sábado, 27 de abril de 2013

La llegada de Karla

La llegada de Karla es una emocionante película del holandés Koen Suidgeest. Trata del primer año de existencia de una niña que nace y vive en las calles de Managua. En un parque habitado por drogadictos y jóvenes abandonados. Historias duras.

La película fue una apuesta personal de Koen y supuso una gran aventura, en compañía del excelente montador belga Jan de Coster. El que suscribe se encargó de la banda sonora. Trabajar con ellos ha sido un privilegio.

Koen me escribe hoy desde Managua. Karla está bien. Mejor que bien, me dice. Son cosas por las que vale la pena vivir. De alguna manera, la película fue una puerta de salida para la niña. Uno querría subir al barco a todos, a los que esta misma noche navegan solos.


"La llegada de Karla" en versión para TV se emite hoy sábado en "La noche temática" en la 2 de TVE y más tarde estará en "Televisión a la Carta".

viernes, 26 de abril de 2013

Pijos

Por fin alguien descubre que los pijos sirven para algo. Un testimonio esclarecedor. Escalofriante.

http://www.elmundo.es/elmundo/2013/04/26/barcelona/1366967606.html

jueves, 25 de abril de 2013

Cifras

España. 25 de abril de 2013.

16.634.700 personas trabajando.

El país tiene 47.059.533 de habitantes.

lunes, 22 de abril de 2013

Nicaragua carajo!

En Nicaragua la gente de mayor quiere ser poeta. Allí fui inmensamente feliz.

Europa tiene hemorroides en el alma.

En Nicaragua se puede vivir del amor.

Es una profesión socialmente reconocida.

Actualización del diccionario

Crisis es cuando tu vecino pierde su trabajo
Recesión es cuando pierdes tu trabajo

sábado, 20 de abril de 2013

Deudas

Que nadie te salve la vida.

jueves, 18 de abril de 2013

De bancos y zombies

Mi amigo Manuel me envía este bello texto poético sobre el gran logro de esta triste época: los bancos zombies.

¿Qué es la zombificación? A menudo sucede que cuando el Estado rescata a un banco, el dinero del contribuyente mantiene viva a una entidad de crédito que, sin ese dinero público, no podría sobrevivir. Al ser una entidad que se mantiene viva artificialmente, ese banco tiene problemas a la hora de encontrar clientes y operar con normalidad por lo que genera muy poco negocio. No concede créditos. No obtiene beneficios. A todos los efectos es un banco muerto que solo sigue con las puertas abiertas por las ayudas del estado. Pero al no generar negocio y no conceder créditos, no solo no contribuye a que el país salga de la crisis (que era una de las razones para mantenerlo vivo en primera instancia) sino que no obtiene beneficios, lo cual obliga al estado a seguir ayudando al banco. El banco es un muerto viviente. Un zombie bancario.

Como pasa con los zombies de las películas que viven de comer la carne de hombres vivos a los que, a su vez, convierten en zombies, al necesitar ayudas constantes del sector público, los bancos acaban arruinando al estado y al resto de la economía. Es decir: el Estado se endeuda para rescatar a los bancos, los bancos sobreviven pero son incapaces de generar negocio por lo que dejan de prestar a empresas y familias. Al desaparecer el crédito de la economía, se agrava la recesión lo cual hace perder más dinero al banco un dinero que debe ser sufragado, de nuevo, por el Estado.Y la rueda vuelve a empezar.

martes, 16 de abril de 2013

¡Gracias, mamá!

Susana Gutman es mi madre. El que suscribe debe su existencia a su generosidad y capacidad de sacrificio sin límites, ya que nos tuvo a mi hermano Diego y a mí a una edad muy temprana, cuando toca salir hasta altas horas de la madrugada. Tan temprana que coincidió con la época en que tenía que estar estudiando en lugar de cambiar pañales. Luego la vida se complica. Pero he aquí que mi madre, que actualmente cuenta con 45 y pico años de edad, está a punto de licenciarse en historia en la Universidad Autónoma de Madrid. Le quedan sólo dos asignaturas. La vida es un partido que hay jugar hasta los minutos del descuento.

Ole, ole y ole. ¡Que viva la madre que me parió!

Comparto con vosotros/ustedes un excelente trabajo de Susana Gutman, mi madre, futura licenciada y doctora, sobre los líderes populistas latinoamericanos. De esa extraña mezcla de líder omnisciente y caudillo paternal. Ahí están casos dignos de estudios psiquiátricos como el General Perón, un nazi más que convencido (que cuando vinieron mal dadas se exilió en la casa de otro fan de los nazis que saltó del barco en el último momento: el Generalísimo Franco), admirador confeso de la Wehrmacht y del régimen hitleriano que tras la derrota final de Alemania recibió con los brazos abiertos a notorios dirigentes nacionalsocialistas que escapaban por la conocida como ruta de las ratas (Eichmann y el Dr. Mengele entre ellos) y que, paralelamente, es el ídolo infalible, incontestable, eterno, de las capas más humildes de la sociedad y el talismán imperecedero de intelectuales argentinos -muchos de ellos de origen judío- de izquierda y ultraizquierda. Cualquier comentario sobre este tema genera reacciones viscerales y furibundas. Como si cuestionara a Dios. Al Dios de los ateos en ciertos casos. Muy extraño.

Cabe preguntarse qué habría sucedido si la suerte de la guerra hubiera sido distinta. Si el loco hubiera sido controlado por sus pares y la invasión de la URSS se hubiera cancelado o se hubiera llegado a un pacto en el este como ocurrió en 1917.

En fin. El realismo mágico no surgió por casualidad.


América Latina
De los caudillos del siglo XIX a los líderes populistas del siglo XX
por Susana Gutman Awgustowski


Historia de América II
Grupo 46
Curso 2011-2012

Introducción

      El extraordinario proceso de emancipación que tuvo lugar en el primer tercio del siglo XIX en las colonias españolas de América, no se distinguió precisamente por su uniformidad, sino que se iba cumpliendo de acuerdo a las características específicas de cada región. No obstante, los vigorosos aires de libertad que trajo la Ilustración, que se vieron plasmados en dos sucesos que cambiaron el mundo: la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica y la Revolución Francesa inspiraron asimismo, con desigual fortuna, los cambios que iban a tener lugar en el resto de los extensos y heterogéneos territorios del Nuevo Mundo.
       En la metrópoli, el vacío de poder que se originó durante la Guerra de la Independencia contra la invasión napoleónica, contribuía a aumentar las ansias de las élites ilustradas por introducir las reformas estructurales necesarias que permitieran la modernización del reino, objetivo principal que será esgrimido por las distintas Juntas provinciales y la Junta Suprema Central, que asumirá el control político y la representación del pueblo español, cuyas resoluciones estarán dispuestos a acatar los criollos de los virreinatos, proclamando también su adhesión a Fernando VII.
       En 1808 los representantes americanos en las Cortes de Bayona formulan una serie de peticiones: igualdad entre americanos y españoles; libertad de agricultura, industria y comercio; supresión de monopolios y privilegios; abolición de la nota de infamia sobre mestizos y mulatos y del tributo de los indios, de su servicio personal y del trabajo forzoso con sus limitaciones legales; supresión de la ceremonia del pendón real; representación en las Cortes que fiscalice las cuentas de Indias; separación de las funciones administrativas y judiciales (virreyes y gobernadores); creación de tribunales de apelación que eviten el recurso al Consejo de Indias; abolición de la trata de esclavos.[1] Ello evidencia con claridad la gestación y el avance en las colonias de un espíritu decididamente emancipatorio, que se traducirá en la formación de las respectivas Juntas de gobierno, al amparo de los antiguos Cabildos.
         Sin embargo, los resultados de las últimas investigaciones historiográficas señalan que los factores que desencadenaron este proceso fueron múltiples y complejos, con variadas características regionales y el entendimiento de las guerras libertadoras como revoluciones burguesas ha sido motivo de un amplio debate que no ha acabado de cerrarse[2], recibiendo en algún caso el nombre de “revoluciones inconclusas”. Algunos historiadores sostienen que, al menos en un primer momento, no todos los americanos reclamaban una ruptura total con el orden establecido por la monarquía ni un rápido acceso a la modernidad, aunque sí se detectaban tensiones regionales, desequilibrios entre los distintos sectores productivos, enfrentamientos entre los grupos de poder y la expansión de un cierto malestar social.[3]
         En cualquier caso, en el Nuevo Mundo ya se iban perfilando las condiciones necesarias para cambiar el Antiguo Régimen y establecer su independencia de los reinos peninsulares -España y Portugal- organizando los nuevos estados (aunque Brasil se estructuró inicialmente como una monarquía parlamentaria fue fundada como república en 1889). Ello no implica necesariamente unanimidad de pareceres ni la inmediata conformación de naciones democráticas.
         La andadura republicana no abandonó automáticamente la tradición establecida ni se plegó sin más a los dictados de la modernidad. Las oligarquías y la Iglesia seguían ocupando un lugar relevante y, a pesar de la adopción de constituciones liberales, inspiradas en la de los Estados Unidos  de Norteamérica de 1787 y la de Cádiz de 1812, las desigualdades sociales seguían existiendo. Las nuevas constituciones partían de considerar la existencia del contrato social y la soberanía popular, aunque algunas promulgadas en los primeros años tenían un sello autoritario y centralista.[4]
Así, en esas sociedades donde el desarrollo institucional se encontraba en fase embrionaria, surge la figura del caudillo encargado de llenar los vacíos de poder. La competición política se expresaba a través de conflictos armados y aquél que resultara vencedor regía los destinos de los hombres mediante la violencia y no gracias a los poderes heredados u obtenidos mediante la celebración de un proceso electoral.[5]
Consecuentemente, la génesis con que se construyeron estos estados soberanos no responde a principios democráticos sólidos, sino a la proliferación de redes clientelares, con relaciones de sumisión y adscripción a los modos caciquiles, cuya impronta se extendió al espacio político del siglo XX e incluso, en algunos países, existe en la actualidad con expresiones y características diferentes.
A través de este trabajo queremos señalar la conexión existente entre el papel autoritario de los caudillos del siglo XIX -poderosos en sus respectivos feudos donde controlaban la tierra, los hombres y los recursos- y los populismos que surgieron posteriormente, en el transcurso de la primera mitad del siglo XX en Argentina, México, Brasil y Cuba, ejemplos paradigmáticos donde, en nombre de la justicia popular y una acendrada defensa del nacionalismo patrio y la independencia económica, tuvieron lugar sucesivos gobiernos dictatoriales, con características singulares, que se erigieron en “salvadores de la patria” e intentaron sustentar su legitimidad con dosis similares de rigor y paternalismo.
Asimismo, resulta interesante destacar que tan fuerte fue la huella del caudillismo que sus valores perduran y, aun en los regímenes constitucionales, quedaron numerosos vestigios del pasado que durante el siglo XX fueron marcando poderosamente la trayectoria política.[6]
Una atenta mirada al proceso de formación de otros estados liberales del ámbito europeo también podría desvelar en los rasgos autoritarios, el nepotismo o la corrupción de las élites coincidencias de carácter universal, sin embargo, en algunos de los jóvenes países latinoamericanos esta influencia permanece vigente hasta nuestros días de manera peculiar -al punto de haber logrado consolidar un poderoso sustrato neopopulista- en el que lamentablemente aún encuentran caldo de cultivo para continuar nutriéndose y buscar cauces de expansión, tanto la demagogia como la violencia estatal.  

De los caudillos a los líderes populistas

En América Latina, la dictadura se convirtió en un punto de referencia habitual para los observadores de los procesos de independencia y asimismo, en una forma de gobierno practicada incluso por algunos libertadores.[7]Durante el siglo XIX los conceptos caudillo y dictador son equivalentes y hacen referencia a un poder personalizado. El caudillo entró en la historia como héroe local y los acontecimientos le convirtieron en jefe militar.[8] Su actuación se prolongó durante el período de anarquía que sobrevino con la posguerra, en los numerosos conflictos que surgieron por el enfrentamiento de los poderes internos antagónicos -liberales y conservadores en México; unitarios y federales en Argentina-, por las rivalidades entre diversos grupos de caudillos en Venezuela o por la colisión de intereses entre las diferentes oligarquías centroamericanas.
Proporcionando recompensas de todo tipo a quienes les apoyaban, los caudillos regionales, que utilizaban su liderazgo para conformar una suerte de estado patrimonial que manejaban a su antojo y prescindiendo del consenso popular, fueron creando una estructura política primitiva basada en la lealtad personal y en las relaciones clientelares de reciprocidad, convirtiéndola paulatinamente en un modelo de alianzas asimilado por la organización estatal que, para ejercer el poder, instaura un eficaz aparato burocrático. No obstante sus promesas, las masas populares pronto advirtieron que la auténtica naturaleza de estos caudillos respondía sobre todo a los respectivos intereses de las élites dominantes ya que, ante el menor atisbo de insubordinación, eran los encargados de ejercer una violenta represión para restablecer el orden público.
Una vez conseguido el poder los caudillos se mantuvieron en él, aupados por una coyuntura política impulsada por los liberales, cuyos gobiernos tenían que ser autoritarios, pero no necesariamente más democráticos. En cierto sentido conformaban una dictadura colectiva cuyo ideal era conseguir un gobierno presidencial fuerte.[9] A partir de la emancipación, muchos fenómenos particulares aunque no exclusivos de la vida política y social latinoamericana, como el latifundismo, el caudillismo, el militarismo y la corrupción se explican con el concepto de “herencia colonial”, que permite afirmar que América Latina es ingobernable y se encuentra en estado de postración y catástrofe debido a su raíz hispánica. (...) Sin embargo, no todos los países americanos funcionan igual y los procesos históricos y las fuerzas sociales han modelado culturas políticas diferentes.[10]  
La diferencia entre el antes y el después de la independencia era que los caudillos coloniales pertenecían a una sociedad poco militarizada, en contraste con lo ocurrido en los nuevos estados. La militarización fue necesaria en la búsqueda de un sistema democrático pero paradójicamente, una vez consolidado éste, constituyó una amenaza para el desarrollo de la democracia. Si la ruralización y la militarización convirtieron al caudillo en uno de los arquetipos latinoamericanos del siglo XIX, la inestabilidad política y el debilitamiento del poder central revalorizaron su figura, a tal punto que se erigieron en los garantes del orden y la cohesión social.[11]
En este aspecto, contamos con la justificación aportada por algunos historiadores, derivada de teorías positivistas como la de Comte, que consideraban imprescindible la actuación de gobiernos dictatoriales con apoyo popular y sustentados por una élite de tecnócratas, a efectos de alcanzar un grado de desarrollo y progreso social. En su libro “Cesarismo democrático” , el periodista e investigador Laureano Vallenilla formuló la idea de que la dictadura era natural y necesaria en un país como la Venezuela postcolonial, puesto que un gobierno urbano fuerte constituiría el único mecanismo de defensa capaz de salvaguardar el orden social, frente a la barbarie y los desmanes de la violencia subversiva que llevaban a cabo los grupos de llaneros provenientes del campo.
En su opinión respecto a los caudillos subyacía el concepto de gendarme necesario, del líder llamado a controlar a las masas, a establecer el orden y a mantener la paz.[12] Esta visión fue compartida por otros escritores latinoamericanos, que encontraban en la actuación de los caudillos, investidos de gran poder, la mejor manera de resolver los problemas internos y externos que existían en estas incipientes e inestables repúblicas donde, una vez descartado el sistema monárquico, los liberales se iban imponiendo frente a los conservadores tradicionales, pero siempre respondiendo a los intereses de la oligarquía.
Sin embargo, esta forma paternalista de ejercer el poder, desvinculado del estado de derecho mediante la coacción, la represión sistemática y la instauración de la violencia, derivó en la deslegitimación de las instituciones representativas, impidiendo durante mucho tiempo el desarrollo de las libertades civiles, el ejercicio de los derechos ciudadanos y el establecimiento de una verdadera cultura política amparada por la Constitución y las leyes.
Tras la década de 1850, los caudillos comenzaron a ser sustituidos por otra forma reincidente de autoritarismo, encarnada en el personalismo de la figura presidencial -de carácter populista y que obtiene la fidelidad de sus votantes a cambio de concederles algún beneficio- surgida como forma eficaz de imponer el liberalismo. Estos nuevos líderes asumirán, con total impunidad, el control de estados en los que habrá de triunfar la corrupción y donde no se respetarán los derechos humanos. Además impedirán el libre arbitrio democrático que podría desempeñar una efectiva división de poderes. Por otra parte, los mecanismos de corrupción y fraude implantados en las nuevas repúblicas eran similares a los usados en otros países donde ya se ejercía el sufragio, pero en Latinoamérica había que añadir la influencia proyectada por los caudillos o los terratenientes, que controlaban minuciosamente el proceso de elecciones para inclinarlo a su favor.
En los años posteriores a 1870, los países latinoamericanos experimentaron un creciente fenómeno de urbanización y una notable modernización, reflejada en la construcción de numerosas infraestructuras y la incorporación paulatina, aunque más tardía, de los nuevos adelantos tecnológicos que trajo consigo la Revolución Industrial. Ello posibilitó una optimización en la explotación de los recursos y un enorme desarrollo debido a su incorporación al mercado mundial y, sobre todo, al aumento de las exportaciones. Se estimuló asimismo el aporte de capitales extranjeros para sostener ese nuevo modelo económico, así como se arbitraron los medios para facilitar la llegada masiva de inmigrantes que, además de proporcionar su fuerza de trabajo, se convirtieron a su vez en consumidores potenciales, que también demandaban todo tipo de productos.
Obviamente, ni todos los países ni todos los sectores de la población se vieron beneficiados en igual medida tras la irrupción de esa prosperidad, que ante todo favoreció a las capitales y a las ciudades más importantes o a las que contaban con puertos que facilitaban la exportación, tanto de productos manufacturados como fundamentalmente de numerosas materias primas. No obstante, con el estímulo de una creciente actividad agropecuaria, minera e industrial, se produjo una gran movilización social y el surgimiento imparable de una importante y variopinta clase media, que comenzó a constituir poderosos grupos de presión, de los que surgiría la nueva clase política, normalmente aliada con intereses extranjeros donde no tenían cabida los caudillos tradicionales, dando lugar así a la proliferación de un nuevo modelo de dictador y a la aparición de otras formas más sutiles de clientelismo.
Esta nueva figura representará a los grupos económicos de poder, que reorientarán la economía hacia Inglaterra y hacia la nueva metrópoli: Estados Unidos, respondiendo al lema de “orden y progreso”, en defensa de los intereses de las oligarquías terratenientes[13], los comerciantes, los banqueros, los empresarios extranjeros y los burócratas. Para asegurar su sucesión, cosa que el caudillismo primitivo nunca consiguió, el método comúnmente utilizado era el golpe de estado, con toda la problemática que esto acarreaba. Los dictadores oligárquicos utilizaron incluso una mejor alternativa, el fraude electoral, mediante el cual podían ser reelegidos con frecuencia y así enquistarse en el poder la mayor cantidad de tiempo posible.
Asimismo, los nuevos jefes políticos obtenían los votos mediante favores personales y promesas concretas hechas a sus clientes, ya sean de carácter individual o que respondían a intereses económicos sectoriales. El sistema de patronazgo es inherente a los partidos políticos (...) y hace de ellos un núcleo de poder basado no en una estructura ideológica clara o en un programa coherente, sino en un centro de distribución de parabienes al estilo caudillista.[14]
Otro tipo de gobierno es el que proliferó en países centroamericanos como Guatemala y Nicaragua por ejemplo, donde se instalaron las dictaduras que daban prioridad al orden sobre el progreso, tendían a la corrupción más que a la modernización y sobrevivieron durante mucho más tiempo que su modelo. Centroamérica mantuvo, por varias razones, los moldes de la dictadura oligárquica hasta la revolución de la década de 1970.[15] 
A comienzos del siglo XX -y en años posteriores, en el dramático contexto desatado por la crisis de 1929- en gran número de países latinoamericanos se plantea la acuciante necesidad de crear otra estructura de poder, no sólo porque las viejas oligarquías comenzaban a declinar en las sociedades urbanas transformadas por la industrialización, sino porque las clases sociales emergentes también querían participar en las decisiones político-económicas. Los movimientos sindicales se movilizaron mediante importantes huelgas obreras para luchar por sus reivindicaciones e incluso para intentar el control del aparato estatal. Va tomando forma una nueva estructura gubernamental que reemplazará al estado oligárquico y se irá difundiendo en el subcontinente. Se trata del populismo, un régimen de carácter mistificador, que básicamente niega las libertades civiles y a la vez, en nombre de la justicia social, promociona un amplio movimiento migratorio desde el ámbito rural a las grandes ciudades, ayudando a las capas más desfavorecidas de la población a incorporarse a la vida económica, cultural y política del país. Así conseguirá el ferviente apoyo y la total fidelidad de un creciente número de aliados y seguidores.
Al mismo tiempo, las masas urbanas recién formadas, debido a su inexperiencia política y debilidad organizativa, son fácilmente movilizadas por liderazgos carismáticos, en nombre de ideologías demagógicas. En ese contexto se hace difícil, y hasta imposible, formar movimientos políticos típicamente liberales u obreros, según los modelos europeos.[16]El objetivo era preservar las relaciones de dependencia y controlar las fuerzas políticas emergentes en los centros urbanos en expansión.[17]
Un ejemplo representativo de populismo clásico lo constituye Brasil, donde Getulio Vargas recibe en 1930 el apoyo mayoritario de las masas populares, que depositan en él sus esperanzas para resolver los grandes problemas sociales originados por la crisis. Vargas se erige en hombre fuerte, a la manera de los antiguos caudillos, capaz de modernizar y sacar adelante al país, implantando un régimen proteccionista y estableciendo reformas que traerán considerables mejoras para los campesinos, pero dando un paso más, puesto que ya no se trataba de una sociedad de base eminentemente agropecuaria, sino que también logra extender su liderazgo al medio urbano industrial e instrumentalizar su poder mediante la formación de un partido político. En parte consigue favorecer a las masas pero, a cambio, su gobierno autoritario se prolonga durante varias reelecciones, merced a la legitimidad que le otorga una reforma constitucional que él mismo se encarga de imponer.
Un líder populista se identifica con la totalidad de la patria, la nación o el pueblo en su lucha contra la oligarquía.(...) El discurso y la retórica populista dividen en forma maniquea a la sociedad en dos campos políticos antagónicos: el pueblo versus la oligarquía.(...) No hay posibilidades de compromiso ni de diálogo. Es por esto que el populismo es anti statu quo, pero también antidemocrático pues en lugar de promover el reconocimiento del otro propugna su destrucción.[18]
Según la hipótesis desarrollada por el investigador Gino Germani, la conveniente manipulación de las masas de marginados, llevada a cabo por los líderes populistas a efectos de conseguir su docilidad y reclutamiento, resulta posible porque en esas sociedades de transición hacia la modernidad industrial las clases populares, recién constituidas en las periferias de las ciudades, no disponen todavía de las condiciones psicosociales, u horizonte cultural, que se suponen específicos del comportamiento urbano y democrático.[19] 
Entre 1930 y 1950, los poderes del gobierno con respecto a la economía es decir, el papel económico del Estado-nación latinoamericano, crecieron enormemente. En la mayoría de las naciones latinoamericanas, la experiencia de la depresión mundial condujo a la introducción de instrumentos de financiamiento anticíclico. (...) En muchos países se adoptaron medidas para “nacionalizar” la economía, para reducir la vulnerabilidad causada por la excesiva dependencia respecto al mercado mundial. (...) Los intereses políticos y económicos de las nacientes burguesías industriales nacionales se combinaron temporalmente con los intereses de amplios sectores de la clase media, del proletariado naciente y de los grupos que componen las profesiones liberales.[20] 
Este tipo de comportamiento nacionalista permitió y sostuvo la aparición y el desarrollo de distintos modelos de populismo, apoyados en fuerzas políticas heterogéneas que en esencia resultan antagónicas, dando lugar a una singular combinación entre el Estado, el partido gubernamental que lo sustenta y los sindicatos verticales que controlan a los trabajadores. En el juego con las masas asalariadas, el gobierno populista está obligado a poner en práctica o establecer las condiciones institucionales mínimas al ejercicio de la ciudadanía, por parte de esas masas.[21]

El gobierno populista de Perón en Argentina

En junio de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, un golpe de estado encabezado por varios generales y algunos jóvenes oficiales que formaban parte de la logia GOU,[22] derrocó al gobierno constitucional argentino pretextando que su ineptitud y debilidad generaron un vacío de poder que podría volcar peligrosamente al país hacia la izquierda[23]. Entre ellos comenzará a sobresalir la figura del coronel Juan Domingo Perón, más tarde ascendido a general, como su miembro más activo y destacado. Los militares se posicionaron, ocupando los principales órganos gubernamentales y los cargos públicos, irrumpiendo en la vida política del país con mano de hierro, a efectos de acallar la creciente agitación social, proscribir a los comunistas e intervenir las universidades, los sindicatos, los medios de comunicación y los demás partidos políticos, contando para ello con el apoyo de amplios sectores de nacionalistas reaccionarios y católicos integristas.
Dentro de las filas militares pugnaban dos tendencias opuestas: una simpatizaba con las potencias del Eje y la otra secundaba con fervor la posición neutral del país respecto a la guerra. Esta indecisión para apoyar abiertamente a los aliados provocó un enfrentamiento diplomático con Estados Unidos -que luego tendría consecuencias económicas- y un importante conflicto interno, resuelto con el ascenso de Perón al cargo de vicepresidente, tras desplazar a otros aspirantes, merced a su capacidad profesional, sus ambiciosas dotes organizativas y su clarividencia política. Sin embargo, a pesar de la ruptura oficial con el Eje, desde el momento en que Perón se afianzó en el poder se acentuó la inclinación nazi-fascista de la política internacional argentina y se brindó refugio en el país a jerarcas y criminales de guerra nazis.[24]
Su estadía en Italia como agregado militar, unos años antes de la guerra, concitó su admiración por el resultado de la aplicación de reformas laborales y mejoras para los trabajadores, mediante las cuales el régimen fascista había conseguido, astuta y demagógicamente, la aclamación de las masas populares. Ello le sirvió para tomar conciencia de la necesidad de volcarse a este numeroso y decisivo sector de la sociedad, atendiendo a sus crecientes demandas y reivindicaciones. Desde su cargo en la Secretaría de Trabajo, desplegó una intensa actividad en busca del consenso con sindicatos y políticos –apelando a la unidad de “todos los argentinos”- y comenzó a implantar numerosos avances en beneficio de la clase obrera[25], tanto en la ciudad como en el ámbito rural (en muchos casos se trataba simplemente de aplicar disposiciones legales ignoradas).[26]
Una vez terminada la guerra, aumenta la presión de la opinión pública a fin de acabar con el gobierno militar, ahondar los cauces democráticos y permitir la actuación de todos los partidos políticos, lo cual creó un pulso de poder entre las diversas facciones militares, cuyos miembros más intransigentes forzaron la renuncia de Perón, que ya comenzaba a resultar un personaje incómodo y poco fiable para los propósitos clasistas de la oligarquía y de los nacionalistas más recalcitrantes. Entonces, el pueblo llano lo reconocerá masivamente como su líder y responderá a esta actitud reaccionaria con una manifestación multitudinaria en la simbólica Plaza de Mayo, el 17 de octubre de 1945, para reclamar clamorosamente la libertad de Perón, -retenido en la isla Martín García- y su inmediata restitución a los cargos que venía desempeñando.
Este hecho resultó crucial para comprobar el absoluto grado de lealtad popular y la garantía de apoyos con que Perón contaba para presentarse, como candidato oficial, en las elecciones presidenciales que se iban a convocar a continuación. Según Germani, la alta movilización de las masas llegó a rebasar los mecanismos de integración del espectro político, al punto que se vio obligado a tolerar, en un principio,  la participación efectiva del pueblo de forma espontánea e inmediata y no a través de los elementos de una democracia representativa ya consolidada.[27]
Su gobierno llegará a constituir el paradigma del populismo clásico de mediados del siglo XX, que traerá un componente de cambios y elementos revulsivos capaces de superar las propias expectativas de quienes contribuyeron a ponerlos en marcha[28]. En 1946 obtuvo en las urnas un triunfo claro pero no abrumador, ya que en las grandes ciudades era evidente el enfrentamiento entre los trabajadores y las clases altas, pero en el resto del país las divisiones tuvieron un significado más tradicional, vinculado al peso de ciertos caudillos, al apoyo de la Iglesia o a la decisión de sectores conservadores de respaldar a Perón.[29]
No obstante existir cierto grado de oposición, se fue convirtiendo en un líder indiscutido y carismático que, haciendo gala de una gran intuición y considerables dotes de diplomacia e inteligencia, supo seducir a las masas mediante estratégicos discursos e implementó una alianza de clases -entre trabajadores, conservadores y nacionalistas-, puso en práctica una rígida política intervencionista en pos de la defensa de la soberanía nacional, apoyó una reforma constitucional, cuyo objetivo principal era el de poder perpetuarse en el gobierno y creó una ideología personalizada que manejaba a su conveniencia, a fin de legitimar sus acciones. Su apuesta por el corporativismo no concebía individuos libres o ciudadanos con derechos, sino que se trataba de una relación de intercambio y tutelaje: beneficios sociales a cambio de votos, disciplina y sumisión.
Como suele ocurrir con otros dictadores, el período inicial contó con el fuerte apoyo de grandes masas de población que incluía sectores heterogéneos, tanto del medio civil como del militar, hasta que se acabó la ficción de unidad ante la formación del Partido Peronista -elevado más tarde al rango de Doctrina Nacional- y su imposición como partido único, cuya pertenencia y afiliación resultaban indispensables para poder desempeñarse en cualquier ámbito relevante de la sociedad. Se produjo así una polarización social, donde se hacía hincapié en la antinomia “nosotros y los otros”. Asimismo, los dirigentes obreros iban advirtiendo que, detrás de las concesiones y los generosos aumentos salariales, se iban instrumentando las bases de un sindicato vertical controlado directamente por Perón.
A la par que se estimulaba el acceso del pueblo a la educación, al deporte y a las diversas manifestaciones culturales, todo estaba mediatizado por la propaganda, la autocensura, los textos laudatorios que enaltecían a la pareja presidencial[30] y la exaltación de ese modelo de Estado, que controlaba los medios de comunicación como la radio, la prensa[31], el cine y también la educación impartida en las escuelas primarias y los colegios secundarios, donde “La razón de mi vida”, el libro de Evita distribuido masivamente, se estableció como texto obligatorio. A modo de nexo de identidad, se rescató el folclore tradicional, se propició el encumbramiento de los personajes históricos -los  constructores de la patria- y se apoyó y difundió la cultura de carácter “popular”, que encontraba un vehículo idóneo en los grandes teatros estatales o comerciales, interesados en propalar una imagen de acendrado optimismo.   
Mostrando su oportunismo político había iniciado su actividad proselitista ofreciendo algo a cada sector que lo apoyaba (gremios, fuerzas armadas, Iglesia e industriales adictos al régimen). Pero los posteriores fracasos de su política económica, plagada de errores y corrupción, lo obligaron luego a aumentar el carácter totalitario de su gobierno.[32]
A pesar de que la aparición de una solvente clase media y la incorporación a las bases de los más humildes -cuyo número se incrementó considerablemente por la llegada de miles de personas que conformaron auténticos cinturones de miseria en torno a las grandes ciudades- sugirieran la presencia de un mayor desenvolvimiento cívico, la realidad era que se había conseguido anular cualquier disidencia o alternativa política dentro del juego democrático.
Igualmente se suprimió la autonomía de las universidades, se eliminó la participación de los estudiantes como delegados en los consejos y se ejerció una rigurosa vigilancia en las aulas y oficinas[33]. Como contrapartida se construyeron nuevos edificios, mejores infraestructuras y se decretó la gratuidad de la enseñanza, con lo cual se multiplicó el número de estudiantes universitarios que provenían de todos los sectores de la sociedad.
Durante su gobierno, Perón mantuvo relaciones diplomáticas y comerciales con Washington y Moscú, pero adoptando una vía intermedia de “tercera posición”, sin inclinarse decididamente por el capitalismo ni por el comunismo. En los años de posguerra los Estados Unidos, recordando el papel neutral jugado por Argentina, sostuvieron contra ésta un boicot sistemático obstaculizando la exportación de alimentos demandados por la hambrienta Europa, a fin de colocar sus propios productos agrícolas. Ello provocó en el país una situación de aislamiento que obligó a cambiar el modelo agroexportador, disminuir la producción agropecuaria –que estaba destinada fundamentalmente al consumo interno- y limitar las importaciones.
Hubo que arbitrar medidas de apoyo -sostenidas con las cuantiosas divisas obtenidas durante la guerra que posibilitaron la concesión de créditos y una amplia protección arancelaria- que estimularon el pleno empleo y un enorme crecimiento en todos los sectores de la industria nacional. A su vez, como símbolo de independencia económica ampliamente publicitada, en 1947 se nacionalizaron las empresas más importantes del país que estaban gestionadas con capital extranjero[34] como ferrocarriles, teléfonos, gas, electricidad [35] , flota mercante y aerolíneas.
La política monetaria y crediticia, así como el comercio exterior y los depósitos de todos los bancos, se manejaban desde el nacionalizado Banco Central, lo cual permitía, junto con la elaboración de un Plan Quinquenal para desarrollar la producción, un auténtico control del Estado sobre la economía. Por otra parte, la calidad de vida de los asalariados se elevó considerablemente mediante aumento de sueldos, extensos planes de vivienda asequible, construcción de escuelas, congelación de alquileres, ley de precios máximos, combate contra el agio y la especulación, etc.
Su esposa Eva Duarte de Perón, la sacralizada Evita[36], llevaba a cabo desde la Fundación que llevó su nombre y utilizando fondos públicos y aportes privados (no siempre voluntarios), una obra de gran magnitud dirigida a la atención de los necesitados (“descamisados”) extendida al resto del pueblo: asilos para ancianos y huérfanos, hospitales, escuelas, parques infantiles[37], campamentos juveniles, deportes, turismo, etc. Se repartían regalos y alimentos o se atendían las cotidianas peticiones efectuadas por largas colas de solicitantes. Se tomó una decisión histórica respecto a las mujeres, hasta entonces marginadas de la vida política, cuando entre otros derechos cívicos se reconoció su derecho al sufragio. Esta medida, que había sido reclamada desde 1907 por un comité de mujeres juristas, permitió una participación masiva del electorado femenino en las elecciones de 1951 e hizo posible un segundo mandato presidencial, ahora obtenido por mayoría absoluta.
Sin embargo, esta sociedad aparentemente justa y perfecta, se contraponía a los propósitos del líder, que consideraba que el Estado debía ser el ámbito donde se pudieran dirimir los conflictos entre los distintos sectores sociales. Esta línea se inspiraba en el modelo de Mussolini en Italia o Cárdenas en México y rompía con la concepción liberal. Implicaba una restauración de las instituciones republicanas, una desvalorización de los espacios democráticos y representativos y una subordinación de los poderes constitucionales al Ejecutivo.(...) Paradójicamente, un gobierno surgido de una de las escasas elecciones inobjetables que hubo en el país recorrió con decisión el camino hacia el autoritarismo. El régimen tuvo una tendencia a “peronizar” todas las instituciones y a convertirlas en instrumentos de adoctrinamiento. La forma más característica y singular de la política de masas eran las movilizaciones y concentraciones, ya no espontáneas sino convocadas, con suministro de medios de transporte y control de asistencia.[38] 
Los cambios operados en la coyuntura internacional, junto al desgaste en la marcha de la economía interna -traducido en continuos conflictos y huelgas obreras- más un fuerte enfrentamiento con los miembros de la jerarquía eclesiástica[39] -alarmada por la sanción de una ley de divorcio y la imposición del laicismo en las escuelas- pusieron fin a la primera etapa reformadora del gobierno justicialista y comenzaron a horadar el andamiaje peronista, agravado sustancialmente tras la muerte de Evita en 1952.
Perón mantuvo desde entonces una conducta errática y comenzó a perder el control del gobierno. A pesar de mostrar intentos de apertura y acercamiento a otros partidos políticos, estos resultaron infructuosos y, como respuesta a una serie de complots y atentados que el gobierno atribuyó a las fuerzas anti-peronistas, se desató una violenta campaña de represión contra los disidentes y hubo numerosas detenciones de militantes y dirigentes políticos, gremiales y estudiantiles, algunos de los cuales sufrieron crueles torturas o fueron asesinados. 
A partir de aquí Perón tendrá que enfrentarse a una difícil situación, ya que se produjo un evidente estancamiento del sector industrial, clave para el régimen, debido a la obsolescencia de la maquinaria y a la falta de competitividad. Las reservas acumuladas de oro y divisas se consumieron rápidamente, endeudando al país y obligando a numerosos ajustes en el gasto público. Se congelaron los contratos colectivos y creció la inflación, lo que dio paso a un período de crisis que acabó con la prosperidad económica y originó desórdenes y protestas, tanto de la derecha como del ala más radical del propio partido peronista. Ello posibilitó un avance conjunto de los conspiradores ansiosos por derrocar al líder populista[40] y, con el beneplácito de la oligarquía terrateniente y agropecuaria, el apoyo incondicional de la Iglesia, de algunos sectores de la burguesía conservadora y de gran parte de las Fuerzas Armadas, en 1955 se consideró llegado el momento propicio para provocar un levantamiento.
Tras un primer intento, en el que oficiales de la Marina y la Fuerza Aérea ordenaron bombardear la Plaza de Mayo y ocasionaron la muerte de cientos de  manifestantes que habían sido congregados, los sublevados se rindieron. El presidente, que se había refugiado en el Ministerio de Guerra, declaró solemnemente que “dejaba de ser el jefe de una revolución y pasaba a convertirse en el presidente de todos los argentinos”.[41] Pero ya todo resultaba inútil, pues las tropas que aún permanecían leales al Ejército de Tierra no pudieron sofocar un segundo ataque, esta vez triunfante.
Es interesante destacar que, en estos momentos decisivos y determinantes del auténtico valor personal, muchos militantes peronistas afiliados a la CGT[42] e incluso algunos sectores de la oposición, acudieron a pedir armas al presidente para impedir la toma del poder por parte de los militares, pero éste se las negó y, tras algunas vacilaciones, presentó su renuncia el 20 de septiembre, prefiriendo refugiarse en la embajada de Paraguay e iniciar desde allí un largo exilio por varios países hasta recalar en Madrid[43], desde donde continuó ejerciendo un liderazgo a distancia sobre sus partidarios, que acudían a verle en una suerte de reverente peregrinación.
Lo que se dio en llamar Revolución Libertadora, asumió desde ese momento la dirección del país, dando comienzo a una intermitente sucesión alternada de gobiernos constitucionales y de facto. Mas la ideología fundada por el líder populista continuaba esperanzando, desde la clandestinidad, a una buena parte del pueblo. En 1973, un Perón ya anciano y enfermo pero reclamado vehementemente por sus partidarios, regresó a la Argentina para asumir su tercera presidencia, que sólo duró unos meses y estuvo signada por permanentes conflictos entre peronistas de tendencias antagónicas.
Su primera acción consistió en la descalificación pública de los grupos radicales de izquierda que demandaban la aplicación de una auténtica justicia social, lo cual desató una ola de enorme violencia por ambas partes que, tras su muerte, desembocó en un terrorismo de estado con una orgía de amenazas, delaciones, persecuciones y asesinatos, llevados a cabo por las fuerzas parapoliciales de la denominada Alianza Anticomunista Argentina (la tristemente famosa AAA) que actuaron impunemente durante el gobierno de Isabelita, su esposa y sucesora.  
En marzo de 1976, la cúpula de las Fuerzas Armadas resolvió nuevamente hacerse cargo de la caótica situación e invocando el objetivo de “salvar a la nación”, dará comienzo a lo que llamaron el proceso de reorganización nacional. Tomaron el poder mediante otro golpe de estado que inmediatamente derivó en la recordada como “guerra sucia” y resultó ser el preludio de una ominosa cadena de encarcelamientos, asesinatos, torturas y miles de desapariciones forzosas a manos de siniestras Juntas Militares, bendecidas por la jerarquía eclesiástica, que secuestraron las libertades, obligaron a muchos a tomar el camino del exilio e hirieron profundamente a la sociedad argentina.

Conclusión

Durante los años de dictadura, la economía fue sometida a las leyes del neoliberalismo y, tanto el despilfarro oficial como la corrupción generalizada, llevaron la deuda externa del país a cotas insostenibles. En 1983 se recuperó por fin el ejercicio de la democracia y de los derechos civiles pero, aún en la actualidad, así como en otros países latinoamericanos tienen lugar gobiernos neopopulistas, en la Argentina persiste tenazmente un peronismo con nuevos bríos y distintos matices, que conserva y esgrime buena parte del ideario populista que oportunamente había encumbrado a su líder y fundador.    

Bibliografía

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Susana Gutman Awgustowski
Grupo 46 - Curso 2011-2012



[1] Kinder, H. y Hilgemann, W., Atlas Histórico Mundial (II), Akal, Madrid, 2006, p. 55.
[2] Pérez Herrero, P., [Cuadernos de Historia Contemporánea, 32], 2010, pp. 51-72.
[3] Ibídem.
[4] Malamud, C., Historia de América, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 335.
[5] Lynch, J., Caudillos en Hispanoamérica, 1800-1850, Editorial Mapfre, Madrid, 1993, p. 19.
[6] Ibídem, p. 529.
[7] Ibídem, p. 23.
[8] Ibídem, p. 496.
[9] Ibídem, p. 504.
[10] Malamud, C., Historia de América, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 328.
[11] Ibídem, p. 332.
[12] Lynch, J., Caudillos en Hispanoamérica, 1800-1850, Editorial Mapfre, Madrid, 1993, p. 518.
[13] Constituidas por propietarios de inmensas extensiones en manos de pocas familias.
[14] Ibídem, p. 531.
[15] Ibídem, p. 525.
[16] Ianni, O., La formación del estado populista en América Latina, Ediciones Era, México, 1980, p. 40.
[17] Ibídem, p. 75.
[18] De la Torre, C., Los significados ambiguos de los populismos latinoamericanos, en Álvarez Junco, J. y González Leandri, R., (comps.), El populismo en España y América, Catriel, Madrid, 1994, p. 5-7.
[19] Ianni, O., La formación del estado populista en América Latina, Ediciones Era, México, 1980, p. 35.
[20] Ibídem, p. 136.
[21] Ibídem, p. 139.
[22] Grupo de Oficiales Unidos.
[23] Temor a que se extendieran los postulados comunistas de la III Internacional.
[24] Christensen, J.C., Historia argentina sin mitos, De Colón a Perón, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1990, p. 616.
[25] Mejora del régimen de jubilaciones, vacaciones pagadas, medicina y seguridad social, cobertura en accidentes de trabajo, contratos colectivos, cooperativas de consumo, etc.
[26] Romero, L. A., Breve historia contemporánea de Argentina, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1998, p. 143.
[27] Mackinnon, M. y Petrone, M., Los complejos de Cenicienta, en Mackinnon, M. y Petrone, M., (comps.), Populismo y neopopulismo en América Latina: el problema de la Cenicienta, Eudeba, Buenos Aires, 1999, p. 9.
[28] Ibídem, p. 21.
[29] Romero, L. A., Breve historia contemporánea de Argentina, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1998, p. 150.
[30] “Perón cumple, Evita dignifica”, un eslogan ampliamente difundido.
[31] Algunos periódicos fueron expropiados o entregados a profesionales adictos al régimen.
[32] Christensen, J.C., Historia argentina sin mitos, De Colón a Perón, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1990, p. 633.
[33] Se llegó a exigir un “certificado de buena conducta” para proseguir los estudios.
[34] Sobre todo las controladas por capital británico.
[35] Sólo algunas compañías del interior sin incluir a la que abastecía la Capital Federal.
[36] Su labor se detallaba permanentemente en los medios de comunicación y en los libros  escolares, contribuyendo así a crear la imagen de “hada benefactora”.
[37] En todos los parques y plazas se difundía un eslogan rubricado por Perón y Evita: “Los únicos privilegiados son los niños”.
[38] Romero, L. A., Breve historia contemporánea de Argentina, Fondo de Cultura Económica, México, DF, 1998, p. 164-193.
[39] En Argentina funcionaba una Iglesia de carácter muy conservador y retrógrado.
[40] Anteriormente hubo varios intentos pero fueron sofocados.
[41] Ibídem, p. 192.
[42] Confederación General de Trabajadores.
[43] Instalándose en su residencia de Puerta de Hierro.