martes, 12 de febrero de 2019

Insomnios

El insomnio es una metáfora de la muerte. Cada hora trae un recuerdo nuevo, alguien que ya no está se sienta a conversar contigo. Un amigo que ceba unos mates y te convida uno.
-Amargo y bien caliente. Gracias, viejo... ¿cómo andás, qué tal todo por ahí?
-Está medio jodido encontrar yerba.
-¿Pero qué clase de paraíso es ese...?
-Además... no hay milongas nocturnas y San Pedro no mira con buenos ojos los abrazos cerrados. Dice que una cosa lleva a otra y después hay legiones de almas desencarnadas que quieren volver a la Tierra. No hay sexos, el cielo es unisexual: los espíritus tienen el aspecto propio de unos cefalópodos tornasolados. Bailar con otro pulpo asexuado, ya me dirás... En las cortinillas suena "Por una cabeza" y surge el problema de cabecear, porque es fácil pifiarla y darle a otro cefalópodo. Entonces se arma la de Dios es Cristo y aparece la Policía Militar del cielo repartiendo hostias como panes. Algunos escapan a los férreos controles angélicos y toman posesión del alma de ciertos milongueros. Pero todo paga peaje... se vuelven malos, oscuros.
-Qué cosa, che...
-Los milongueros con cara de malo, los que van dando lecciones de "cómo se hace", como si alguien tuviera la útima palabra en una danza que se ha ido haciendo en el camino y de la que existen tantas versiones como bailarines, en lugar de dejar vivir a la gente en paz, los que de puro macho no saludan a nadie. Ojito. Esos son los ángeles caídos. Arriba los buscan. Si caen fulminados por un rayo invisible en la tanda de Caló es que los han localizado y vienen a cobrar...
-Mirá vos. Pasame otro matecito... dale.
Esta semana han subido tres amigos a verme, vivos, no vayan a creer... Como resido en Laponia, que también existe, tomarse la molestia de venir un rato a conversar es prueba de amor incondicional.
¿Qué te llevo? me preguntan. ¿Necesitas algo de la ciudad? Traeme unos bolígrafos, si quieres. Folios tengo, tranqui. Cada día que pasa necesito menos cosas materiales. Con clientes como yo Amazon se hunde.
Descubro que como soy medio ermitaño los amigos esperan algún tipo de consejo o iluminación por mi parte. Siento decepcionarlos: la soledad no produce sabiduría. La soledad, el insomnio, el suicidio. No son metáforas, son avanzadillas de la muerte, columnas de ingenieros militares que exploran, que preparan el avance de las tropas de infantería: los que cartografían el terreno.
La vida, la alegría, dependen de gestos mínimos. La inesperada amabilidad de los extraños.
La mayor parte del tiempo realizamos labores mecánicas, propias de un autómata. Porque eso es hacerse adulto, que las cosas no te hieran, que la vida no te toque. Unos lo logran. Otros se quiebran antes de tiempo.
Hoy he visto imágenes de un pibe que paseaba por las calles de Kuala Lumpur de la mano de su padre. No tendría mucho más de 9 o 10 años. De repente, el chico se suelta de la mano porque ve a un niño más pequeño pidiendo limosna con su madre, sentados ambos en el suelo. Son seres invisibles.
El chiquito está descalzo, con la mirada ida. No conoce otra cosa. El niño mayor se quita los zapatos y los calcetines y se los pone al más pequeño. No piensa en lo que hace, no teoriza, no da lecciones morales ni echa la bronca a nadie. Se limita a sostener el equilibrio del mundo.
La capacidad de conmoverse ante las desgracias o las debilidades de los demás es una de las cualidades propias de la edad de la inocencia.
La distancia entre el niño que fuimos, el que da el cariño porque sí, y esto que somos, con nuestras cicatrices, nuestro temor al dolor y nuestro egoísmo ilimitado, determina si aún estamos vivos o somos muertos que continúan pagando facturas.

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