jueves, 28 de octubre de 2021

París, agosto del 44

En agosto de 1944 logramos entrar en París por el oeste. Los nazis aún ocupaban la ciudad. Nuestra columna estaba compuesta por españoles supervivientes de la Guerra Civil. Nos tocó abrir camino entre las desordenadas barricadas que habían montado los estudiantes franceses.

Los españoles pensábamos que si contribuíamos a acabar con la bestia nazi, los aliados nos ayudarían a erradicar el régimen franquista de España y resurgiría la República. Así que nos esforzábamos por quedar bien corriendo riesgos innecesarios.

Lo de Franco y el compañero que conducía nuestro tanque... Manolo Ramírez, que había sido banderillero y, ocasionalmente, matón de sala de baile. Durante la guerra se batió el cobre en la Universitaria y combatió en la batalla de Guadalajara, la única victoria de la República.

Manolo era de esas personas que funciona como un talismán en situaciones límite. Se decía que las balas no podían tocarle. Hacía un derroche de valor extremo, como si la muerte no fuera con él. Daba igual: Manolo nos inspiraba. Ningún oficial podía hacerle sombra. Además, cantaba saetas como Dios.

Tras tres días de combates en las calles los boches se rindieron. Los festejos comenzaron de inmediato. Nos traían botellas de vino, champagne, toda clase de viandas. Las mujeres nos besaban y nos llenaban de flores.

Y entonces te vi entre toda esa gente. Te vi desde el tanque, le grité a Manolo para que aminorara y corrí hacia ti como hipnotizado. Tú llevabas una falda roja y camisa blanca. Mi uniforme estaba impecable. Nos regalamos un abrazo de años y fuimos engullidos por la marea de la Concorde, que nos arrastró bailando Campos Elíseos arriba. Sonaba música de Glenn Miller y de Charles Trenet. Todo el mundo deliraba. Hasta el Arco de Triunfo nuestras bocas estuvieron sólidamente fundidas. 

En Kléber nos refugiamos en un portal y subimos las escaleras. Las puertas de todos los apartamentos estaban abiertas de par en par. Desde el cuarto piso nos hicieron señas: Pasad, quedaos en casa. ¡Nosotros no hacemos preguntas...! nos dijo un matrimonio de mediana edad que nos besó, nos abrazó y nos condujo directamente a su dormitorio.

¡Es vuestro!

Hicimos el amor durante toda la noche y el día siguiente, como solían hacer la Reina Ginebra y Sir Lancelot, malgré le Roi... El perfume de las viñas de París, la música y los gritos de la calle entraban por las ventanas. Cuando por fin nos dimos un respiro, te pregunté tu nombre pero tú te levantaste de un salto y te pusiste a hacer el pino puente, en una demostración de poderío físico. ¡Después de semejante campaña...! Nos reímos hasta decir basta. Me olvidé del Ebro, de Brunete, del paso de los Pirineos. Curaste mi alma. Mi cuerpo ya no tenía heridas.

Me olvidé de ellas para siempre.