lunes, 29 de agosto de 2011

Im Abendrot

Ayer, a la caída del sol, mi hora favorita, regresé caminando de Aranzueque. Un halcón me acompañó durante toda la travesía a la vera del cauce del Tajuña. Tuve la impresión de que ese pájaro mítico conocía cada uno de mis pensamientos. Sabe más que yo.

Llevaba un cayado y las manos vacías. La noche me sorprendió cruzando el puente de Armuña. Bebí un vaso de vino rojo escuchando el sonido del río y el viento en las hojas de los árboles.

Me arrullé solo.

Se adivina un otoño de fuegos. Como un lieder del viejo Richard Strauss.

jueves, 25 de agosto de 2011

Barcos

Vuestros barcos y los míos salen a navegar de noche. No es firme la tierra, sino el mar. Almenas, poternas y puentes levadizos se entregan generosos a las llamas. Sin tregua, sin prisioneros. Así.

Ray Bradbury

Hace poco publiqué un cuento de Ray Bradbury perteneciente a Crónicas Marcianas. Aquí van una serie de pensamientos del autor americano sobre diversos temas, centrándose fundamentalmente en la creatividad y en cómo fomentarla.

Hay peores cosas que quemar libros, una de ellas es no leerlos.

Sin bibliotecas, ¿que nos quedaría?; no tendríamos pasado ni futuro.

No pienses. Pensar es el enemigo de la creatividad. Es auto consciente, y cualquier cosa auto consciente es terrible. No debes intentar hacer cosas. Simplemente debes hacerlas.

La biblioteca, por otro lado, no tiene límites. La información está ahí para que la interpretes. No hay nadie que te diga qué pensar, que te diga si eres bueno o no. Lo descubres por ti mismo.

No intento describir el futuro. Intento prevenirlo.

Hay solo dos cosas con las que uno se puede acostar: una persona y un libro.

Sólo podemos progresar y desarrollarnos si admitimos que no somos perfectos y vivimos de acuerdo con esta verdad.

Un libro es un arma cargada.

El amor es la respuesta a todo. Es la única razón para hacerlo todo. Si no escribes historias que amas, nunca funcionará. Si no escribes historias que otras personas aman, nunca funcionará.

Toca un científico y tocarás un niño.

Si escondes tu ignorancia, nadie te molestará, pero nunca aprenderás.

Los misterios abundan donde la mayoría busca respuestas.

Pasé tres días a las semana durante 10 años educándome en la biblioteca pública, y es mejor que el colegio. Las personas deberían educarse a sí mismas; una educación completa sin dinero de por medio. Al final de esos 10 años, leí cada libro de la biblioteca y escribí miles de historias.

Tienes que saber cómo aceptar el rechazo y rechazar la aceptación.

La divagación es el alma del ingenio.

La ciencia ficción te balancea en el acantilado. La fantasía te empuja.

Mi trabajo es ayudarte a estar enamorado.


Somos el milagro de la fuerza y la materia convirtiéndose a sí mismas en imaginación y voluntad.

La vida termina como el resplandor de un film, una chispa en la pantalla.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Midnight in Paris

Woody Allen vuelve a dar en la diana con esta película. Hacía años que no me reía tanto en una sala de cine (a pesar de que la copia exhibida en los cines Renoir de Plaza de España tenía una calidad vergonzosa).

Midnight in Paris es una creación redonda, donde Allen recorre sus obsesiones de siempre con singular maestría. La posibilidad del amor total, la dualidad, la realidad sublimada, la autorrealización, la búsqueda de la verdad. El neoyorquino no pierde ocasión de presentar temas de gran calado con una ligereza engañosa, ya que se trata de un verdadero filósofo (no como los que pastan en las universidades haciendo comentarios de obras de otros o vegetan al frente de ministerios), un artista que ilumina el agujero negro de la existencia con destellos propios de la Ciudad Luz.

Al mismo tiempo, el cineasta le mete el dedo en el ojo al Tea Party y a todo lo que huela a aire pútrido (¡qué falta nos hace un Woody Allen en tierras de la Santa Inquisición!). Bueno, aquí tenemos a Rouco Varela, a "Kiko", al Papa, a los niñatos boy-scouts aprendices de cruzado. Para qué seguir. Leo Bassi, no te olvido!

Hemingway, Dalí, los Fitzgerald, Picasso, una Gertude Stein que dan ganas de abrazarla... surrealismo REAL. Vayan a ver esta película en cuanto puedan. Mejor aún: dada la estafa de las salas de cine españolas que te cobran 7,5 euros más las palomitas por una proyección técnicamente lamentable, bájensela y véanla en casa.

La película perfecta para ver en compañía de un amor inteligente.

martes, 23 de agosto de 2011

Las noches madrileñas de Ava

Vivía más de noche que de día. Volvía a casa con el camión de la basura y toreaba coches en el Paseo de la Castellana. Ava Gardner se bebió Madrid durante los 15 años que vivió en ella atraída por su romance con Luis Miguel Dominguín. La huella que dejó en España entre 1952 y 1967 ya la han seguido autores como el novelista y crítico teatral Marcos Ordóñez en Beberse la vida, o el cronista estadounidense Lee Server en su biografía Ava Gardner, una diosa con pies de barro. El último en hacerlo es Isaki Lacuesta, que desnuda a la condesa descalza en el documental La noche que no acaba, estrenado recientemente.

Se solía decir que "no hay hombre en Madrid que no se haya acostado con Ava Gardner ni bar en el que no se haya emborrachado Hemingway". Paco Miranda detesta esta afirmación. "Ella elegía a quien se llevaba a la cama porque podía, pero desde luego no era a cualquiera". Íntimo amigo del animal más bello del mundo y compañero de juergas, Miranda presume de ser el único hombre en compartir cama con ella y no haberla tocado. Fue pianista durante tres lustros del Oliver (Calle Almirante, 12), del que eran propietarios entonces Adolfo Marsillach y el periodista Jorge Fiestas, y uno de los lugares que frecuentaba la condesa descalza. "Adolfo quería que el local lo compráramos nosotros. Ava tenía que poner 100.000 pesetas, yo otro tanto, y el diplomático Miguel Gordomil y Arturo de Córdoba, el bailarín, otras 100.000. Pero a Ava, que era muy lista, no le convenció". Al final, se lo quedó Antonio Gades. En 2002, el local volvió a ser rebautizado como Café Oliver por sus nuevos propietarios: Frédéric Fétiveau y Karim Chauvin. Se trata de un restaurante especializado en cocina mediterránea que por las noches se transforma en un local de copas.

Paco Miranda solía acompañar a la diva en sus rutas festivas por Madrid. Le es difícil enumerar todos los locales. "Zambra (calle Victoria, 10) le encantaba", para el que el tiempo parece no haber pasado. Pero uno de los sitios favoritos de la Gardner era la terraza del restaurante Riscal (Calle Marqués de Riscal, 11), actualmente cerrado. Nada más subirse al ascensor, ya se quitaba los zapatos y pasaba la velada descalza. Como toda estrella internacional o no que pisaba Madrid, Ava también acudía al Chicote (Gran Vía, 12). "aunque era el lugar que menos le gustaba, porque había mucha gente y tenía que estar constantemente firmando autógrafos", cuenta Miranda. En las instantáneas que recuerdan la época álgida de Chicote aparece Gardner charlando con Hemingway o con su amiga Lana Turner. Hoy es el Museo Chicote, que todavía sigue siendo punto habitual de las estrellas de cine que pasan por Madrid, como Hugh Grant o Catherine Zeta-Jones.

La casa de Paco Miranda es como un templo dedicado a los dioses de la edad dorada de Hollywood. Las estrellas de cine le firmaban fotografías que cuelgan de cada pared. Gregory Peck, Sofía Loren o Liza Minelli. Pero la protagonista es, casi siempre, su amiga Ava Gardner. Más de 50 fotos dedicadas, cartas enmarcadas que ella le escribió cuando se trasladó a vivir a Londres, regalos. "Se iba a Chelsea y me compraba cristal porque decía que daba suerte". Y ahí está la prueba. Un auténtico muestrario de cristal en forma de botellas de licor, mandadas a grabar por Ava Gardner con dedicatorias a su amigo. "Para mi querido amigo Paco", "For my capricorn friend Paco" o un simple "Dear Pesado". "Es que las siestas sin sexo unen mucho", se justifica, guasón, mientras sirve té frío.

Paco Román también fue un espectador de lujo de las fiestas de la Gardner, pero desde el otro lado de la barra. A principios de los 50 trabajó de camarero en el bar del hotel Castellana Hilton (actual Intercontinental, Paseo de la Castellana, 49). Ava Gardner se alojaba allí. Esa fue la primera vez que la vio. "El trato hacia ella siempre tenía que ser de Señora. Me mandaba recados que me pagaba con buenas propinas: 2000 pesetas de entonces". Una vez le pidió que le comprara cuatro velas. Las colocó en el salón, mandó apagar las luces y mientras los músicos cantaban, ella apareció con una bata verde. "Se tiró al suelo y se quitó la bata. Fueron dos minutos, pero, ¡qué dos minutos!". Cuando terminó la fiesta, Ava Gardner se despidió de todos excepto de uno de los cantaores: "No, tú te quedas aquí". A ver quién le decía que no.

Los otros huéspedes del hotel echaban humo, así que la diva alternaba las fiestas en la suite con juergas en locales de moda, con especial preferencia por los tablaos flamencos. El Corral de la Morería (Calle Morería, 17), Torres Bermejas (Calle Mesonero Romanos, 11), Los Gabrieles (Calle Echegaray, 17), actualmente cerrado, o Villa Rosa (Plaza de Santa Ana, 15), propiedad de Lola Flores y El Pescaílla, y que después de pasar a ser discoteca, ha vuelto a convertirse en tablao. Pero del que era clienta asidua era de El Duende (actual Los Gitanillos, calle Claudio Coello, 48), que ahora es un restaurante. Con Antonio El Bailarín, el pianista Paco Miranda o Enrique Herreros, el dibujante, entre otros, se sentaba junto a Pastora Imperio, una de las dueñas del local, a ver cuadros flamencos. Paco Román también fue camarero del tablao. "Miraba el baile con muchísimo interés. Le gustaba sentarse y charlar con los artistas, y algunas veces se los llevaba al hotel para que le cantaran".

A quienes no podía soportar era a los periodistas. "Una vez dio con un vaso a un fotógrafo y le hirió en la cara, y a otro le tiró al suelo la máquina y pidió que llamáramos a la policía". Los periodistas continuaron yendo en busca de instantáneas reveladoras sobre la "ligera vida nocturna" de la diva, pero sabían que tenían que estar lejos. "Últimamente ya iba sola al local". De ahí pasaba, a veces, a la Cervecería Alemana (Plaza de Santa Ana, 6), un bar muy taurino al que también acabó yendo sola durante los últimos años de su estancia en Madrid. Continúa intacto.

Paco Román coincidió con ella en otro sitio: en Manolo Manzanilla, una venta en la carretera de Barajas a la que acudían los famosos para continuar la fiesta a partir de las tres de la madrugada, cuando cerraban todos los locales de la ciudad. Allí iba con Dominguín. La policía cerraba el local cada dos por tres, hasta que finalmente dejó de existir. "Bebía mucho, y lo que le pusieran: aguardiente, coñac, whisky, café, ginebra, bourbon...". Lo mismo dice Enrique Herreros, hijo del dibujante con el que compartía fiestas. Él trabajaba para la United Artists en España, y ella quiso ver el pase especial de la primera película de Stanley Kramer, No serás un extraño (1955), al lado de la Puerta del Sol. "Vino con su hermana. Se sentó a mi lado durante el visionado, con dos perros babosos asquerosos". Al terminar quiso beber, y Enrique la llevó al bar más cercano: La Mallorquina (Calle Mayor, 2) "Se pidió un whisky con cerveza y a mi me pidió otro. Al segundo ya no sabía ni dónde estaba, pero ella tan fresca".

Ava Gardner vivía sin tregua. Hasta que se mudó a Londres, lejos de la vida de continuas fiestas que había elegido para sí misma. Paco Miranda lo recuerda: "Unos años antes de morir me dijo desde Londres que tenía un amor. Bajito, cariñoso.... Yo le decía: 'Ten cuidado, que te sacará el dinero'. En la siguiente carta me mandó una foto. Era un perro".

miércoles, 17 de agosto de 2011

Por un bistec

Mañana luminosa. Trabajo entre árboles. Sobredosis de oxígeno.

Aquí va uno de los cuentos de boxeo que está entre mis favoritos: "Por un bistec", del viejo Jack London... Para leer a los veinte y después de los cuarenta.

Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.

La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio peniques que le quedaban los había invertido en pan.

Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se quitaban con nada.

Bastaba verle la cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en el cuadrilátero y que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado en sus facciones los rasgos característicos del animal de lucha. Era una fisonomía que intimidaba, y para que ninguno de aquellos rasgos pasara inadvertido iba perfectamente rasurado. Sus labios informes, de expresión extremadamente dura, daban la impresión de una cuchillada que atravesara su rostro. Su mandíbula inferior era maciza, agresiva, brutal. Sus ojos, de perezosos movimientos y dotados de gruesos párpados, apenas tenían expresión bajo sus tupidas y aplastadas cejas. Estos ojos, lo más bestial de su semblante, realzaban el aspecto de brutalidad del conjunto. Parecían los ojos soñolientos de un león o de cualquier otro animal de presa. La frente hundida y angosta lindaba con un cabello que, cortado al cero, mostraba todas las protuberancias de aquella cabeza monstruosa. Una nariz rota por dos partes y aplastada a fuerza de golpes, y una oreja deforme, que había crecido hasta adquirir el doble de su tamaño y que hacía pensar en una coliflor, completaban el cuadro. Y en cuanto a su barba, aunque recién afeitada, apuntaba bajo la piel, dando a su tez un tono azulado negruzco.

Si bien aquella fisonomía era la de uno de esos hombres con los que no deseamos encontrarnos a solas en un callejón oscuro o en un lugar apartado, Tom King no era un criminal ni había cometido nunca una mala acción. Dejando aparte las reyertas en que se había visto mezclado y que eran cosa corriente en los medios que frecuentaba, no había hecho daño a nadie. No se le consideraba un pendenciero. Era un profesional de la contienda y reservaba toda su combatividad para sus apariciones en el ring. Fuera del tablado, era un hombre bonachón, de movimientos tardos, y en su juventud, cuando ganaba el dinero a espuertas, había sido, no ya generoso, sino despilfarrador. Para él el boxeo era un negocio. Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba con intención de hacer daño, de lesionar, de destruir; pero no había animosidad en sus golpes: era una simple cuestión de intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se vapuleaban hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor se quedaba con la parte del león de la bolsa. Hacía veinte años, cuando Tom King se enfrentó con el «Salta Ojos», de Woolloomoolloo, sabía que la mandíbula de su contrincante sólo estaba firme desde hacía cuatro meses, pues anteriormente se la habían partido en un combate celebrado en Newcastle. Por eso dirigió todos sus golpes contra ella, y consiguió fracturarla nuevamente en el noveno asalto. No lo movía ningún resentimiento contra su adversario: procedió así porque era el medio más seguro de dejar fuera de combate a aquel hombre y, de este modo, ganar la mayor parte de la bolsa ofrecida. En cuanto al «Salta Ojos», no le guardó rencor alguno. Ambos sabían que así era el boxeo, y había que atenerse a sus reglas.

Tom King no era nada hablador. En aquel momento en que permanecía sentado junto a la ventana, se hallaba sumido en un huraño silencio, mientras se miraba las manos. En el dorso de ellas se destacaban las venas gruesas e hinchadas. El aspecto de los nudillos, aplastados, estropeados, deformes, atestiguaba el empleo que había hecho de ellos. Tom no había oído decir nunca que la vida de un hombre dependía de sus arterias, pero sabía muy bien lo que significaban aquellas venas prominentes, dilatadas. Su corazón había hecho correr demasiada sangre por ellas a una presión excesiva. Ya no funcionaban bien. Habían perdido la elasticidad, y su distensión había acabado con su antigua resistencia. Ahora se fatigaba fácilmente. Ya no podía resistir un combate a veinte asaltos con el ritmo acelerado de antes, con fuerza y violencia sostenidas, luchando infatigablemente desde que sonaba el gong, acosando sin cesar a su adversario, retrocediendo hasta las cuerdas o llevando a su oponente hacia ellas, recibiendo golpes y devolviéndolos. Ya no multiplicaba su acometividad y la rapidez de sus golpes en el vigésimo y último asalto, levantando al público de sus asientos y provocando sus aclamaciones, cuando él acometía, pegaba, esquivaba, hacía caer una lluvia de golpes sobre su adversario y recibía otra igual mientras su corazón no dejaba de enviar, con impetuosa fidelidad, sangre a sus venas jóvenes y elásticas. Sus arterias, dilatadas durante el combate, se encogían de nuevo, pero no del todo; al principio, esta diferencia era imperceptible, pero cada vez quedaban un poco más distendidas que la anterior. Se contempló las venas y los estropeados nudillos. Por un momento le pareció ver los magníficos puños que tenía en su juventud, antes de romperse el primer nudillo contra la cabeza de Benny Jones, apodado el «Terror de Gales».

Experimentó de nuevo la sensación de hambre.

-¡Lo que daría yo por un buen bistec! -murmuró, cerrando sus enormes puños y lanzando un juramento en voz baja.

-He ido a la carnicería de Burke y luego a la de Sawley -dijo la mujer en son de disculpa.

-¿Y no te quisieron fiar?

-Ni medio penique. Burke me dijo que...

Vacilaba, no se atrevía a seguir.

-¡Vamos! ¿Qué dijo?

-Que como esta noche Sandel te zurraría de lo lindo, no quería aumentar tu cuenta, ya es bastante crecida.

Tom King lanzó un gruñido por toda respuesta. Se acordaba del bulldog que tuvo en su juventud, al que echaba continuamente bistecs crudos. En aquella época, Burke le habría concedido crédito para mil bistecs. Pero los tiempos cambian. Tom King estaba envejecido, y un viejo que tenía que enfrentarse con un boxeador joven en un club de segunda categoría, no podía esperar que ningún comerciante le fiase.

Aquella mañana se había levantado con el deseo de comer un bistec, y aquel deseo no lo había abandonado. No había podido entrenarse debidamente para aquel combate. En Australia el año había sido de sequía y los tiempos eran difíciles. Había dificultades para encontrar trabajo, fuera de la índole que fuere. No había tenido sparring, no siempre había comido los alimentos debidos y en la cantidad necesaria. Había trabajado varios días como peón en una obra, y algunas mañanas había corrido para hacer piernas. Pero era difícil entrenarse sin compañero y teniendo que atender a las necesidades de una esposa y dos hijos. Cuando se anunció su combate con Sandel, los tenderos apenas le concedieron un poco más de crédito. El secretario del Gayety Club le adelantó tres libras -la cantidad que percibiría si perdía el combate-, y se negó a darle un céntimo más. De vez en cuando consiguió que sus antiguos compañeros le prestasen unos centavos, pero no pudieron prestarle más, porque corrían malos tiempos y ellos también pasaban sus apuros. En resumen, que era inútil tratar de ocultarse que no estaba debidamente preparado para la pelea. Le había faltado comida y le habían sobrado preocupaciones. Además, ponerse «en forma» no es tan fácil para un hombre de cuarenta años como para otro de veinte.

-¿Qué hora es, Lizzie? - preguntó.

Su mujer fue a preguntarlo a la vecina y, al regresar, le dio la respuesta.

-Las ocho menos cuarto.

-El primer match empezará dentro de unos minutos -observó Tom-. No es más que un combate de prueba. Después hay un encuentro a cuatro asaltos entre Dealer Wells y Gridley, y luego uno a diez asaltos entre Starlight y un marinero. Yo aún tengo para una hora.

Otros diez minutos de silencio y Tom se puso en pie.

-La verdad es, Lizzie, que no me he entrenado todo lo que debía.

Cogió el sombrero y se dirigió a la puerta. No le pasó por la mente besar a su mujer -nunca la besaba al marcharse-, pero aquella noche ella lo hizo por su cuenta y riesgo: le echó los brazos al cuello y lo obligó a inclinarse hacia su rostro. Se veía menudita y frágil junto al macizo corpachón de su marido.

-Buena suerte, Tom -le dijo-. Tienes que ganar.

-Sí, tengo que ganar -repitió él-. Ni más ni menos.

Se echó a reír, tratando de mostrarse despreocupado, mientras ella se apretaba más contra él. Tom contempló la desnuda estancia por encima del hombro de su esposa. Aquel cuartucho, del que debía varios meses de alquiler, era, con Lizzie y los niños, cuanto tenía en el mundo. Y aquella noche salía en busca de comida para su hembra y sus cachorros, no como el obrero de hoy que va a la fábrica, sino al estilo antiguo, primitivo, arrogante y animal de las bestias de presa.

-Tengo que ganar -volvió a decir a su esposa, esta vez con un rictus de desesperación-. Si gano, son treinta libras, con lo que podré pagar todas las deudas y, además, verme un buen sobrante en el bolsillo. Si pierdo, no me darán nada, ni un penique para tomar el tranvía de vuelta, pues el secretario ya me ha dado todo lo que me correspondería en caso de perder. Adiós, mujercita. Si gano, volveré inmediatamente.

-Te espero -dijo ella cuando Tom estaba ya en el rellano.

Había más de tres kilómetros hasta el Gayety y, mientras los recorría, recordó sus días de triunfo, cuando era el campeón de pesos pesados de Nueva Gales del Sur. Entonces habría tomado un coche de punto para ir al combate, y con toda seguridad alguno de sus admiradores se habría empeñado en pagar el coche para tener el privilegio de acompañarlo. Entre estos admiradores se contaban Tommy Burns y el yanqui Jack Johnson, que poseían automóvil propio. ¡Y ahora tenía que ir a pie! Como todo el mundo sabe, una marcha de tres kilómetros no es la mejor preparación para un combate. Él era un viejo para el pugilismo, y el mundo no trata bien a los viejos. Él sólo servía ya para picar piedra, e incluso para esto era un obstáculo su nariz rota y su oreja hinchada. Ojalá hubiera aprendido un oficio. A la larga, habría sido mejor. Pero nadie se lo había enseñado. Por otra parte, una voz interior le decía que él no habría prestado atención si alguien hubiera tratado de enseñárselo. Su vida fue demasiado fácil. Ganó mucho dinero. Tuvo combates duros y magníficos, separados por períodos de descanso y holgazanería. Estuvo rodeado de aduladores que se desvivían por acompañarle, por darle palmadas en la espalda, por estrecharle la mano; de petimetres que lo invitaban a beber para tener el privilegio de charlar con él cinco minutos. Además, ¡aquellos magníficos combates ante un público delirante de entusiasmo! ¡Y aquel último asalto en que se lanzaba a fondo como un torbellino y el árbitro lo proclamaba vencedor! ¡Y leer su nombre en las secciones deportivas de todos los periódicos al día siguiente...!

¡Ah, qué tiempos aquéllos! Pero, de pronto, su mente tarda y premiosa comprendió que en aquellos lejanos días él dejaba fuera de combate a los viejos. Él era entonces la juventud que despuntaba, y sus adversarios la vejez que decaía. Era natural que resultara fácil para él: ellos tenían las venas hinchadas, los nudillos rotos y los huesos desvencijados por una larga serie de combates. Recordaba el día en que «noqueó» al maduro Stowsher Bill en Rush-Cutters Bay al decimoctavo asalto y luego lo vio llorando en los vestuarios, llorando como un niño. Acaso el viejo Bill debía también varios meses de alquiler, y acaso lo esperaban en su casa su mujer y sus hijos. ¡Y quién sabe si aquel mismo día, el del combate, había sentido el deseo de comerse un buen bistec! Bill combatió valientemente, recibiendo a pie firme una soberana paliza. Ahora que él pasaba el mismo calvario, comprendía que aquella noche de hacía veinte años Bill luchó por algo más importante que su adversario, el joven Tom King, que sólo trataba de ganar dinero y gloria fácilmente. No era extraño que Stowsher Bill hubiese llorado en los vestuarios amargamente después del combate.

No cabía duda de que cada púgil podía soportar un número limitado de combates. Era una ley inflexible del boxeo. Unos podían librar cien encuentros durísimos, otros sólo veinte. Cada cual, según sus dotes físicas, podía subir al ring tantas o cuantas veces. Después, quedaba al margen.

Él se había pasado de la raya, había librado más combates encarnizados de los que debía, encuentros en que el corazón y los pulmones parecía que iban a estallar; contiendas que hacían perder elasticidad a las arterias y convertían un cuerpo esbelto y juvenil en un montón de músculos nudosos; combates que desgastaban los nervios y los músculos, el cerebro y los huesos, por obra del esfuerzo. Sí, él había resistido más que nadie. No quedaba ya ni uno solo de sus antiguos compañeros. Él era el último de la vieja guardia. Había visto cómo iban cayendo todos y había contribuido a poner punto final a la carrera de algunos de ellos.

Lo opusieron a los boxeadores ya viejos y él los fue liquidando uno tras otro. Y después, cuando los veía llorar en los vestuarios, como había llorado el viejo Stowsher Bill, se reía. Pero ahora el viejo era él, y a su vez tenía que enfrentarse con los jóvenes. Con Sandel, por ejemplo. Había llegado de Nueva Zelanda precedido de un brillante historial. Pero como en Australia aún era un desconocido, se acordó enfrentarlo con el viejo Tom King. Si Sandel hacía un buen combate, se le opondrían mejores púgiles y las bolsas serían más crecidas. Así, pues, era de esperar que luchara como un demonio. Aquel combate era decisivo para él, ya que si ganaba tendría dinero, cobraría nombre y habría dado el primer paso de una brillante carrera. Tom King no era para él más que el muro viejo que le cerraba el paso a la fama y la fortuna. En cambio, a lo único que Tom King podía aspirar era a recibir treinta libras, que le servirían para pagar al dueño de la casa y a los tenderos. Y mientras cavilaba así, Tom King vio alzarse ante sus ojos hinchados el cuadro de la juventud triunfadora, exuberante e invencible, de músculos suaves y piel sedosa, de corazón y pulmones que no sabían lo que era el cansancio y se reían del jadeo de los viejos. Los jóvenes destruían a los viejos sin pensar que, al hacerlo, se destruían a sí mismos, dilatando sus arterias y aplastando sus nudillos, para ser, al fin, aniquilados por una nueva generación de jóvenes. Pues la juventud ha de ser siempre joven.

Al llegar a la calle de Castlereagh dobló a la izquierda y, después de recorrer tres manzanas, llegó al Gayety. Una multitud de golfillos apiñados frente a la puerta se apartaron respetuosamente al verle y oyó que decían:

-¡Es Tom King!

Una vez dentro, cuando se dirigía a los vestuarios, encontró al secretario, un joven de mirada viva y expresión astuta, que le estrechó la mano.

-¿Cómo te encuentras, Tom? - le preguntó.

-Estupendamente -respondió King, a sabiendas de que mentía y de que le hacía tanta falta un buen bistec, que si tuviera una libra la daría a cambio de él sin vacilar.

Cuando salió de los vestuarios, seguido por sus segundos, y se dirigió al cuadrilátero, que se alzaba en el centro de la sala, estalló una tempestad de aplausos y vítores en el público. Él respondió saludando a derecha e izquierda, aunque conocía muy pocas de aquellas caras. En su mayoría, eran muchachos que aún tenían que nacer cuando él cosechaba sus primeros laureles en el ring. Saltó con ligereza a la alta plataforma y, después de pasar entre las cuerdas, se dirigió a su ángulo y se sentó en un taburete plegable. Jack Ball, el árbitro, se acercó a él para estrecharle la mano. Ball era un boxeador fracasado que desde hacía diez años no pisaba el ring como púgil. King se alegró de tenerlo por árbitro. Ambos eran veteranos. Si él apretaba las tuercas a Sandel algo más de lo que permitía el reglamento, sabía que Ball haría la vista gorda.

Subieron al tablado, uno tras otro, varios jóvenes aspirantes a la categoría de pesos pesados, y el árbitro los fue presentando sucesivamente al público. Asimismo, expuso sus carteles de desafío.

-Young Pronto -anunció Ball-, de Sidney del Norte, reta al ganador por cincuenta libras.

El público aplaudió y los aplausos se renovaron cuando Sandel trepó ágilmente al ring y fue a sentarse en su rincón. Tom King, desde el ángulo opuesto, lo miró con curiosidad, pensando que minutos después ambos estarían enzarzados en implacable combate, y pondrían todo su empeño en noquearse. Pero apenas pudo ver nada, pues Sandel llevaba, como él, un mono de entrenamiento sobre su calzón corto de pugilista. Su cara era muy atractiva. Estaba coronada por un mechón rizado de pelo rubio, y su cuello grueso y musculoso anunciaba un cuerpo de atleta verdaderamente magnífico.

Young Pronto se dirigió sucesivamente a los dos ángulos y, después de estrechar las manos a los boxeadores, salió del ring. Continuaron los desafíos. Un joven tras otro pasaba entre las cuerdas. Aquellos muchachos desconocidos pero ambiciosos estaban convencidos, y así lo pregonaban, de que con su fuerza y destreza eran capaces de medirse con el vencedor. Unos años antes, cuando su carrera se hallaba en su apogeo y él se consideraba invencible, aquellos preliminares hubieran divertido y aburrido a Tom King. Pero a la sazón los contemplaba fascinado, incapaz de apartar de sus ojos la visión de la juventud. Siempre existirían aquellos jóvenes que subían al ring, y saltaban por las cuerdas para lanzar su reto a los cuatro vientos; y siempre tendrían que caer ante ellos los boxeadores gastados. Ascendían hacia el éxito trepando sobre los cuerpos de los viejos púgiles. Y continuaban afluyendo en número creciente, como una oleada de juventud incontenible que arrollaba a los viejos, para envejecer a su vez y seguir el camino descendente, a impulsos de la juventud eterna, de los nuevos mozos que desarrollaban sus músculos y derribaban a sus mayores, mientras tras ellos se formaba una nueva masa de jóvenes. Y así ocurriría hasta el fin de los tiempos, pues aquella juventud voluntariosa era algo inseparable de la humanidad.

King dirigió una mirada al palco de la prensa y saludó con un movimiento de cabeza a Morgan, del Sportsman, y a Corbett, del Referee. Luego tendió las manos para que Sid Sullivan y Charles Bates, sus segundos, le pusieran los guantes y se los atasen fuertemente, bajo la atenta fiscalización de uno de los segundos de Sandel, que ya había examinado con ojo crítico las vendas que cubrían los nudillos de King. Uno de los segundos de Tom cumplía la misma misión en el ángulo ocupado por Sandel. Este levantó las piernas para que le despojasen de los pantalones del mono y luego se levantó para que acabaran de quitarle la prenda por la cabeza. Tom King vio entonces ante sí una encarnación de la juventud, un pecho ancho y desbordante de vigor, unos músculos elásticos que se movían como seres vivos bajo la piel blanca y satinada. Todo aquel cuerpo estaba pletórico de vida, de una vida que aún no había dejado escapar nada de ella por los doloridos poros en los largos combates en que la juventud ha de pagar su tributo, dejando algo de ella misma en los tablados.

Los dos púgiles avanzaron hacia el centro del cuadrilátero y cuando los segundos saltaron por las cuerdas, llevándose los taburetes plegables, ellos simularon estrecharse las manos enguantadas e inmediatamente se pusieron en guardia. Acto seguido, como un mecanismo de acero puesto en marcha por un fino resorte, Sandel se lanzó al ataque. Asestó a Tom un gancho de izquierda al entrecejo y un derechazo a las costillas. Luego, entre fintas y sin cesar de saltar sobre las puntas de los pies, se alejó ligeramente de su contrincante para volverse a acercar en seguida, ágil y agresivo. Era un boxeador rápido e inteligente, que había iniciado la pelea con una espectacular exhibición. El público vociferaba entusiasmado. Pero King no se dejó impresionar. Había librado demasiados encuentros y había visto a demasiados jóvenes. Supo apreciar el verdadero valor de aquellos golpes: eran demasiado rápidos y hábiles para ser peligrosos. Evidentemente, Sandel trataba de forzar el curso del combate desde el comienzo. No le sorprendió. Esto era muy propio de la juventud, inclinada a malgastar sus espléndidas facultades en furiosos ataques y locas acometidas, alentada por un ilimitado deseo de gloria que redoblaba sus fuerzas.

Sandel atacaba, retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros y corazón vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes músculos, tejía un ataque maravilloso, saltando y deslizándose como una ardilla, eslabonando mil movimientos ofensivos, todos ellos encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre que se alzaba entre él y la fortuna. Y Tom King soportaba pacientemente el chaparrón. Conocía su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora que la había perdido. Se dijo que tenía que esperar a que su oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del cráneo. Era una argucia innoble, pero correcta, según el reglamento del pugilismo. El boxeador tenía que velar por sus nudillos y, si se empeñaba en golpear a su adversario en la cabeza, allá él. King podía haberse agachado más para que el golpe no lo alcanzara, pero se acordó de sus primeros encuentros y de cómo se partió por primera vez un nudillo contra la cabeza del «Terror de Gales». Aun ajustándose a las reglas del juego, al agacharse había atentado contra los nudillos de Sandel. De momento, éste no lo notaría. Seguro de sí mismo e indiferente, seguiría propinando golpes con la misma fuerza durante todo el combate. Pero, andando el tiempo, cuando en su historial tuviera muchos encuentros, el nudillo lesionado se resentiría, y entonces él, volviendo la vista atrás, recordaría el potente golpe asestado a la cabeza de Tom King.

El primer asalto lo ganó Sandel por puntos. El joven boxeador mantuvo a la sala en vilo con sus fulminantes arremetidas. Lanzó sobre King un verdadero diluvio de golpes, y King no devolvió ni uno solo: se limitó a cubrirse, mantener una guardia cerrada, esquivar y llegar a veces al cuerpo a cuerpo para eludir el castigo. De vez en cuando hacía alguna finta, movía la cabeza cuando encajaba un directo, e iba evolucionando imperturbable por el ring, sin saltar ni bailar para no malgastar ni un átomo de energías. Debía dejar que Sandel desahogara el ardor de su juventud y sólo entonces replicarle, pues no debía olvidar sus cuarenta años.

Los movimientos de King eran lentos y metódicos. Sus ojos, casi inmóviles bajo los gruesos párpados, le daban el aspecto de un hombre adormilado y aturdido. Sin embargo, no se le escapaba ningún detalle: su experiencia de más de veinte años le permitía verlo todo.

Sus ojos no pestañeaban ni se desviaban al recibir un golpe, porque así podían ver y medir mejor las distancias.

Cuando, al terminar el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó con las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto que formaban las cuerdas. Entonces su pecho y su abdomen empezaron a subir y a bajar en profundas aspiraciones, mientras le acariciaban el rostro el aire de las toallas con que le abanicaban sus segundos.

Con los ojos cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público.

-¿Por qué no luchas, Tom? -le gritaron- ¿Es que tienes miedo?

-Le pesan los músculos -oyó que comentaba un espectador de primera fila-. No puede moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de Sandel!

Sonó el gong y los dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorrió tres cuartas partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King apenas se apartó de su rincón. Esto formaba parte de su plan de ahorro de fuerzas. No había podido entrenarse como era debido, no había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario tenía su importancia. Además, había que tener en cuenta que había recorrido a pie más de tres kilómetros antes de subir al ring. Aquel asalto fue una repetición del primero: Sandel atacaba en tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no combatía. Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces, se limitaba a mantener una guardia cerrada, parar golpes y agarrarse al adversario. Sandel deseaba acelerar el ritmo del combate, y King, hombre de experiencia, se negaba a secundarlo. En su rostro deformado por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía economizando fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un boxeador maduro. Sandel era joven y derrochaba sus energías con la prodigalidad propia de su juventud. El generalato del ring correspondía a Tom, y suya era también la sabiduría cosechada a costa de largos y dolorosos combates. Observaba a su adversario con mirada fría y ánimo sereno, moviéndose lentamente, en espera de que se agotara el ardor de Sandel. Para la mayoría de espectadores, aquello era buena prueba de que King era incapaz de medirse con su joven adversario, opinión que expresaban en voz alta, apostando a razón de tres a uno a favor de Sandel. Pero aún quedaban algunos espectadores prudentes que conocían a King desde hacía años y aceptaban estas ofertas, con grandes esperanzas de ganar.

El tercer asalto comenzó como los anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y castigaba duramente a su adversario. Pero, cuando aún no había transcurrido medio minuto, el joven, excesivamente confiado, se olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la vez que su brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer golpe de verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil movimiento del brazo, sino por el peso de todo el cuerpo. El león adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo. Sandel, tocado en un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife. El público se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente, mientras por toda la sala corrían murmullos de admiración. ¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos tan embotados como se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos.

Sandel quedó casi inconsciente, hizo girar su cuerpo hasta ponerse de costado e intentó levantarse, pero, al oír los gritos de sus segundos que le aconsejaban esperar hasta el último instante, no acabó de ponerse en pie, sino que quedó con una rodilla en el suelo. El árbitro se inclinó hacia él y empezó a contar los segundos con voz estentórea junto a su oído. Cuando oyó decir «¡nueve!» Sandel se levantó con gesto agresivo y Tom King hubo de hacerle frente, mientras se lamentaba de no haberle dado el golpe un par de centímetros más cerca del mentón, pues entonces habría conseguido el fuera de combate y vuelto a casa con treinta libras para su mujer y sus hijos.

El asalto continuó hasta que se cumplieron los tres minutos reglamentarios. Sandel empezó a mirar con respeto a su oponente. Por su parte, King seguía moviéndose con lentitud y su mirada aparecía tan soñolienta como antes. Cuando el asalto estaba a punto de terminar, King se dio cuenta de ello al ver a los segundos agazapados junto al cuadrilátero. Estaban preparados para subir, pasando entre las cuerdas. Entonces llevó el combate hacia su rincón, y, cuando sonó el gong, pudo sentarse inmediatamente en el taburete que ya tenían preparado. En cambio, Sandel tuvo que cruzar de ángulo a ángulo todo el ring para llegar a su sitio. Esto era una pequeñez, pero muchas pequeñeces juntas pueden formar algo importante. Al verse obligado a dar aquellos pasos de más, Sandel perdió no sólo cierta cantidad de energía, sino una parte de los preciosos sesenta segundos de descanso. Al principio de cada asalto King salía perezosamente de su rincón, con lo que obligaba a su adversario a recorrer una distancia mayor, y cuando el asalto terminaba, King estaba en su sitio y podía sentarse inmediatamente.

Transcurrieron otros dos asaltos en los que King economizó sus fuerzas con toda parsimonia, mientras Sandel derrochaba energías. Los esfuerzos que el joven púgil hacía por imponer un ritmo más vivo a la lucha resultaron bastante enojosos para King, que hubo de encajar una parte bastante crecida del diluvio de golpes que cayó sobre él. Sin embargo, King mantuvo su deliberada lentitud, sin importarle el griterío de los jóvenes vehementes que querían verle pelear.

En el sexto asalto, Sandel volvió a tener un descuido, y la terrible derecha de Tom King lanzó un nuevo disparo contra su mandíbula. Otra vez contó el árbitro hasta nueve.

Al comenzar el séptimo asalto se vio claramente que el ardor de Sandel se había esfumado. El joven boxeador se percataba de que estaba librando el combate más duro de su carrera. Tom King era un boxeador gastado, pero el de más calidad que se le había opuesto hasta entonces; un boxeador maduro que no perdía la cabeza, que se defendía con extraordinaria habilidad, cuyos golpes eran verdaderos mazazos y que tenía un fuera de combate en cada puño. Pero Tom King no se atrevía a utilizar estos potentes puños demasiado, pues no se olvidaba de que tenía los nudillos lesionados y sabía que, para que pudieran resistir todo el combate, tenía que racionar los golpes prudentemente.

Mientras permanecía sentado en su rincón, mirando a su adversario, pensó que la unión de su experiencia y de la juventud de Sandel producirían un campeón mundial. Pero esta mezcla era imposible. Sandel no sería campeón del mundo. Le faltaba experiencia y ésta sólo podía obtenerse a costa de la juventud. Cuando Sandel tuviera experiencia, advertiría que había gastado su juventud para adquirirla.

King recurrió a todas las tretas y argucias. No desaprovechaba ocasión de agarrarse a su adversario y, cada vez que llegaba al cuerpo a cuerpo, clavaba con fuerza el hombro en las costillas de Sandel. En la teoría pugilística no había diferencia entre un hombro y un puño si con ambos podía hacerse el mismo daño, y el hombro aventajaba al puño en lo concerniente a la pérdida de energías. Asimismo, cuando se agarraban los dos púgiles, King descargaba todo el peso de su cuerpo sobre su contrincante y se resistía a soltarse. Esto obligaba al árbitro a intervenir para separarlos, en lo cual hallaba las mayores facilidades por parte de Sandel, que todavía no había aprendido a descansar de este modo. El joven no podía dejar de emplear sus magníficos brazos ni su lozana musculatura. Cuando King se aferraba a él, clavándole el hombro en las costillas e introduciendo la cabeza bajo su brazo izquierdo, Sandel le golpeaba el rostro pasando su brazo derecho por detrás de su espalda. Era un castigo espectacular que provocaba murmullos de admiración en el público, pero sin ninguna eficacia. Por el contrario, sólo servía para hacer perder energías a Sandel. Éste, incansable, no se daba cuenta de que todo tiene un límite. King sonreía y no se apartaba de su prudente táctica.

Sandel asestó un sonoro derechazo al cuerpo de King, que la masa de espectadores consideró como un rudo castigo, pero los pocos expertos que había en la sala percibieron el hábil movimiento del guante izquierdo de Tom, que tocó el bíceps de Sandel en el momento en que éste lanzaba el fuerte derechazo. Sandel repitió una y otra vez este golpe, consiguiendo que siempre llegara a su destino, pero nunca con eficacia, debido al ligero contragolpe de King.

En el noveno asalto, y en un solo minuto, Tom alcanzó con tres ganchos de derecha la mandíbula de Sandel, y las tres veces el corpachón del joven besó la lona y el árbitro hubo de contar hasta nueve. Sandel quedó aturdido y ligeramente conmocionado, pero conservaba las energías. Había perdido velocidad y economizaba sus fuerzas. Tenía el ceño fruncido, pero seguía contando con el arma más importante del boxeador: la juventud. El arma principal de King era la experiencia. Cuando empezó el declive de su vitalidad, cuando su vigor empezó a disminuir, lo reemplazó con la astucia, la sabiduría cosechada en mil combates y una escrupulosa economía de sus fuerzas. King no era el único que sabía eludir los movimientos superfluos, pero nadie como él poseía el arte de incitar al adversario a despilfarrar sus energías.

Una y otra vez, haciendo fintas con los pies, los puños y el cuerpo, siguió engañando a Sandel: obligándolo a saltar hacia atrás sin motivo, a esquivar golpes imaginarios, a lanzar inútiles contraataques. King descansaba, pero no daba descanso a su rival. Era la estrategia de un boxeador maduro.

Al iniciarse el décimo asalto, King detuvo las embestidas de Sandel con directos de izquierda a la cara, y Sandel, que ahora procedía con cautela, respondió esgrimiendo su izquierda, para bajarla en seguida, mientras lanzaba un gancho de derecha a la cara de Tom King. El golpe fue demasiado alto para resultar decisivo, pero King notó que ese negro velo de inconsciencia tan conocido por los boxeadores se extendía sobre su mente. Durante una fracción casi inapreciable de tiempo, Tom dejó de luchar. Momentáneamente, desaparecieron de su vista su adversario y el telón de fondo formado por las caras blancas y expectantes del público..., pero sólo momentáneamente. Le pareció que abría los ojos tras un sueño fugaz. El intervalo de inconsciencia fue tan breve, que no tuvo tiempo de caer. El público sólo lo vio vacilar y doblar las rodillas. Inmediatamente, Tom King se recuperó y ocultó más su barbilla en el refugio que le ofrecía su hombro izquierdo.

Sandel repitió varias veces este golpe, aturdiendo parcialmente a King. Pero el experto boxeador consiguió elaborar su defensa, que fue también una forma de contraatacar. Retrocediendo ligeramente sin dejar de hacer fintas con el brazo izquierdo, lanzó a Sandel un uppercut con toda la potencia de su puño derecho. Lo calculó con tanta precisión, que consiguió alcanzar de pleno la cara de Sandel cuando éste se agachaba haciendo un regate. El joven, levantado en vilo, cayó hacia atrás y fue a dar en la lona con la cabeza y la espalda. King repitió este golpe dos veces. Después dio rienda suelta a su acometividad y acorraló a su adversario contra las cuerdas, lanzando sobre él una lluvia de golpes. Sus puños funcionaron sin cesar hasta que el público, puesto en pie, le tributó una estruendosa salva de aplausos. Pero Sandel poseía una energía y una resistencia inagotables, y se mantenía en pie. Se mascaba el knock-out. Un capitán de policía, impresionado por el terrible castigo que recibía Sandel, se acercó al cuadrilátero para suspender el combate, pero en este preciso instante sonó el gong, señalando el fin del asalto, y Sandel regresó tambaleándose a su rincón, donde aseguró al capitán que estaba bien y conservaba las fuerzas. Para demostrarlo, dio un par de saltos, y el policía, convencido, volvió a sentarse.

Tom King, mientras descansaba en su rincón, jadeante, se decía, contrariado, que si el combate se hubiera suspendido, el árbitro se habría visto obligado a declararlo vencedor y la bolsa hubiera ido a parar a sus manos. A diferencia de Sandel, él no luchaba por la gloria ni para abrirse paso, sino para ganar treinta libras esterlinas. En aquel minuto de descanso, Sandel se recuperaría.

La juventud será servida... Esta frase cruzó como un relámpago por el cerebro de King. Se acordó también de la ocasión en que la oyó: fue la noche en que dejó fuera de combate a Stowsher Bill. El señorito que la había pronunciado tenía razón. Aquella noche, tan lejana ya, él encarnaba a la juventud. «Pero esta noche -se dijo- la juventud se sienta en el rincón de enfrente.» Ya llevaba media hora de pelea y los años le pesaban. Si hubiese luchado como Sandel, no hubiera resistido ni quince minutos. Lo peor era que no se recuperaba. Sus venas hinchadas y su corazón fatigado no le permitían recobrar las perdidas fuerzas en los descansos entre asalto y asalto. Las energías le faltarían ya desde el comienzo de los asaltos. Notaba las piernas pesadas y empezaba a sentir calambres. No debió haber hecho a pie aquellos tres kilómetros que mediaban desde su casa a la sala de deportes. Y para colmo de desdichas, aquel bistec que no se había podido comer aquella mañana y que tanto había deseado. Se despertó en él un odio terrible contra los carniceros que se habían negado a fiarle. Un hombre de sus años no podía boxear sin haber comido lo suficiente. ¿Qué era, al fin y al cabo, un bistec? Una insignificancia que valía unos cuantos peniques. Sin embargo, para él significaba treinta libras esterlinas.

Cuando el gong señaló el comienzo del undécimo asalto, Sandel se levantó impetuosamente, aparentando una gallardía que estaba muy lejos de poseer. King supo apreciar el justo valor de semejante actitud: se trataba de un farol tan antiguo como el mismo boxeo. Para no gastar fuerzas en balde, Tom se abrazó a su adversario. Luego, cuando lo soltó, permitió que el joven se pusiera en guardia. Esto era lo que King esperaba. Hizo una finta con la izquierda, consiguió que su contrincante se agachara para rehuirla, y al mismo tiempo le lanzó un gancho de derecha. Seguidamente King, retrocediendo un poco, asestó a Sandel un uppercut que lo alcanzó en plena cara y lo derribó. Después no le dio punto de reposo. Encajó mucho, pero pegó mucho más. Acorraló a Sandel contra las cuerdas mediante una serie de ganchos y con toda clase de golpes. Después de desprenderse de sus brazos, le impidió que lo volviera a abrazar, propinándole un directo cada vez que lo intentaba. Y cuando Sandel iba a caer, lo sostenía con una mano y lo golpeaba inmediatamente con la otra para arrojarlo contra las cuerdas, donde no le era posible desplomarse.

El público parecía haber enloquecido. Todos los espectadores, puestos en pie, lo animaban con sus gritos.

-¡Duro con él, Tom! ¡Ya es tuyo! ¡Lo tienes en el bolsillo!

Querían que el combate terminara con una lluvia de golpes irresistibles. Esto era lo que deseaban ver; para esto pagaban.

Y Tom King, que durante media hora había economizado sus fuerzas, las derrochó a manos llenas en lo que debía ser el esfuerzo final, un esfuerzo que no podría repetir. Era su única oportunidad. ¡Ahora o nunca! Las fuerzas lo abandonaban rápidamente, y todas sus esperanzas se cifraban en que, antes de que lo abandonasen del todo, habría conseguido que su adversario permaneciera tendido en la lona durante diez segundos. Y mientras seguía pegando y atacando, calculando fríamente la fuerza de sus golpes y el daño que causaban, comprendió lo difícil que era dejar a Sandel fuera de combate. La resistencia de aquel hombre, realmente extraordinaria, era la resistencia virgen de la juventud. Desde luego, Sandel tenía ante sí un futuro lleno de promesas. Él también lo tuvo. Todos los buenos boxeadores poseían el temple que demostraba Sandel.

Sandel retrocedía dando traspiés, perseguido por King, que empezaba a sentir calambres en las piernas y cuyos nudillos comenzaban a resentirse. Sin embargo, siguió asestando sus terribles golpes, sin detenerse ante el dolor que cada uno de ellos producía en sus manos, en sus pobres manos, viejas y torturadas. Aunque en aquellos momentos no recibía ninguna réplica de su adversario, King se debilitaba a toda prisa, de modo que pronto su estado igualaría el de Sandel. No fallaba un solo golpe, pero éstos ya no poseían la potencia de antes y cada uno de ellos suponía para Tom un esfuerzo extraordinario. Sus piernas parecían de plomo y se arrastraban visiblemente por el ring. Los partidarios de Sandel lo advirtieron y empezaron a dirigir gritos de aliento al joven boxeador.

Esto decidió a King a realizar un postrer esfuerzo y asestó dos golpes casi simultáneos: uno con la izquierda, dirigido al plexo solar y que resultó un poco alto, y otro con la derecha a la mandíbula. Estos golpes no fueron demasiado fuertes, pero Sandel estaba ya tan conmocionado, que cayó en la lona, donde quedó debatiéndose. El árbitro se inclinó sobre él y empezó a contarle al oído los segundos fatales. Si antes del décimo no se levantaba, habría perdido el combate. En la sala reinaba un silencio de muerte. King apenas se mantenía en pie sobre sus piernas temblorosas. Se había apoderado de él un mortal aturdimiento y, ante sus ojos, el mar de caras se movía y se balanceaba mientras a sus oídos llegaba, al parecer desde una distancia remotísima, la voz del árbitro que contaba los segundos. Pero consideraba el combate suyo. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse.

Solamente la juventud se podía levantar... Y Sandel se levantó. Al cuarto segundo, dio media vuelta, quedando de bruces, y buscó a tientas las cuerdas. Al séptimo segundo ya había conseguido incorporarse hasta quedar sobre una rodilla, y descansó un momento en esta postura, mientras su aturdida cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Cuando el árbitro gritó «¡nueve!» Sandel se levantó del todo, adoptando la adecuada posición de guardia, cubriéndose la cara con el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. Así defendía sus puntos vitales, mientras avanzaba agachado hacia King, con la esperanza de agarrarse a él para ganar más tiempo.

Tan pronto como Sandel se levantó, King se le echó encima, pero los dos golpes que le envió tropezaron con los brazos protectores. Acto seguido, Sandel se aferró a él desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separarlo, ayudado por King. Éste sabía con cuánta rapidez se recobraba la juventud y, al mismo tiempo, estaba seguro de que Sandel sería suyo si podía evitar que se repusiera. Un enérgico directo lo liquidaría. Tenía a Sandel en su poder, no cabía duda. Él había llevado la iniciativa del combate, había demostrado mayor experiencia que su contrincante, le llevaba ventaja de puntos. Sandel se desprendió del cuerpo de King, tambaleándose, vacilando entre la derrota y la supervivencia. Un buen golpe lo derribaría definitivamente, y, ante esta idea, Tom King, presa de súbita amargura, se acordó del bistec. ¡Ah, si lo hubiera tenido y contara con su fuerza para el golpe que iba a asestar! Concentró sus últimas energías en el golpe decisivo, pero éste no fue bastante fuerte ni bastante rápido. Sandel se tambaleó, pero no llegó a caer. Con paso vacilante, retrocedió hacia las cuerdas y se aferró a ellas. King, también tambaleándose, lo siguió y, experimentando un dolor indescriptible, le asestó un nuevo golpe. Pero las fuerzas lo habían abandonado. Únicamente le quedaba su inteligencia de luchador, turbia, oscurecida por el cansancio. Había dirigido el puño a la mandíbula, pero tropezó en el hombro. Su intención había sido darlo más alto, pero sus cansados músculos no lo obedecieron. Y, por efecto del impacto, el propio Tom King retrocedió, dando traspiés. Poco faltó para que cayera. De nuevo lo intentó. Esta vez su directo ni siquiera alcanzó a Sandel. Era tal su debilidad que cayó sobre el joven y se abrazó a su cuerpo, para no desplomarse definitivamente a sus pies.

King ya no hizo nada por separarse. Había puesto toda la carne en el asador: ya no podía hacer más. La juventud se había impuesto. Incluso en aquel abrazo notaba cómo Sandel iba recuperando sus fuerzas. Cuando el árbitro los separó, King vio claramente cómo se recobraba su joven adversario. Segundo a segundo, Sandel se iba mostrando más fuerte. Sus directos, débiles y vacilantes al principio, cobraron dureza y precisión. Los ofuscados ojos de Tom King vieron el guante que se acercaba a su mandíbula y se propuso protegerla alzando el brazo. Vio el peligro, deseó parar el golpe, pero el brazo le pesaba demasiado y no pudo: le pareció que tenía que levantar un quintal de plomo. El brazo no quería levantarse y él deseó con toda su alma levantarlo. El guante de Sandel ya le había llegado a la cara. Oyó un agudo chasquido semejante al de un chispazo eléctrico y el negro velo de la inconsciencia envolvió su mente.

Cuando abrió de nuevo los ojos, se encontró sentado en su rincón y oyó el clamoreo del público, semejante al rumor del oleaje de la playa de Bondi. Alguien le oprimía una esponja empapada contra la base del cráneo, y Sid Sullivan le rociaba la cara y el pecho con agua fría. Le habían quitado ya los guantes y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No sintió rencor alguno hacia el hombre que lo había dejado fuera de combate, y le devolvió el apretón de manos tan cordialmente que sus nudillos se resintieron. Luego Sandel se dirigió al centro del cuadrilátero y el griterío del público se acalló para oírle decir que aceptaba el desafío de Young Pronto, y que proponía aumentar la apuesta a cien libras. King lo contemplaba, indiferente, mientras sus segundos secaban el agua que corría a raudales por su cuerpo, le pasaban una esponja por la cara y lo preparaban para abandonar el cuadrilátero. King sentía hambre; no era aquélla la sensación de hambre ordinaria, sino una gran debilidad, una serie de palpitaciones en la boca del estómago que repercutían en todo su cuerpo. Se acordó del momento en que había tenido ante él a Sandel tambaleándose, al borde del knock-out. ¡Ah, si hubiese tenido aquel bistec en el cuerpo! Entonces nada habría salvado a Sandel. Le había faltado sólo esto para asestar el golpe decisivo con eficacia. Había perdido por culpa de aquel bistec.

Sus segundos trataron de ayudarlo a pasar entre las cuerdas, pero él los apartó, se agachó y saltó solo al piso de la sala. Precedido por sus cuidadores, avanzó por el pasillo central abarrotado de público. Poco después, cuando salió de los vestuarios y se dirigió a la calle, se encontró con un muchacho que le dijo:

-¿Por qué no le pegaste de firme cuando lo tenías atontado?

-¡Vete al diablo! -le respondió Tom King mientras bajaba los escalones del portal.

Las puertas de la taberna de la esquina estaban abiertas de par en par. Tom King vio las luces cegadoras del local y las sonrientes camareras, y, entre el alegre tintineo de las monedas que saltaban en el mármol del mostrador, oyó diversas voces que comentaban el combate. Alguien lo llamó para invitarlo a una copa, pero él rechazó la invitación y siguió su camino.

No llevaba un céntimo encima. Los tres kilómetros que lo separaban de su casa le parecieron muy largos. Era evidente que envejecía. Cuando cruzaba el Dominio, se dejó caer de pronto en un banco. La idea de que su mujer estaría esperándolo, ansiosa de saber cómo había terminado el encuentro, lo sumió en una angustiosa desesperación. Esto era peor que un knock-out: no se sentía con fuerzas para mirarla a la cara.

Estaba desfallecido y amargado. El vivo dolor que sentía en los nudillos le hizo comprender que, aunque encontrase trabajo como peón de albañil, tardaría lo menos una semana en poder empuñar la pala o el pico. Las palpitaciones que le producía el hambre en la boca del estómago le hacían sentir náuseas. Una profunda desolación se apoderó de él y notó que sus ojos se llenaban de lágrimas incontenibles. Se cubrió la cara con las manos y lloró. Y mientras lloraba se acordó de la paliza que propinó a Stowsher Bill una noche ya lejana. ¡Pobre Stowsher Bill! Ahora comprendía por qué lloró aquella noche en los vestuarios.

lunes, 15 de agosto de 2011

Jesús Horche

Salí a caminar de buena mañana. El río, los campos de girasoles recién regados, los árboles que se mecen suavemente. El inmenso placer de las cosas sencillas.

Me detuve en el puente a contemplar el río. Al rato llegó un ciclista desde Aranzueque y se bajó de la bicicleta. Hablamos durante una media hora (desde que vivo en soledad aprecio mucho la comunicación humana, sobre todo la comunicación de carácter verbal que supera el gruñido o el cabeceo castellano). Resultó que era un arquitecto español recién llegado de Costa Rica, justo la parte norte del país, Guanacaste: lo que linda con San Juan del Sur en Nicaragua. Allí estuve el pasado mes de mayo. En fin... me lo encuentro en Armuña.

Nos despedimos cordialmente. Seguí en dirección a Aranzueque con la intención de llegar a la villa antes de las nueve. A la altura de los jardines del Bien y el Mal una llamada telefónica me devolvió a la realidad. Era mi madre: Jesús Horche, un querido amigo de la familia, falleció el pasado sábado.

Era una persona formidable, buena hasta decir basta. Mi padre y él pintaron y esculpieron juntos durante varios años en una nave antiguo taller de carpintería. Cuando mis padres marcharon a Buenos Aires en 1997, el bueno de Jesús venía a buscarme a casa y dábamos paseos didácticos, me explicaba cómo pasaron los niños del pueblo la Guerra Civil, cómo el pueblo se transformó en un cuartel (la batalla de Guadalajara fue la única victoria clara de la República sobre las tropas de Franco), me hablaba de El Campesino, de los bombardeos de aviones procedentes de la Vega.

En esta calle se atascó un camión lleno de municiones rusas, allí estaba la comandancia, en la iglesia se proyectaban películas soviéticas, los niños jugábamos con bombas fulminantes hasta que le ocurrió aquella desgracia al Fernando...

Jesús Horche era una persona generosa, de alma grande. Estoy sentado escribiendo justo enfrente del cementerio. El cortejo habrá recorrido las principales calles del pueblo. Una mañana de agosto, con el cielo limpio. Aquí yace nuestro amigo, un hombre de ley.

jueves, 11 de agosto de 2011

Oxígeno


Un cuento magnífico de un escritor que me sigue haciendo soñar: Ray Bradbury, after all these years...

La mañana verde

Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.

Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.

Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto... Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.

-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.

-¿Qué me ha pasado?

-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

-¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.

-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.

Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo podía ver, brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.

Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.

Matrix

Las máquinas están teniendo bastante que ver con los inexplicables movimientos de la renta variable. Los robots financieros son programas de software que permiten ejecutar órdenes bursátiles a gran velocidad combinando multitud de estrategias.

Hay debate sobre su incidencia real en el mercado. Respecto a su importancia global, las cifras varían entre el 50% y el 70% de todo el volumen bursátil, sobre todo a través de HFT (High Frecuency Trading). Colt Telecom, una multinacional especializada en servicios de telecomunicaciones se confirma que la operativa automatizada representa "más del 60% de las operaciones que se realizan en el mundo" y su importancia será creciente.

De hecho, entre los ganadores de esta locura algunos inversores proclaman su éxito, como Tradeworx, una filial del banco estadounidense ha conseguido en estos días de agosto sus mayores volúmenes de negociación desde su lanzamiento en 2009, según su fundador, Manoj Narang, recoge The Wall Street Journal. Una de las consecuencias de esta operativa masiva informatizada, en la que todos los programas se posicionan en la misma dirección con el objetivo de adelantarse al resto es lo que se llama flash crash.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Como del rayo

Acaba de fallecer un genio de la guitarra flamenca: Moraíto Chico, uno de los guitarristas más jondos, con permiso del Maestro de Algeciras, que he escuchado en los últimos tiempos. Un fuera de serie, un representante único de esa especial aristocracia del sentir flamenco que es la escuela jerezana.

Manuel Moreno Junquera (Jerez, 1956), más conocido como Moraíto Chico por la dinastía flamenca a la que pertenecía, ha fallecido esta mañana a consecuencia de una enfermedad en el hospital de Jerez. El guitarrista, nacido en uno de los barrios insignia del flamenco, el de Santiago, y acompañante durante numerosos años del cantaor José Mercé, era el máximo representante actual del estilo de toque jerezano, definido fundamentalmente por su peculiar sentido del compás. Sus restos mortales van a ser velados en el Tanatorio de Jerez, donde mañana se oficiará su funeral antes de ser enterrado en el cementario de la misma localidad.

Hijo de Juan Morao y sobrino Manuel Morao, un referente en el toque jerezano, ha dejado además un heredero en la guitarra, Diego del Morao, que recientemente ha publicado su primer disco en solitario de la mano del nuevo disco de Diego el Cigala para Warner y que ha sustituido a su padre en los últimos recitales que José Mercé tenía previstos y Moraíto no ha podido hacer por motivos de salud.

El guitarrista se despedía de los escenarios, sin saberlo, el pasado mes de enero, cuando ofrecía una actuación en solitario en Francia, en el Festival de Flamenco de Nimes. En España, sus últimos trabajados fueron para la televisión, ya que colaboraba en el programa que emitía Canal Sur El sol, la sal, el son, producido por el periodista Jesús Quintero. También sus dos actuaciones en la Bienal de Flamenco de Sevilla, en la que, en septiembre de 2010, además de participar en la gala de apertura (Historias de viva voz), presentó un espectáculo coral, con numerosos artistas jerezanos, y dirigido por él, Jerez, la uva y el cante.

Moraíto, muy admirado por su sabiduría acompañando al cante, que sabía escuchar y responder sin hacer grandes alardes técnicos pero con una gran sonoridad y sensibilidad, debutó a los 11 años en el festival que organizaba cada año en la plaza de toros su tío Manuel Morao. Desde entonces ha sido significado fundamentalmente por su faceta de acompañamiento al cante, aunque también ha dejado un par de grabaciones discográficas en solitario: Morao y oro (1992) y Morao, morao (grabado en 1.999 y reeditado, por Nuevos Medios, en 2005). Ha acompañado, con su guitarra, a multitud de cantaores además de José Mercé: desde los jerezanos La Paquera, Luis el Zambo, el Torta o La Macanita, a otros artistas como Miguel Poveda, Carmen Linares y un largo etcétera.

"Moraíto representaba a la más genuina escuela de toque jerezano", ha dicho sobre él la directora del Instituto Andaluz del Flamenco Mª Ángeles Carrasco. "Era respetuoso con la tradición, pero nunca estuvo aprisionado por ella". Paco Cepero, otro representante del toque jerezano, ha preferido resaltar las características personales del guitarrista fallecido. "Era un ser entrañable, que se había ganado la admiración y el cariño de todo el mundo, como artista y como persona, ya que era un pedazo de pan", ha declarado a Europa Press.

Ha recibido a lo largo de su carrera numerosos reconocimientos, como la Copa Jerez, otorgado por la cátedra de Flamencología de Jerez, en 1984. El último fue el reconocimiento otorgado por la Bienal de Flamenco de Sevilla en su edición de 2010, el Giraldillo a la Maestría, que recogió en su nombre su representante artístico, Antonio Pulpón.

martes, 9 de agosto de 2011

Diferente

En medio de la debacle de las bolsas y de la terrible sensación de orfandad ideológica, sorprende agradablemente que alguien tan joven insista en averiguar las cosas por sí mismo. No se trata de un "triunfito" de la vida, sino de alguien que quiere hablar con su propia voz. Alguien que ha comenzado a hacerse preguntas.

Javi Poves podría seguir ganándose la vida en el fútbol y con mejores ingresos que la mayoría de la gente de su edad, 24 años, pero la pasada semana decidió armonizar sus ideales y su vida. Poves, que jugó dos temporadas en Segunda División B con el filial del Sporting de Gijón y debutó en Primera en la última jornada de la pasada Liga, resolvió sus contradicciones de forma drástica: "¿De qué me sirve ganar 1.000 euros en vez de 800 si sé que se obtienen con el sufrimiento de mucha gente?"

Un puñado de detalles pusieron al entorno de Poves en la pista de la decisión que acaba de tomar. Los compañeros de equipo se sorprendían al ver cómo el defensa central se entretenía en los viajes y las concentraciones con libros como El capital, de Karl Marx, o Mi lucha, de Adolf Hitler. En las oficinas del club también se sorprendieron cuando pidió que anulasen el ingreso de su nómina por transferencia bancaria para que no se especulase con su dinero o cuando devolvió las llaves del coche que una firma comercial entregaba a los futbolistas del primer equipo porque con el suyo, un Smart, le bastaba.

Unas declaraciones de Javier Poves Gómez (Madrid, 28 de septiembre de 1986) al diario La Nueva España en junio pasado, en plena efervescencia del Movimiento 15-M, anticipaban su prematura retirada del fútbol profesional. Nada tenía que ver con su ostracismo, traducido en los únicos 10 minutos que Manuel Preciado le concedió en el partido final de la temporada anterior, intrascendente, en Alicante. Le quedaba un año de contrato, pero ya entonces barruntaba el adiós: "Cuando era pequeño, jugaba por amor al deporte, pero cuanto más conoces el fútbol más te das cuenta de que todo es dinero, de que está podrido, y se te quita un poco la ilusión".

A diferencia de los indignados que tomaron las calles y plazas la pasada primavera, Poves no cree en la vía pacífica para enfrentarse al sistema. Lo explicó muy gráficamente al portal Lainformación.com, en el que anunció su retirada: "En vez de tanto 15-M y tanta hostia, lo que hay que hacer es ir a los bancos y quemarlos, cortar cabezas. La suerte de esta parte del mundo es la desgracia del resto".

Tras cambiar impresiones con ellos en la plaza Mayor de Gijón, Poves no cambió su opinión sobre los indignados: "Es un movimiento creado a propósito por los medios de comunicación para canalizar ese malestar social que hay y para que esa chispa no se convierta en peligrosa e incontrolable para el sistema. Es un lavado de cara para el sistema capitalista, pero no un cambio radical".

En julio, mientras sus compañeros realizaban la pretemporada, Poves se fue a Mareo y firmó la rescisión de su contrato. Podría haber seguido jugando en Segunda B o en alguna Liga exótica, pero decidió desandar el camino que tomó hace unos años y volver a los estudios para cursar Historia por la UNED. Una materia que le ayude en su nuevo camino: "No tengo definido mi punto de vista. Lo que quiero es leer mucho e informarme de todo".

"Creo que lo llaman antisistema", reflexiona Poves cuando se le pide su adscripción ideológica: "El problema es que o eres de derechas o eres de izquierdas. Yo no soy de nada. Soy antitodo eso". Y, frente a su nueva realidad, sin el colchón de unos ingresos seguros, espeta: "Quiero conocer el mundo de verdad, saber lo que hay. Ir a África. Para eso no hace falta mucho dinero. He estado en Turquía en hoteles que costaban tres euros. No quiero vivir prostituido, como el 99% de la gente. Si no puedo tener una vida limpia en España, la tendré en Birmania. Donde sea".

sábado, 6 de agosto de 2011

Voy a darle de beber al dolor

De buena mañana

Detrás de cada temor se oculta un deseo.

viernes, 5 de agosto de 2011

Uma casa portuguesa

jueves, 4 de agosto de 2011

Esplendor en la hierba

Muchos años después, también por casualidad, otra vez un aeropuerto. Nosotros, que nos conocimos en el cielo.
¿Por qué nosotros? ¿Qué nos unía? Tan distintos. Tan condenadamente parecidos. Ella lleva de la mano a una niña de unos ocho años. El pelo negro y ensortijado. Rebelde. Con un aroma extrañamente familiar. ¿Melocotones, quizás?

Tuviste hijos lejos de mí.

... ¿Se me parece alguno...?

-María… supongo-

-Sí, soy María- dijo mirando con intensidad– Y juego sola…- agregó.

Se miraron. Rieron como tantas veces. La risa era la sutil materia que los mantenía adheridos al mundo.

Te veo muy bien. Tú también. Las cejas, siempre las cejas. Incorregible.

-¿Adónde vas?

-Pablo da un concierto en Roma. Voy a sentarme en la primera fila.

Fuimos a Roma, ¿recuerdas? Un invierno. Fotos. Como en Buenos Aires.
¿Cómo está Lisboa? O Tejo siempre está ahí. Nunca vivimos en Lisboa.

Last call.

Espera un segundo sólo. Miénteme. Dime que no has podido vivir sin mí todos estos años, que no has dejado de acordarte de nuestras noches de navegaciones hacia donde da la vuelta el aire.

-No he dejado de pensar en ti ni un solo día.
-He vivido como si estuviéramos juntos cada día.

En el cielo no saben de pasiones terrenales. Sólo se ocupan de almas.
¿Lograste subir las escaleras hacia atrás? ¿Desayunaste a medianoche?
Doña Lina está mayor. Siempre pregunta por ti, Carlos Mardel. Aún cree que volverás un día de estos: saliste del puerto de Lisboa para dar la vuelta al mundo y los vientos te devolverán a nosotras. Dice que Santo António se lo ha dicho.

Última llamada para el vuelo A342 con destino a Roma-Fiumicino.

Gli amori difficili. Tu sei italiana? Da dove…?

También yo en medio de esta niebla.

Empecemos de cero.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Castilla en directo

Bar de la Castilla Profunda. Seis y cincuenta de la tarde. Suenan grandes éxitos de los años setenta. Es como el Túnel del Tiempo. Calor que raja las piedras. Campanario de Iglesia con mártires de la Cruzada Nacional.

- ¿Qué tal el pito?- pregunta uno de lo parroquianos a otro con un grito que hiela la sangre- ¿¡Qué!!? ¿Funciona? ¿Sigue funcionando...?

- No, ya no…- responde el viejo, resignado. –Yo ya no pinto nada…-

- ¡¡Pues, córtalo, coño!!- le dice el otro, terapéutico.

Para el resto del mundo, Martin Rasskin desde Castilla La Piedra.

lunes, 1 de agosto de 2011

31 de julio

Ya está. Se cumplió el plazo. El hijo ordena su habitación, hace inventario de regalos. Te voy a echar de menos, dice. Se viste con la misma ropa que vino. Hablamos de todo lo que hemos hecho juntos en estos cuarenta días. El padre, que nunca fue buen futbolista, practicó y practicó sistemáticamente durante el invierno para enseñarle al hijo. ¿Lo que más me gustó de estos días? Que jugamos al fútbol juntos casi todos los días, papá, y todos los trucos que me enseñaste para darle al balón. El padre siente cómo se le ahuecan las tripas.

¿Cuánto falta? Aún queda una hora. Vamos despacio.

Pedimos dos fantas, como dos capitanes de diez años que regresan de explorar el río en bicicleta. Me mira a los ojos. Tiene la cara bañada en lágrimas. El padre desearía estar muerto. Cuarenta días pasan volando, querido. Se dirige al coche de su madre que incluye una figura de cera. Antes de llegar, se vuelve y corre a dar otro abrazo al padre.

Cuídate mucho, cariño. Contaré los minutos. Acaba julio. Ya está.

Tormenta de verano en mi esófago.