Parecía inmortal. A su manera, lo es. A escasos días de cumplir 105 años, el genial arquitecto brasileño Óscar Niemeyer ha muerto. Y ha muerto como los grandes: en el escenario, en el andamio, trabajando en nuevos proyectos. Hasta el último suspiro. Como Picasso, Alberti, Billy Wilder o tantos otros que ensancharon los límites de la realidad.
Sabido es que Niemeyer constituye un hito en la arquitectura y, por extensión, en la cultura del siglo XX. Verle dibujar a mano alzada es contemplar un milagro de armonía e inspiración: el triunfo de la curva sobre la línea recta. Poeta del hormigón armado, llevó las ideas de Le Corbusier a nuevas cotas de gloria. Siempre más allá.
Su obra tienen el don de la profundidad: no da lugar a la indiferencia, sentimiento mucho más destructivo que el odio y más poderoso que la admiración.
Óscar Niemeyer es una clase de artista -en sus manos, la arquitectura adquiere un aliento artístico y una dimensión ética por encima del concepto de utilidad. La arquitectura es un modo de estar en el mundo, un arma de largo alcance- que, en la era de la hiperespecialización, ya no se estila: el artista humanista, profundamente comprometido con la realidad. Con la transformación social de esa realidad.
La grandeza de un ser humano se mide por la capacidad de sufrimiento que contribuye a erradicar de este mundo. Todo lo demás es material descartable. Insignificante.
Óscar Niemeyer no descansa ni está en paz. Queda tanto por hacer...
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sábado, 8 de diciembre de 2012
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