del bisnes neoyorquino, Allen Klein, que también fue votado por George Harrison y Ringo Starr. Hubo un intento de colaboración entre Eastman y Klein, pero representaban culturas gerenciales tan diferentes que aquello no prosperó.
Típicamente, McCartney subió la apuesta. El 11 de marzo de 1969, Paul y Linda se desposaron en Londres. La novia estaba embarazada de cuatro meses, pero mantenía el tipo. Ninguno de los otros Beatles apareció ni en las ceremonias (hubo boda civil y religiosa) ni en la recepción posterior. Ocho días después, en uno de esos giros argumentales que no se permitiría ningún guionista de culebrones, John Lennon volaba a Gibraltar para casarse con, en palabras de los tabloides londinenses, "otra extranjera divorciada": Yoko Ono.
Aquello era una pelea de gallos, pero buena parte de las recriminaciones por la desintegración de los Beatles recayeron en Linda y Yoko. La japonesa era un objeto de odio; en comparación, Linda solo se exponía al ridículo. Paul se empeñó en convertirla en socia musical, aunque desafinara al micro y apenas dominara los teclados. Su grupo, Wings, quedó integrado por su mujer y músicos asalariados: tras los Beatles, problemas de ego, los mínimos.
Convertida en Linda McCartney, ella también rompió con su vida anterior. Sus antiguas amigas neoyorquinas no se beneficiaron de su ascenso social: solo recibieron postales solicitando que no hablaran con la prensa. Ni siquiera llamadas: Linda sabía que el círculo de Andy Warhol había puesto de moda el grabar las conversaciones telefónicas, que luego circulaban por el mundillo cool de Manhattan.
De todos modos, fue una idea infeliz: convirtió a las cómplices de Linda la Fotógrafa en enemigas, que inevitablemente usaron sus medios periodísticos para vengarse de aquella malcriada. Para más desdicha, la australiana que ejercía de hermana mayor, Lilian Roxon, murió inesperadamente en 1973: las antiguas compañeras íntimas llevaban casi cinco años sin hablarse.
Roxon nunca pudo entender el cambio de prioridades de Linda, que colocó su matrimonio y sus hijos por encima de todo lo que había sido su vida anterior. Con mentalidad de asediados, los McCartney se encastillaron en Londres y en su casa rural escocesa, cultivando una extraña imagen de bohemia burguesa, dos porreros que vivían rodeados de animales y niños.
Cada poco tiempo, la parejita convocaba a Wings, salían en busca de aventuras -grabaciones, giras- y se encontraba con más de las que deseaban: detenciones por tenencia de marihuana, un asalto en Nigeria, músicos que abandonaban el barco. La naturaleza de sus frustraciones era doble: la tacañería de Paul, la escasa higiene del Mundo Linda, donde proliferaban los bichos, ya que los McCartney defendían la santidad de todo animal y no creían en los insecticidas.
Y sin embargo, el matrimonio funcionó. A todos los niveles, incluyendo el financiero. Lee Eastman, el padre de Linda, enseñó a Paul el inmenso valor de poseer los derechos de autor de viejas canciones: con el tiempo, McCartney se haría con un formidable catálogo editorial, una máquina de imprimir dinero que comenzó con el capricho de controlar el repertorio de uno de sus músicos más admirados, Buddy Holly.
Por su parte, Linda se convirtió en cabeza visible del movimiento vegetariano en el Reino Unido, primero firmando populares libros de recetas y finalmente poniendo en marcha una exitosa línea de alimentos vegetarianos congelados, Linda McCartney Foods. Una gran hazaña para aquella yanqui que tan antipática resultaba cuando llevó a Paul ante el Registro Civil y el altar. En el momento en que Isabel II le convirtió en sir Paul McCartney, ella pasó a ser tratada como lady McCartney, sin ironía.
Cuando Linda sucumbió ante el cáncer en 1998, con 56 años, su heredero universal fue Paul. Hija y hermana de abogados, Linda lo organizó de tal modo que el músico no paga impuestos hasta su muerte, pero se beneficia en vida de los ingresos generados por los negocios de Linda. Y ahora le ha llegado el turno a sus fotografías, recopiladas por Taschen en un libro macizo. Es un testimonio de un tiempo único, la crónica visual de alguien con acceso a los nuevos dioses. Linda Eastman, reportera intrépida.
domingo, 8 de mayo de 2011
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