A nadie se le escapa que vivimos tiempos límite. En realidad, sí. A los pijos, los betos (en Portugal), a los fresitas o a los chetos. A los hijos de papá nada les importa esta crisis: ellos siguen viajando y consumiendo que es para lo que han venido a este mundo. De cuando en cuando la gente se harta y afila las guillotinas. Entonces Pijolandia se pone mustia. Por aquí, María Antonieta. No, usted no, Don Luis Capeto. Venga mejor por aquí.
Durante los últimos 120 o 150 años Europa y, por extensión el mundo occidental, ha experimentado un proceso de desarrollo único en la historia. Hemos crecido de forma espectacular y hemos duplicado la esperanza de vida.
A mi modo de ver, esta crisis es una inmejorable oportunidad de replantear los fundamentos básicos de nuestra organización social. La cuestión central es la irracionalidad del consumo en Occidente (consumo que, por otro lado, está lejos de proporcionar felicidad) y, al mismo tiempo, la necesidad de crecer en otras partes del mundo especialmente desvaforecidas para reequilibrar la balanza.
El consumo es lo que tira del carro de nuestra economía liberal. En tiempos de crisis como los que vivimos desde hace tres años los propios gobiernos cierran el grifo de la inversión pública -influyendo negativamente sobre el nivel de gasto de las familias, ya que el número de personas que dependen directa o indirectamente de los dineros gubernamentales es enorme- pero al mismo tiempo desean que la población siga consumiendo igual o más que en tiempos de tranquilidad ya que, en caso contrario, esto se hunde.
Y ahí es donde radica el problema: hemos estado creciendo a tasas del 3 por ciento y del 9 o 10 por ciento en los países del BRIC, pero el mundo sigue siendo el mismo: las reservas de petróleo o de carbón son las que son. El planeta no "crece" al mismo ritmo. Por si esto fuera poco, cada año que pasa hay sobre la Tierra 70 millones más de seres humanos.
CRECER, uno de los dogmas sacrosantos del capitalismo. ¿Crecer hasta dónde y hasta cuándo? Y sobre todo, ¿a costa de qué? Es como esa isla de basura que flota entre San Francisco y Hawaii, que no para de crecer. Un símbolo del futuro.
Hay que parar el carro y aprovechar este tiempo de crisis para repensar el sistema en su totalidad. RESET. Una parte del mundo (los privilegiados) ha de reducir ostensiblemente sus niveles de consumo y la otra (los marginados), ha de elevarlo hasta alcanzar un umbral de bienestar aceptable.
Esto no va a ocurrir por arte de magia, sino que resulta necesario un cambio radical en la actitud de la población y la consecuente presión sobre los gobiernos.
Mientras los gobiernos estén supeditados a los intereses de las empresas comerciales las cosas seguirán empeorando. ¿Hasta cuándo? Hasta que la Tierra aguante. Se habla del peak-oil, del cénit del carbón, etc. Lo que parece que se tiene escasamente en cuenta es que no podemos seguir consumiendo como lo estamos haciendo, ni contaminando la Tierra de esta manera. Nos lleva directamente al desastre.
La solución no es cambiar coches de gasolina o gasoil por coches eléctricos. La solución es racionalizar los niveles de consumo y reducirlos a la mínima expresión. El noventa y cinco por ciento de las cosas que nos rodean son prescindibles. El modelo más claro es el teléfono móvil (celular en América). Nos venden aparatos a los que han practicado vudú que apenas duran 18 meses o menos. Las marcas introducen nuevos modelos con toda clase de bobadas que hacen a su vez que la gente consuma más y sus cuentas de telefonía sean cada vez más abultadas. El modelo del teléfono es extrapolable a toda clase de gadgets y utensilios domésticos. Cosas que se rompen pronto. Pantallas de televisión gigantes para llenar los vacíos existenciales.
En los ochenta nunca dejé de ver a mis amigos por no tener teléfono móvil. Es más, tengo la impresión de que nos veíamos y hablábamos más, mucho más. Raúl, Fausto, Jaime, Fernando... éramos todos capitanes de quince años.
En la España de hoy hay 47 millones de habitantes y 56 millones de teléfonos móviles que, fundamentalmente, sirven para decir "estoy cruzando la calle en este momento", "voy hacia Sol por Arenal", cuando no para utilizar el botón de disculpa cliché: "Llego tarde, estoy en un atasco". Se me olvidaba: también sirve para destruir parejas y dinamitar hasta el último átomo de vida independiente. La infidelidad es cosa del pasado. Parece un invento de El Vaticano. O sea que condón no pero teléfono móvil sí. Mediante los modernos GPS también pueden rastrear tu posición exacta. En todo momento. Diabólico.
El enemigo número uno es la publicidad, que debería estar prohibida por ley, ya que se trata de una actividad criminal: conduce al peor crimen que puede cometer un ser humano, que no es otro que malgastar la vida en gilipolleces persiguiendo un ideal basado exclusivamente en la felicidad material.
Cuando era estudiante no disponía de dinero suficiente para comprar libros ni adquirir partituras. Obviamente, no había teléfonos móviles ni disponíamos de coche propio y cuando adquiríamos un pantalón o unas zapatillas era un acontecimiento social ya que todos los amigos caíamos en la cuenta, por lo inusual, de la existencia de la nueva prenda. Recuerdo las fantásticas ediciones de Schott o de Max Eschig que miraba con ganas de que se vinieran conmigo a casa. Por entonces, frecuentaba las bibliotecas. La municipal de Avenida de los Toreros, la de la propia Universidad o la Nacional. Si se trataba de partituras, iba a la Biblioteca Musical, que primero estaba en la calle Imperial, cerca de la Plaza Mayor, y luego se trasladó al Conde Duque. Nunca dejé de leer nada que tuviera que leer. Recuerdo todos esos viajes con inmenso cariño. En transporte público, naturalmente.
No podemos contar con los gobiernos en esta nueva etapa (en realidad, nunca hemos podido contar con ellos). La racionalización del consumo implica, entre otras muchas cosas, la eliminación FISICA del aparato de televisión de nuestras vidas. Se trata de un veneno mucho más letal que el mercurio o el plomo.
Es como la cuestión de la amplificación en los conciertos. Por muy alta que sea la calidad de dicha amplificación desvirtúa absolutamente el elemento emocional, lo colorea, lo desvaloriza. Hay una diferencia esencial entre tocar un instrumento tradicional y apretar una serie de botones. Pongo un ejemplo que conozco de primera mano: cuando toco una guitarra española es como si el sonido saliera de mí, mientras que cuando media un sistema de amplificación, se produce una despersonalización, una alienación sonora. Es como si el sonido surgiera en otro lado. Así, en el proceso de la comunicación median elementos espúreos y las vibraciones no se dirigen directamente al alma. Eso es para otra discusión.
Vivimos encerrados en la caverna platónica a cal y canto. La televisión escupe sus barbaridades cotidianas y creemos que se trata de la realidad. El resto del tiempo está dedicado a Internet, a las redes sociales o a enviar SMS con el móvil. Si vamos al mar o al campo hacemos lo indecible por permanecer conectados. Siempre conectados, como si fuera a suceder algo que pudiese cambiar radicalmente nuestras vidas, una señal del cielo: Movistar te regala los SMS en fin de semana. ¡Apúntate por un euro llamando al 7777!
El modelo de educación que supone aprender a tocar un instrumento es lo contrario a la ética del beneficio que impera hoy en día. ¿Quién está dispuesto a invertir horas y horas durante no menos de veinte años para alcanzar un resultado que por definición es incompleto, ya que un mayor grado de conocimiento implica una exigencia superior y el aprendizaje no tiene fin?
En nuestro mundo todo ha de suceder ya, de un día para otro. La riqueza, la acumulación, el consumo desaforado. Tolerancia cero a la frustración.
El turismo de masas es otro indicador del espanto. La gente paga para "encontrarse como en casa", negando la esencia del viaje desde el principio. El mismo MacDonalds de Glasgow está en Benidorm. EL MISMO.
Más allá del uso de fuentes alternativas de energía, lo que no puede continuar es este despilfarro estúpido con ciudades colapsadas y calefacciones a todo gas. Un simple paseo nocturno por Madrid o sus alrededores revela una cantidad inaudita de oficinas cuyas luces están encendidas a deshoras. Cuanto más gastas, más importante eres. Como los gobiernos nos incitarán a consumir más y más, hay que organizarse.
He aquí un punto de partida para iniciar el diálogo:
1.- Invito a todos los lectores de este blog a destruir sus aparatos de televisión en una ceremonia ritual a las 12 GMT del día 1 de diciembre próximo. Se oficiará una celebración dionisíaca en la ribera del Manzanares. No olvidar las ínfulas. Después, Casa Mingo invita a pollo con sidra para todos. Habrá tangos y pasodobles.
2.- Hay que crear un comité de racionalización del consumo, junto con un movimiento ciudadano para la erradicación de la publicidad.
3.- Los niveles de consumo de energía en Occidente deben descender un 50 por ciento como mínimo para reequilibrar el reparto. Hay que empezar ya (obviamente, seguido de las prácticas de separación y reciclaje).
4.- Es preciso replantear la figura del teletrabajo y la necesidad de desplazar diariamente a una parte importante de la población para que viva su vida en un edificio enfermo soportando las "ocurrencias" del jefecillo de turno. Nadie debe aguantar ni la más mínima afrenta. Hay que educar a las personas para que no dependan de los demás.
5.- Hay que SIMPLIFICAR la vida. Lo simple es deseable, lo complejo abominable.
Empecemos por eliminar la televisión (llevo 3 años sin el monstruo de Leganés -la versión chulapa del famoso monstruo escocés-, vale, sí, está bien, cuando llegó el Mundial fui a ver los partidos en los bares, lo confieso...)
Después hay que replantearse el uso del coche. Será el siguiente en caer.
Vamos, que debajo del asfalto sigue estando la playa!
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martes, 23 de noviembre de 2010
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