Salgo de casa. Voy a cortarme el pelo. Todavía tengo... ¿qué es lo peor que se puede decir de mí como ser humano? Veamos... ya está. Que estoy perdiendo pelo en la coronilla. El resto, un poema...
Como vivo donde acamparon las tropas de El Cid antes de reconquistar Wad-al-hidjara para la Cristiandad y eso fue todo lo que pasó en los últimos mil años, tengo que tomar un autobús para llegar hasta un centro comercial. Al carecer de automóvil por decisión propia desde hace casi doce meses conozco a todos los conductores de la línea.
Ninguno como Paco (nombre ficticio, no sea que lo expedienten). Soy un solitario empedernido y agradezco esos momentos de contacto humano, pero lo de Paco se sale del molde.
—¿Pa dónde vas, Martín?
—Al centro comercial, a cortarme el pelo...
Seguimos hablando de la caló, le pregunto por su familia, me dice "no se quejan", yo le contesto "buena señal". La conversación es castellana, sin demasiado gregré para decir "Gregorio". Al grano, coño. Tierra estupenda.
Cuando llegamos a la terminal y se baja el pasaje, Paco me dice... "shhhhh... quieto parao... que te llevo". Y el tío pilla el autobús de línea y me lleva hasta el mamotreto comercial que está al otro lado de la autopista y que andando desde la terminal treinta minutos a paso ligero no me los quita nadie. Estamos en julio, polvo, sudor y hierro, las tropas de El Cid cabalgan...
Y ahí íbamos los dos en un autobús gigante para nosotros solos, partiéndonos de risa como si tuviéramos quince años, derrapando en las curvas. ¡Viva tu estampa, Paquito! Estas cosas solo ocurren en España. País cojonudo.
Me deja a 300 metros. Que no quiero que me vea el jefe de compras, que tiene la oficina ahí mismo. Jaja, qué tío. Y se fue a toda pastilla para llegar a tiempo a la terminal.
Mi peluquero es otro tipo estupendo. Todavía no le he pillado bien el punto, pero es un buen chaval. Bastante más joven que yo, está tatuado hasta las cejas y lleva algunos mensajes algo enigmáticos, presumiblemente de inspiración satánica.
Afirma que cuando me corto el pelo infundo respeto y parezco un Don de la mafia. Cuánta razón.
Esta vez lo noté triste y taciturno. Sábado. Había una cola enorme de gente esperando.
—¿Estás bien?
—Mi padre falleció hace unos días.
—No... ¿cómo fue?
—Ya estaba mal el hombre, pero no esperábamos que sucediera tan pronto.
Necesitaba hablar. Así que le presté toda mi atención. La gente tendrá que esperar.
—Por atrás te paso la maquinilla que hace mucho calor. ¿Al dos...?
—Venga. Con dos.
—Fue todo un número. Me llamaron estando en el trabajo. Mi hermano pasó de todo. Se llevaban fatal y hacía años que no se hablaban. Solo apareció cuando se trató del tema de la herencia. Encima se cabreó porque apenas dejó nada... Será mamón. Tuve que vestir el cuerpo yo solo, como se hacía en los pueblos... no me lo quito de la cabeza...
Y se quebró. Terminó su trabajo. Me dejó un poco trasquilao, así que en esta ocasión más que infundir respeto provoco risa, pero dadas las circunstancias no dije ni mú.
Le di un abrazo, que estaba pidiendo a gritos, se calmó y me sonrió.
Hasta la próxima. Cuídate mucho.
Fui a por vino. También yo necesitaba un abrazo. O dos.
lunes, 8 de julio de 2019
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