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miércoles, 5 de agosto de 2020

Por un bistec

Un relato de Jack London

Con el último trozo de pan, Tom King limpió la última partícula de salsa de harina de su plato y masticó el bocado resultante de manera lenta y meditabunda. Cuando se levantó de la mesa, lo oprimía el pensamiento de estar particularmente hambriento. Sin embargo, era el único que había comido. Los dos niños en el cuarto contiguo habían sido enviados temprano a la cama para que, durante el sueño, olvidaran que estaban sin cenar. Su esposa no había comido nada, y permanecía sentada en silencio, mirándolo con ojos solícitos. Era una mujer de la clase obrera, delgada y envejecida, aunque los signos de una antigua belleza no estaban ausentes de su rostro. La harina para la salsa la había pedido prestada al vecino del otro lado del hall. Los dos últimos peniques se habían usado en la compra del pan.

Tom King se sentó junto a la ventana en una silla desvencijada que protestaba bajo su peso, y mecánicamente se puso la pipa en la boca y hurgó en el bolsillo lateral de su chaqueta. La ausencia de tabaco lo volvió consciente de su gesto y, frunciendo el ceño por el olvido, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos, casi rituales, como si lo agobiara el peso de sus músculos. Era un hombre de cuerpo sólido, de aspecto impasible y no especialmente atractivo. La tosca ropa estaba vieja y gastada. La parte superior de los zapatos era demasiado débil para las pesadas suelas que, a su vez, tampoco eran nuevas. Y la barata camisa de algodón, comprada por dos chelines, tenía el cuello raído y manchas de pintura indelebles.

Pero era la cara de Tom King lo que revelaba inconfundiblemente a qué se dedicaba. Era la cara de un típico boxeador por dinero, de uno que había estado durante largos años al servicio del cuadrilátero y que, por ello, había desarrollado y acentuado todas las marcas de las bestias de pelea. Tenía un semblante particularmente sombrío, y para que ninguna de sus facciones pasara inadvertida, iba bien rasurado. Los labios carecían de forma y constituían una boca hosca en exceso, como un tajo en la cara. La mandíbula era agresiva, brutal, pesada. Los ojos, de movimientos lentos y con pesados párpados, carecían casi de expresión bajo las hirsutas y tupidas cejas. En ese puro animal que era, los ojos resultaban el rasgo más animal de todos. Eran somnolientos, como los de un león: los ojos de una bestia de pelea. La frente se inclinaba abruptamente hacia el cabello que, cortado al ras, mostraba cada protuberancia de la horrible cabeza. Completaban el cuadro una nariz dos veces rota y moldeada por incontables golpes, y orejas deformadas, hinchadas y distorsionadas al doble de su tamaño, mientras la barba, aunque recién afeitada, ya surgía de la piel, dándole al rostro una sombra negra azulada.

Era realmente la cara de un hombre al que temer en un callejón oscuro o un lugar solitario. Sin embargo, Tom no era un criminal, ni había cometido nunca un acto delictivo. Más allá de algunos altercados, comunes en su modo de vida, no le había hecho daño a nadie. Ni tampoco había provocado reyertas. Era un profesional, y reservaba toda su brutalidad combativa a las apariciones profesionales. Fuera del ring era lento, afable y, en los días de su juventud, cuando el dinero abundaba, había sido tan manirroto que terminó perjudicándose. No era rencoroso y tenía pocos enemigos. La pelea era un negocio para él. En el ring pegaba para dañar, pegaba para herir, pegaba para destruir, pero no había animosidad en ello. Era una mera profesión. El público se reunía y pagaba para ver el espectáculo de dos hombres que se noqueaban. El ganador recibía la mayor parte de la bolsa. Cuando Tom King enfrentó a Woolloomoolloo, el Patán, veinte años antes, sabía que la mandíbula de su contrincante llevaba apenas cuatro meses recuperándose después de una fractura durante un combate en Newcastle. Y Tom se había concentrado en esa mandíbula y la volvió a fracturar en el noveno round, no porque abrigara malos deseos respecto del Patán, sino porque era el medio más seguro de noquearlo y ganar su parte de la bolsa. Tampoco el Patán abrigaba malos deseos contra él. Así era el boxeo, ambos lo sabían y lo aceptaban.

Tom King nunca había sido locuaz. Se sentó junto a la ventana, silencioso y taciturno, mirándose las manos. Las venas sobresalían, grandes e hinchadas, y los nudillos, golpeados, deformados tumefactos, daban testimonio del uso que les daba. Nunca había oído decir que la edad de una persona era la edad de sus arterias, pero conocía muy bien el significado de aquellas venas grandes y sobresalientes. Su corazón había bombeado demasiada sangre a gran presión a través de ellas. Ya no hacían su trabajo. Habían perdido elasticidad y, por la distensión, él ya no tenía resistencia. Se cansaba rápidamente. Ya no podía soportar veinte rounds, mazazos y pinzas, pelea, pelea, pelea, pelea, de campana a campana, golpe tras golpe, ser llevado contra las cuerdas y a su vez llevar al oponente contra las cuerdas, golpes más feroces y más rápidos en el último round, el vigésimo, con la sala a sus pies y aullando, y él mismo precipitándose, castigando, esquivando y propinando una lluvia de golpes y recibiendo una lluvia de golpes a cambio, y todo el tiempo con el corazón bombeando fielmente la sangre por las venas. Las venas, hinchadas en ese momento, siempre se habían encogido luego, aunque no del todo: cada vez, imperceptiblemente al principio, quedaban un poquito más grandes que antes. Las miró y miró sus nudillos tumefactos y, por un momento, tuvo la visión de la joven excelencia de aquellas manos, antes de que el primer nudillo se incrustara en la cara de Benny Jones, también conocido como el Terror Galés.

La sensación de hambre volvió a invadirlo.

—Pero ¿por qué no puedo conseguir un bistec? —murmuró en voz alta, apretando sus grandes puños y escupiendo un ahogado juramento.

—Intenté con Burke y con Sawley —dijo su esposa, como disculpándose.

—¿Y no me fían? —preguntó él.

—Ni medio penique, Burke dijo que… —balbuceó ella.

—¡Diablos! ¿Qué dijo?

—Que con lo que te daría Sandel esta noche tendrías suficiente, que no quería aumentar tu cuenta.

Tom King gruñó, pero no contestó. Estaba ocupado, pensando en el perro de pelea que había sido en los días de su juventud y al que había alimentado con incontables bistecs. Burke le habría dado crédito para mil bistecs en aquel entonces. Pero los tiempos eran otros. Tom King estaba envejeciendo y los hombres maduros que peleaban en clubes de segunda clase no tenían la esperanza de pagar sus deudas con los comerciantes.

Se había levantado por la mañana añorando un bistec, y la añoranza no se había disipado. No había tenido un entrenamiento adecuado para esa pelea. Era un año de sequía en Australia, los tiempos eran difíciles y hasta resultaba arduo encontrar un trabajo irregular. No tenía sparring y su alimentación no había sido la mejor, ni siempre suficiente. Durante algunos días había trabajado como peón y había corrido alrededor de la propiedad por la mañana temprano para poner en forma las piernas. Pero era difícil entrenar sin sparring, y con una esposa y dos niños que alimentar. El crédito con los comerciantes apenas había aumentado un poco cuando se planeó su pelea con Sandel. El secretario del Gayety Club le había adelantado tres libras —de la parte del perdedor— y se había negado a darle más. De tanto en tanto se las había arreglado para pedir unos pocos chelines a algún viejo amigo, que habría sido más generoso si no fuera un año de sequía y no estuviera él mismo en dificultades. No —y era inútil ocultárselo—, su entrenamiento no había sido satisfactorio. Habría necesitado mejor alimentación y menos preocupaciones. Además, cuando un hombre tiene cuarenta años, es más difícil ponerse en condiciones que cuando tiene veinte.

—¿Qué hora es, Lizzie? —preguntó.

Su esposa atravesó el hall para averiguarlo, y más tarde regresó.

—Las ocho menos cuarto.

—Empezarán la primera pelea en pocos minutos —dijo él—. Apenas un combate de prueba. Luego habrá cuatro rounds entre Dealer Wells y Gridley, y diez rounds entre Starlight y un marinero. No tardarán más de una hora.

Al final de otro silencio de diez minutos, Tom se puso de pie.

—La verdad, Lizzie, es que no he tenido un entrenamiento adecuado.

Fue a buscar el sombrero y se dirigió a la puerta. No le dio un beso —nunca lo hacía al salir—, pero aquella noche, ella se atrevió a besarlo, abrazándolo y obligándolo a inclinar su cara hasta la de ella. Parecía muy pequeña al lado de aquel gigante.

—Buena suerte, Tom —dijo—. Tienes que ganarle.

—Sí, tengo que ganarle —repitió él—. Eso es todo. Tengo que ganarle.

Sonrió, tratando de ser cariñoso, mientras ella se apretaba aún más contra él. Por encima de los hombros de ella podía ver la habitación vacía. Era todo lo que tenía en el mundo, junto con una renta atrasada, y ella y los niños. Y estaba a punto de salir esa noche para conseguir carne para su hembra y sus cachorros —no como un moderno obrero que va a su grilla mecánica, sino de una manera antigua, primitiva, real, animal: peleando por ello.

—Tengo que ganarle —repitió, esta vez con un atisbo de desesperación en la voz—. Si gano, serán treinta libras, y podré pagar todo lo que debo, y sobrará un poco de dinero. Si pierdo, estoy fregado, ni siquiera me quedará un penique para volver en el tranvía. El secretario me dio todo lo que corresponde por perder. Adiós, mujer. Volveré directo a casa si gano.

—Y te estaré esperando —le dijo ella a través del hall.

Dos millas lo separaban de Gayety, y mientras caminaba recordó que en sus días victoriosos —una vez había sido el campeón de los pesados en Nueva Gales del Sur— se habría desplazado en taxi al combate y que, muy probablemente, algún admirador seguidor habría pagado el taxi y lo habría acompañado. Eran Tommy Burns y aquel negro yanqui, Jack Johnson —ellos iban en automóviles—. ¡Y él ahora iba a pie! Y, como lo sabe cualquiera, dos millas no son el mejor preliminar para una pelea. Era un tipo ya maduro, y el mundo no se portaba bien con los maduros. No sabía hacer nada, excepto el trabajo de peón, y la nariz rota y las orejas hinchadas no lo ayudaban demasiado. Se encontró a sí mismo deseando haber aprendido algún oficio. Habría sido mejor a largo plazo. Pero nadie se lo había aconsejado y, en lo profundo de su corazón, sabía que, de todos modos, no habría hecho caso. Había sido tan fácil. Mucho dinero —peleas cortas y gloriosas—, períodos de descanso y de entrenamiento —un séquito de obsecuentes, las palmadas en el hombro, los apretones de manos, los ricachones contentos de pagarle un trago por el privilegio de cinco minutos de charla—, y la gloria, el público aullante, el final de torbellino, el árbitro diciendo «¡Ganador: King!», y su nombre en las columnas de deporte al día siguiente.

¡Qué buenos tiempos aquellos! Pero ahora se daba cuenta, en ese día lento y caviloso, de que él era uno de esos boxeadores viejos a los que había noqueado. Él era la Juventud, el ascenso; y ellos eran la Edad, la decadencia. No sorprendía que hubiera sido sencillo: ellos, con las venas hinchadas y los nudillos tumefactos, y cansados hasta los huesos por las largas batallas que habían librado. Recordaba la época en que había noqueado al viejo Stowsher Bill, en Rush-Cutters Bay, en el decimoctavo round y que después el viejo Bill había llorado como un bebé, en el vestuario. Quizá Bill tenía deudas. Quizá tenía en casa a una mujer y a un par de chicos. Y quizá Bill, el mismo día de la pelea, había tenido hambre de un bistec. Bill había recibido una increíble paliza. Ahora que él mismo estaba en desgracia podía ver que, aquella noche, veinte años antes, Stowsher Bill había corrido más riesgos que el joven Tom King, quien había peleado por la gloria y por el dinero fácil. No era una sorpresa que Stowsher Bill llorara en el vestuario.

Bueno, para comenzar, un hombre tenía en él solamente una cantidad determinada de peleas. Era la ley de hierro del deporte. Un hombre podía tener cien peleas duras; otro, apenas veinte; cada uno de ellos, de acuerdo con su contextura y sus fibras, tenía un número definido y, cuando las había peleado, estaba acabado. Sí, él había tenido más peleas que la mayoría de ellos, y había librado más de las que le correspondían —el tipo de peleas difíciles, agotadoras, que llevaban el corazón y los pulmones al punto de reventar, que terminaban con la elasticidad de las arterias y convertían en nudos recios de los músculos la flexibilidad de la Juventud, que destruían los nervios y la resistencia, y hacían que el cerebro y los huesos se agotaran por el exceso de esfuerzo—. Sí, su carrera era mejor que la de ellos. No quedaba ninguno de sus antiguos compañeros de pelea. Era el último de la vieja guardia. Había visto cómo acababan todos ellos, y hasta había intervenido en acabar con algunos.

Lo habían probado con los boxeadores viejos, y a uno tras otro los había puesto fuera de combate —riéndose cuando lloraban en el vestuario, como el viejo Stowsher Bill—. Ahora, el boxeador viejo era él, y a los jóvenes los probaban con él. Como a ese tipo, Sandel. Había llegado desde Nueva Zelanda, donde tenía un buen récord. Pero no todos en Australia sabían de él, de modo que lo pusieron a pelear contra el viejo Tom King. Si Sandel daba un buen espectáculo, le propondrían mejores hombres contra los cuales pelear, mejores bolsas que ganar; todo ello dependía de que pudiera librar una feroz batalla. Tenía mucho que ganar —dinero, gloria y carrera—; y Tom King era el canoso obstáculo que se interponía en el camino a la fama y la fortuna. Y no tenía nada que ganar, excepto treinta libras, para pagar al propietario y a los comerciantes. Y mientras Tom King razonaba de este modo, se agregó a su impasible visión la imagen de la Juventud, la gloriosa Juventud, elevándose exultante e invencible, de músculos flexibles y piel de seda, con el corazón y los pulmones que nunca se agotaban y que se burlaba de la limitación de los esfuerzos. Sí, la Juventud era Némesis. Destruía a los boxeadores viejos y no le importaba que, al hacerlo, se estuviera destruyendo a sí misma. Agrandaba las arterias y machacaba los nudillos, y a su vez era destruida por la Juventud. Pues la Juventud es siempre joven; solamente la Edad envejecía.

En Castlereagh Street giró a la izquierda, y tres cuadras después llegó a Gayety. Un grupo de jóvenes gandules que esperaban en la puerta le abrieron paso con respeto, cuando oyó a uno que le decía al otro: «¡Es él! ¡Es King!».

Dentro, en el camino al vestuario, se encontró con el secretario, un joven de mirada penetrante y facciones astutas, quien le estrechó la mano.

—¿Cómo te sientes, Tom? —preguntó.

—Afinado como un violín —respondió King, aunque sabía que estaba mintiendo, y que si él hubiera tenido una libra, la daría con gusto allí mismo por un buen bistec.

Cuando salió del vestuario, con los segundos detrás de él, y llegó al corredor que conducía al cuadrilátero en el centro de la sala, brotó un estallido de saludos y aplausos de la muchedumbre que esperaba. Tom agradeció los saludos a izquierda y derecha, aunque conocía pocas de las caras. La mayoría eran las caras de muchachos que no habían nacido cuando él ya estaba ganando sus primeros laureles en el ring. Dio un ligero salto hasta la plataforma elevada y se deslizó entre las cuerdas hacia su esquina, donde se sentó en un banco plegadizo. Jack Ball, el árbitro, se acercó a estrecharle la mano. Ball era un púgil venido a menos que no se había subido al ring hacía más de diez años para una pelea principal. King estaba contento de tenerlo como árbitro. Ambos eran boxeadores viejos. Si tenía que forzar un poco las reglas con Sandel, sabía que podía contar con que Ball lo pasara por alto.

El árbitro presentó a los jóvenes pesos pesados novatos que subieron al ring, uno después de otro. También proclamó los desafíos.

—El joven Pronto —anunció Ball—, del norte de Sídney, reta al ganador de esta pelea por cincuenta libras de apuesta.

El público aplaudió y volvió a aplaudir cuando el propio Sandel saltó entre las cuerdas y se sentó en su esquina. Tom King lo miró a través del ring con curiosidad, pues en pocos minutos estarían trabados en un combate sin piedad, y cada uno de ellos trataría con todas sus fuerzas de noquear al otro y dejarlo inconsciente. Pero era poco lo que podía ver, pues Sandel, como él mismo, llevaba pantalones y una sudadera sobre la ropa de boxeo. Su cara era muy atractiva, y estaba coronada por una mata crespa de cabello rubio, mientras su cuello, grueso y musculoso, dejaba adivinar un cuerpo magnífico.

El joven Pronto fue a una de las esquinas y luego a la otra, estrechó las manos de los principales y luego bajó del ring. Los desafíos continuaban. Entre las cuerdas siempre subía la Juventud —Juventud desconocida, pero insaciable—, y le gritaba a la humanidad que, con fuerza y destreza, se las vería con el ganador.

Algunos años antes, en el apogeo de su invencibilidad, King se había divertido y aburrido con tales preliminares. Pero ahora las presenciaba fascinado, incapaz de apartar la vista de la Juventud. Esos jóvenes ascendentes en el boxeo siempre estaban saltando al ring entre las cuerdas y clamando su desafío; y siempre se los enfrentaba con boxeadores viejos. Trepaban hasta el éxito sobre los cuerpos de los viejos. Y siempre venían, más y más jóvenes —la Juventud ávida e irresistible—, y siempre acababan con los viejos, se convertían ellos mismos en boxeadores viejos y recorrían el mismo camino descendente, mientras que, detrás, presionando, estaba la Juventud eterna: los nuevos chicos, que crecían ambiciosos y capaces de arrastrar a sus mayores, con más chicos detrás de ellos en el fin de los tiempos. La Juventud tiene su propia voluntad y eso nunca morirá.

King miró hacia la cabina de la prensa y saludó a Morgan, del Sportsman, y a Corbert, del Referee. Luego extendió las manos, mientras Sid Sullivan y Charley Bates, sus segundos, le calzaban los guantes y los ataban, observados de cerca por uno de los segundos de Sandel, quien primero examinó críticamente las bandas sobre los nudillos de King. Un segundo de este se hallaba en la esquina de Sandel, haciendo lo mismo. Sandel se quitó los pantalones y, mientras estaba de pie, se quitó la sudadera por la cabeza. Y Tom King, al mirarlo, vio a la Juventud encarnada, de ancho pecho, fuertes tendones, con músculos que serpenteaban como cosas vivas bajo la blanca piel satinada. Todo el cuerpo estaba animado de vida, y Tom King sabía que era una vida que nunca había perdido su frescura a través de los dolientes poros durante las largas peleas en que la Juventud paga su tributo y sale menos joven que al entrar.

Los dos hombres avanzaron hasta encontrarse y, cuando sonó la campana y los segundos estuvieron fuera del ring con los bancos plegables, estrecharon las manos e inmediatamente adoptaron su actitud de pelea. Enseguida, como un mecanismo de acero y resortes disparado por un gatillo, Sandel avanzó y retrocedió, descargando una izquierda a los ojos, una derecha a las costillas, esquivando un contraataque, bailoteando ligeramente hacia atrás y bailoteando amenazante hacia adelante. Era rápido e inteligente, y estaba dando una exhibición deslumbrante. El público aullaba de admiración. Pero King no se dejaba deslumbrar. Había peleado demasiados combates con demasiados jóvenes. Valoraba los golpes por lo que eran: demasiado rápidos y demasiado hábiles para ser peligrosos. Evidentemente, Sandel apresuraría las cosas desde el comienzo. Había que esperarlo. Era el método que tenía la Juventud, que gastaba su esplendor y su excelencia en rebeldías salvajes y ataques furiosos, agobiando al oponente con su propio, ilimitado estallido de fortaleza y deseo.

Sandel iba y venía, de aquí para allá, por todas partes, ligero de pies e impaciente, una maravilla viva de carne blanca y precisos músculos que se trenzaba en una deslumbrante fábrica de ataques, deslizamientos y saltos, como una nave que volaba de acción en acción y a través de miles de acciones centradas en la destrucción de Tom King, que se interponía entre él y la fortuna. Y Tom King resistió pacientemente. Conocía el boxeo y conocía a la Juventud y sabía que la Juventud ya no le pertenecía. Pensó que no había nada que hacer hasta que el otro perdiera algo de ese fervor, y se sonrió mientras esquivaba deliberadamente para recibir un pesado golpe en la parte superior de la cabeza. Era una astucia, aunque absolutamente aceptable de acuerdo con las reglas del boxeo. Se suponía que un hombre tenía que cuidar de sus propios nudillos y, si insistía en pegar al oponente en la parte superior de la cabeza, lo hacía por su cuenta y riesgo. King podría haber esquivado más bajo y dejado que el golpe se perdiera en el aire sin daño alguno, pero recordó sus propias primeras peleas y cómo golpeó su primer nudillo en la cabeza del Terror Galés. Estaba iniciándose apenas en el deporte. Ese esquive contaba para uno de los nudillos de Sandel. No es que a Sandel le importara ahora. Continuaría, soberbio y despreocupado, golpeando tan fuerte como siempre a lo largo de toda la pelea. Pero luego, cuando las largas batallas del ring comenzaran a hablar, lamentaría aquel nudillo y miraría hacia atrás y recordaría cómo lo había estrellado contra la cabeza de Tom.

El primer round fue para Sandel, y toda la sala aullaba por la rapidez de sus arremolinados ataques. Agobió a King con avalanchas de puñetazos, y King no hizo nada. Nunca conectó un golpe, se contentó con cubrirse, bloquear y esquivar, y provocar el clinch para evitar el castigo. Ocasionalmente hacía una finta, sacudía la cabeza cuando el peso de un puñetazo daba en el blanco y se movía impasiblemente hacia atrás, sin saltar ni rebotar para evitar el gasto de energía. Sandel debía agotar la espuma de la Juventud antes de que la Edad discreta pudiera atreverse a la represalia. Todos los movimientos de King eran lentos y metódicos, y sus ojos de pesados párpados y casi inmóviles le daban el aspecto de estar dormido o aturdido. Sin embargo, eran ojos que lo veían todo, que habían sido entrenados para ver todo a través de sus veinte años y pico en el ring. Eran ojos que no pestañeaban ni oscilaban ante un golpe inminente, sino que observaban fríamente y calculaban la distancia.

Sentado en su esquina durante el minuto de descanso al final del round, Tom se recostó hacia atrás, estirando las piernas, con sus brazos descansando en el ángulo recto de las sogas, con su pecho y abdomen jadeando franca y profundamente, mientras tragaba el aire aventado por las toallas de sus segundos. Escuchó con los ojos cerrados las voces de los espectadores:

—¿Por qué no peleas, Tom? —gritaron varios—. No le tendrás miedo, ¿no?

—Tiene los músculos paralizados —oyó comentar a un hombre en uno de los asientos de las primeras filas—. No puede moverse más rápido. Dos a uno para Sandel, en libras.

La campana sonó y los dos hombres avanzaron desde sus esquinas. Sandel cubrió tres cuartos de esa distancia, dispuesto a comenzar; pero King se contentó con avanzar una distancia más corta. Estaba en consonancia con su táctica de economía. No había entrenado bien y no había tenido lo suficiente para comer; cada paso contaba. Además, ya había caminado dos millas hasta el ring. Era una repetición del primer round: Sandel atacaba como un torbellino y el público preguntaba indignado por qué King no peleaba. Más allá de las fintas y de varios golpes deliberadamente lentos e ineficaces, no hizo nada salvo bloquear, enfriar la pelea y provocar el clinch. Sandel quería acelerar el ritmo, mientras que King, en su sabiduría, se negaba a acomodarse a él. Hizo una mueca de nostálgico pathos con su semblante tumefacto, y siguió resguardando la energía con el celo del que solo la Edad es capaz. Sandel era la Juventud, y la desperdiciaba con el munificente abandono de la Juventud. El dominio del ring seguía perteneciendo a King, gracias a la sabiduría adquirida en largos y dolorosos combates. Miraba con ojos fríos, moviéndose lentamente y esperando que la espuma de Sandel se disipara. Para la mayoría de los espectadores, parecía que King se sentía superado, y gritaban su opinión en las apuestas de tres a uno a favor de Sandel. Pero algunos, más sabios, unos pocos, conocían al King de otros tiempos y cubrieron las ofertas, que consideraban dinero fácil.

El tercer round empezó como todos, desparejo: Sandel lideraba y propinaba todo el castigo. Medio minuto había pasado, cuando Sandel, demasiado confiado, dejó una abertura. Los ojos de King y su brazo derecho centellearon al mismo instante. Fue su primer golpe real —un gancho, con el brazo rotado para volverlo rígido y con todo el peso del cuerpo a medias pivoteado—. Era como un león supuestamente dormido que de repente lanzaba un zarpazo. Sandel, alcanzado en un lado de la mandíbula, cayó derribado como un novillo. El público se sobresaltó y aplaudió de espanto. Después de todo, King no tenía los músculos paralizados, y podía lanzar un golpe como un mazazo.

Sandel quedó muy sentido. Giró sobre un lado e intentó levantarse, pero los agudos chillidos de sus segundos lo retuvieron para que aprovechara la cuenta. Se incorporó sobre una rodilla, listo para levantarse, y esperó, mientras el árbitro estaba de pie junto a él, contando los segundos en voz alta. A la cuenta de nueve se levantó en actitud ofensiva, y Tom King, frente a él, lamentó que el golpe no hubiera alcanzado más certeramente la mandíbula. De haber sido un nocaut, podría haber llevado las treinta libras a su casa para su mujer y sus hijos.

Los últimos minutos del round transcurrieron con el respeto de Sandel por su oponente y con King lento en sus movimientos y con los ojos somnolientos como siempre. Cerca del cierre del round, King, alertado por los segundos que esperaban agachados para saltar entre las cuerdas, llevó la pelea a su propia esquina. Y cuando sonó la campana, se sentó inmediatamente en el banco, mientras Sandel tuvo que caminar en diagonal por el cuadrilátero para volver a su rincón. Era una pequeñez, pero la suma de pequeñeces contaba. Sandel se vio obligado a caminar aquellos pasos de más, renunciar a aquella energía y perder una parte del precioso minuto de descanso. Al comienzo de cada round, King se arrastraba lentamente desde su esquina, forzando a su oponente a avanzar una distancia mayor. Al final de cada round, King maniobraba la pelea hacia su propio rincón, para poder sentarse de inmediato.

Transcurrieron otros dos rounds, en los cuales King era parsimonioso en su esfuerzo y Sandel, pródigo. El intento de este último por forzar un ritmo más rápido incomodó a King, pues un porcentaje de los múltiples golpes que llovieron sobre él dieron en el blanco. Sin embargo, King persistió en su lentitud tenaz, a pesar de los gritos de los exaltados para que avanzara y peleara. Nuevamente, en el sexto round, Sandel se descuidó, y nuevamente la temible derecha de Tom King restalló contra la mandíbula, y nuevamente Sandel aprovechó los nueve segundos de la cuenta.

Hacia el séptimo round, la buena condición de Sandel había desaparecido y debió acomodarse a la pelea más dura de su carrera. Tom King era un boxeador viejo, pero el mejor entre los que había encontrado, uno que nunca perdía el temple, uno notablemente hábil en defensa, y cuyos golpes tenían el impacto de una maza, con la posibilidad de un nocaut en ambos puños. Sin embargo, Tom King no se atrevía a pegar con frecuencia. Nunca olvidaba sus nudillos tumefactos, y sabía perfectamente que cada impacto contaba si quería que los nudillos le duraran toda la pelea. Cuando se sentó en su esquina, mirando al contrincante, tuvo el pensamiento de que la suma de su sabiduría y la juventud de Sandel podrían constituir un campeón mundial de pesos pesados. Pero ese era el problema. Sandel nunca se convertiría en un campeón mundial. Carecía de la sabiduría, y la única manera que tenía para adquirirla era su Juventud: cuando la sabiduría le perteneciera, se habría gastado la Juventud en comprarla.

King aprovechó todas las ventajas que conocía. Nunca perdió la oportunidad de un clinch; la mayoría de las veces, al quedar trabado, sus hombros impactaban contra las costillas del otro. En la filosofía del ring, un hombro era tan bueno como un puñetazo en cuanto al daño que podía provocar, y mucho mejor en cuanto al gasto de energía. Además, el clinch permitía que King cargara su peso sobre el oponente, de ahí que no se apresurara en deshacerlo. Esto obligaba a la intervención del árbitro, que los separaba, siempre asistido por Sandel, que todavía no había aprendido a descansar. No podía abstenerse de usar aquellos gloriosos brazos móviles y sus tensos músculos, y cuando el otro forzaba un clinch, impactando los hombros contra las costillas y con la cabeza descansando sobre el brazo izquierdo de Sandel, este casi invariablemente llevaba su derecha detrás de la espalda, hacia la cara que se proyectaba. Era un golpe inteligente, muy admirado por el público, pero no presentaba peligro y, por tanto, era más que nada energía desperdiciada. Pero Sandel no se cansaba y no era consciente de sus limitaciones, mientras King sonreía con una mueca y resistía tenazmente.

Sandel propinó un feroz derechazo al cuerpo, dando la impresión de que King estaba recibiendo un gran castigo, y fueron solamente los viejos aficionados los que apreciaron el hábil toque del guante izquierdo de King sobre los bíceps del otro, justo antes del impacto del golpe. Era cierto, el golpe dio en el blanco, pero fue privado de su efecto gracias al toque en los bíceps. En el noveno round, tres veces en el lapso de un minuto, la derecha de King descargó su gancho rotado sobre la mandíbula, y tres veces el cuerpo de Sandel, pesado como era, cayó a la lona. Las tres veces recibió una cuenta de nueve, lo que le permitió levantarse aturdido, pero todavía fuerte. Había perdido buena parte de su velocidad y gastaba menos energía. Estaba peleando con resolución, pero seguía recurriendo a su principal cualidad, que era la Juventud. La principal cualidad de King era la experiencia. Como su vitalidad había disminuido y su vigor mermaba, los había remplazado con astucia, con la sabiduría nacida de las largas peleas y con una cuidadosa administración de la energía. No solamente había aprendido a no hacer nunca movimientos superfluos, sino que también había aprendido a seducir a un oponente para que despilfarrara su energía. Una y otra vez, con una finta de pies, manos y cuerpo, seguía manipulando a Sandel para que saltara, esquivara o contraatacara. King descansaba, pero nunca permitía que Sandel lo hiciera. Era la estrategia de la Edad.

Apenas iniciado el décimo round, King comenzó a detener los ataques del otro con directos de izquierda a la cara, y Sandel, cada vez más prudente, respondió lanzando la izquierda, luego esquivando y descargando con su derecha un gancho largo a un costado de la cabeza. Era demasiado alto para ser vitalmente efectivo, pero cuando dio en el blanco, King sintió en su mente el viejo y familiar descenso al negro velo de la inconsciencia. Por un instante, o más bien por la mínima fracción de un instante, tuvo un blanco. En un momento vio a su oponente esquivando fuera del campo de visión y el fondo de caras blancas y atentas; al momento siguiente, vio otra vez a su oponente y el fondo de caras. Era como si se hubiera dormido durante un rato y hubiera vuelto a abrir los ojos y, sin embargo, el intervalo de inconsciencia fue tan microscópicamente breve que no tuvo tiempo de caer. El público vio que titubeaba y que sus rodillas flaqueaban, pero luego lo vio recobrarse y meter su mentón más profundamente en el refugio de su hombro izquierdo.

Varias veces Sandel repitió el golpe, manteniendo a King parcialmente aturdido, y luego este mejoró la defensa, que era también un contraataque. Haciendo fintas con su izquierda dio medio paso hacia atrás, lanzando al mismo tiempo un uppercut con toda la potencia de su derecha. Tan precisamente sincronizado, que aterrizó de lleno en la cara en el trayecto hacia abajo del esquive, de modo que Sandel quedó levantado en el aire y se curvó hacia atrás, impactando en la lona con la cabeza y los hombros. King repitió el golpe dos veces, y luego se calmó y arrinconó a su oponente contra las cuerdas. No le dio a Sandel la oportunidad de descansar ni de restablecerse, sino que disparó golpe tras golpe hasta que el público se puso en pie y el aire se llenó con un ininterrumpido rugir de aplausos. Pero la fortaleza y la resistencia de Sandel eran supremas, y seguía en pie. El nocaut parecía tan seguro que el capitán de policía, impresionado por el horrible castigo, apareció en el ringside para detener la pelea. La campana sonó para dar por terminado el round y Sandel se dirigió tambaleándose a su esquina, mientras le decía al capitán que estaba sólido y fuerte. Para probarlo dio un par de saltos, y el policía desistió.

Tom King, en su esquina, respirando con dificultad, estaba contrariado. Si la pelea hubiera sido detenida, el árbitro, por fuerza, habría aceptado la decisión y la bolsa habría sido suya. A diferencia de Sandel, él no estaba peleando por la gloria ni por la carrera, sino solo por treinta libras. Y ahora Sandel podría recuperarse en el minuto de descanso.

«La Juventud se impondrá»; este dicho relampagueó en la mente de King, y recordó la primera vez que la había oído, la noche en que había noqueado a Stowsher Bill. El ricachón que le había pagado un trago después de la pelea y le había palmeado el hombro había usado esas palabras. ¡La Juventud se impondrá! El ricachón estaba en lo cierto. Y aquella noche, años atrás, él había sido la Juventud. Esta noche, la Juventud estaba en la esquina opuesta. En cuanto a él, llevaba peleando media hora, y ya era un hombre maduro. Si hubiera peleado como Sandel, no habría durado ni quince minutos. Pero el punto era que no se recuperaba. Aquellas arterias sobresalientes y aquel corazón dolorosamente cansado no le permitirían recuperar las fuerzas en los intervalos entre rounds. Y, para empezar, no tenía energía suficiente. Las piernas le pesaban y comenzaban a acalambrarse. No tendría que haber caminado aquellas dos millas antes de la pelea. Y estaba el bistec por el que había suspirado aquella mañana. Lo invadió un odio terrible contra los carniceros que se habían negado a fiarle. Era difícil para un hombre maduro afrontar una pelea sin el alimento suficiente. Y un bistec era una pequeñez, apenas unos peniques; sin embargo, para él, significaba treinta libras.

Con la campana que dio inicio al undécimo round, Sandel se lanzó al ataque, haciendo gala de una frescura que no poseía realmente. King sabía de qué se trataba: era un bluf tan viejo como el deporte mismo. Se trabó en un clinch para no gastar energía, luego, apartándose, dejó que Sandel se preparara. Esto era lo que King quería. Hizo fintas con la izquierda, esquivó y lanzó un gancho largo ascendente, luego dio medio paso hacia atrás, conectó un uppercut de lleno en la cara y mandó a Sandel a la lona. Después no lo dejó descansar, recibiendo también él un castigo, pero infligiendo uno mayor, barriendo a Sandel hasta las cuerdas, con ganchos y directos, y todo tipo de golpes, deshaciendo los abrazos o golpeándolo ante cualquier intento de clinch, y siempre que Sandel se inclinaba, sorprendiéndolo con un puñetazo hacia arriba y otro que inmediatamente lo ponía contra las cuerdas, donde no pudiera caerse.

El público en ese momento estaba enloquecido, y era su público, pues casi todas las voces aullaban: «¡Acábalo, Tom!» «¡Acaba con él!» «¡Ya lo tienes!». Tendría que ser un final de torbellino, eso era lo que el público del ringside pagaba por ver.

Y Tom King, que había conservado su energía durante media hora, la gastaba ahora con prodigalidad en el único gran esfuerzo posible. Era su única oportunidad: ahora o nunca. Su energía declinaba rápidamente, y antes de que la última brizna lo abandonara, su esperanza era vencer a su oponente a la cuenta de diez. A medida que continuaba pegando y forzando, estimando fríamente el peso de sus golpes y la calidad del daño provocado, se dio cuenta de lo difícil que era noquear a un hombre como Sandel. Su resistencia era extrema, era la resistencia virgen de la Juventud. Sandel tenía un gran futuro. Solamente de aquella madera estaban hechos los boxeadores exitosos.

Sandel se tambaleaba, pero las piernas de Tom King estaban muy acalambradas y los nudillos le dolían. Sin embargo, se armó de valor para dar golpes feroces, cada uno de los cuales trajo agonía a sus manos destrozadas. Aunque ahora casi no estaba recibiendo castigo, se debilitaba tan rápidamente como el otro. Sus golpes daban en el blanco, pero ya no tenían el peso de antes, y cada puñetazo era el resultado de un severo esfuerzo de voluntad. Sus piernas eran como plomo y se arrastraban visiblemente; mientras, los partidarios de Sandel, alentados por ese síntoma, empezaron a vitorear a su hombre.

King se animó con un estallido de fuerza. Dio dos golpes sucesivos —una izquierda, apenas demasiado elevada, al plexo solar, y un cross a la mandíbula—. No fueron golpes muy pesados; con todo, Sandel estaba tan débil y aturdido que cayó y quedó temblando. El árbitro, de pie junto a él, le gritó la cuenta de los segundos fatales al oído. Si no se levantaba antes de que se pronunciara el décimo, perdería la pelea. El público se quedó en silencio. King se mantuvo en pie sobre sus piernas temblorosas. Un mareo mortal se abatió sobre él y, ante sus ojos, el mar de caras osciló y se hundió, mientras que a sus oídos llegaba, como desde una distancia remota, la cuenta del árbitro. La pelea era suya. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse. Solamente la Juventud podía levantarse, y Sandel se levantó. A la cuenta de cuatro movió la cabeza y manoteó ciegamente hacia las cuerdas. A la cuenta de siete se sostenía en una rodilla, en la que descansaba, con la cabeza oscilando atontada entre los hombros. Cuando el árbitro gritó «¡Nueve!», Sandel se puso en pie, en guardia, con su brazo izquierdo plegado contra su cara y el derecho contra el estómago. Sus puntos vitales estaban resguardados, mientras se inclinaba hacia adelante para acercarse a King, con la esperanza de provocar un clinch y ganar más tiempo.

En el instante en que Sandel se levantó, King se hallaba junto a él, pero los dos golpes que conectó fueron amortiguados por los brazos en guardia. Un momento después Sandel estaba en clinch y sosteniéndose desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separar a los dos hombres. King contribuyó a liberarse. Conocía la rapidez con la que la Juventud se recuperaba, y sabía que Sandel era suyo si podía evitar esa recuperación. Un golpe duro lo lograría. Sandel era suyo, sin dudas. Lo había superado en táctica, le había ganado en caídas, le iba ganando por puntos. Sandel salió del clinch tambaléandose, haciendo equilibrio en la fina línea que separa la derrota de la supervivencia. Un buen golpe lo haría perder el equilibrio y caería. Y Tom King, en un relámpago de amargura, recordó el bistec y deseó haberlo tenido para ese golpe necesario que tenía que lanzar. Se preparó para el golpe, pero no resultó lo suficientemente pesado ni rápido. Sandel osciló pero no cayó, y volvió tambaleando hacia las cuerdas para sostenerse. King se tambaleó hasta él y, con un dolor parecido a una disolución, conectó otro golpe. Pero su cuerpo lo había abandonado. Todo lo que quedaba de él era la inteligencia táctica, disminuida y borrosa por el cansancio. El golpe que apuntaba a la mandíbula impactó apenas en el hombro. Había querido que fuera más alto, pero los cansados músculos no habían sido capaces de obedecer. Y, desde el impacto del golpe, Tom King osciló hacia adelante y hacia atrás hasta casi caer. Una vez más se esforzó. Esta vez, su golpe falló y, a causa de la absoluta debilidad, cayó sobre Sandel y se trabó en un clinch, sosteniéndose en él para evitar derrumbarse en el suelo.

King no intentó liberarse. Había agotado sus recursos. Estaba ausente. Y la Juventud se había impuesto. Aun en el clinch podía sentir que Sandel se iba fortaleciendo. Cuando el árbitro los apartó, allí, ante sus ojos, vio a la Juventud recuperada. Instante tras instante, Sandel se fortalecía. Sus golpes, débiles y fútiles al principio, se volvieron más rígidos y precisos. La visión borrosa de Tom King vio el puño enguantado dirigirse a su mandíbula, y quiso protegerse interponiendo el brazo. Vio el peligro, quiso actuar, pero el brazo estaba demasiado pesado. Parecía llevar un lastre de cien kilos de plomo. No se levantaría por sí mismo, y él tuvo que esforzarse para levantarlo con el alma. Luego el puño enguantado dio en el blanco. Experimentó un chasquido agudo que era como una descarga eléctrica y, simultáneamente, lo envolvió el velo de la noche.

Cuando abrió los ojos nuevamente estaba en su esquina, y oía el aullido del público como el rugido de las olas en la playa de Bondi. Exprimían una esponja húmeda contra la base de su cráneo y Sid Sullivan lo rociaba con agua fría sobre la cara y el pecho. Ya le habían quitado los guantes, y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No abrigaba malos deseos hacia el hombre que lo había noqueado, y devolvió el apretón con una cordialidad que le hizo doler los nudillos. Luego, Sandel caminó hacia el centro del ring y el público acalló el griterío para oírlo anunciar que aceptaba el desafío del joven Pronto y ofrecía aumentar la apuesta de una a cien libras.

King miró con apatía mientras sus segundos enjugaban el agua, secaban su cara y lo preparaban para abandonar el ring. Tenía hambre. No el hambre común, lacerante, sino un desfallecimiento, una palpitación en la boca del estómago que se comunicaba a todo el cuerpo. Recordó el momento de la pelea en que había tenido a Sandel titubeando al borde de la derrota. ¡Ah, ese bistec lo habría logrado! Le había faltado solo eso para el golpe decisivo, y había perdido. Todo por culpa del bistec.

Sus segundos iban a ayudarlo a deslizarse entre las cuerdas. Los apartó, esquivó las cuerdas sin ayuda y saltó pesadamente al suelo, siguiéndolos de cerca mientras le abrían paso en el atestado corredor central. Al salir del vestuario hacia la calle, a la entrada del hall, algunos jóvenes le hablaron.

—¿Por qué no lo liquidaste cuando lo tenías? —le preguntó un joven.

—¡Vete al diablo! —respondió Tom King, y bajó los escalones hasta la acera.

Las puertas del recinto estaban abiertas y vio las luces y a los sonrientes camareros, oyó varias voces que analizaban la pelea y el próspero tintineo del dinero en el bar. Alguien lo llamó para que tomara un trago. Vaciló perceptiblemente, y luego rechazó el ofrecimiento y siguió su camino.

No tenía un cobre en el bolsillo y la caminata de dos millas le parecía muy larga. Ciertamente se estaba volviendo viejo. De pronto, cuando cruzaba el Dominio, se dejó caer en un banco, incómodo ante el pensamiento de la mujer sentada que esperaba saber el resultado de la pelea. Eso era más duro que cualquier nocaut, y le parecía casi imposible de encarar.

Se sintió débil y dolorido, y el tormento de sus nudillos destrozados le advirtió que, aun cuando pudiera encontrar trabajo como peón, pasaría una semana antes de que fuera capaz de sostener un pico o una pala. La palpitación de hambre en la boca del estómago era insoportable. Su miseria lo agobiaba y en sus ojos surgió una humedad involuntaria. Se cubrió la cara con las manos y, mientras lloraba, recordó a Stowsher Bill, cuando él se había impuesto aquella noche, años atrás. ¡Pobre viejo Stowsher Bill! Ahora podía entender por qué había llorado en el vestuario.



miércoles, 17 de agosto de 2011

Por un bistec

Mañana luminosa. Trabajo entre árboles. Sobredosis de oxígeno.

Aquí va uno de los cuentos de boxeo que está entre mis favoritos: "Por un bistec", del viejo Jack London... Para leer a los veinte y después de los cuarenta.

Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.

La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio peniques que le quedaban los había invertido en pan.

Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se quitaban con nada.

Bastaba verle la cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en el cuadrilátero y que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado en sus facciones los rasgos característicos del animal de lucha. Era una fisonomía que intimidaba, y para que ninguno de aquellos rasgos pasara inadvertido iba perfectamente rasurado. Sus labios informes, de expresión extremadamente dura, daban la impresión de una cuchillada que atravesara su rostro. Su mandíbula inferior era maciza, agresiva, brutal. Sus ojos, de perezosos movimientos y dotados de gruesos párpados, apenas tenían expresión bajo sus tupidas y aplastadas cejas. Estos ojos, lo más bestial de su semblante, realzaban el aspecto de brutalidad del conjunto. Parecían los ojos soñolientos de un león o de cualquier otro animal de presa. La frente hundida y angosta lindaba con un cabello que, cortado al cero, mostraba todas las protuberancias de aquella cabeza monstruosa. Una nariz rota por dos partes y aplastada a fuerza de golpes, y una oreja deforme, que había crecido hasta adquirir el doble de su tamaño y que hacía pensar en una coliflor, completaban el cuadro. Y en cuanto a su barba, aunque recién afeitada, apuntaba bajo la piel, dando a su tez un tono azulado negruzco.

Si bien aquella fisonomía era la de uno de esos hombres con los que no deseamos encontrarnos a solas en un callejón oscuro o en un lugar apartado, Tom King no era un criminal ni había cometido nunca una mala acción. Dejando aparte las reyertas en que se había visto mezclado y que eran cosa corriente en los medios que frecuentaba, no había hecho daño a nadie. No se le consideraba un pendenciero. Era un profesional de la contienda y reservaba toda su combatividad para sus apariciones en el ring. Fuera del tablado, era un hombre bonachón, de movimientos tardos, y en su juventud, cuando ganaba el dinero a espuertas, había sido, no ya generoso, sino despilfarrador. Para él el boxeo era un negocio. Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba con intención de hacer daño, de lesionar, de destruir; pero no había animosidad en sus golpes: era una simple cuestión de intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se vapuleaban hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor se quedaba con la parte del león de la bolsa. Hacía veinte años, cuando Tom King se enfrentó con el «Salta Ojos», de Woolloomoolloo, sabía que la mandíbula de su contrincante sólo estaba firme desde hacía cuatro meses, pues anteriormente se la habían partido en un combate celebrado en Newcastle. Por eso dirigió todos sus golpes contra ella, y consiguió fracturarla nuevamente en el noveno asalto. No lo movía ningún resentimiento contra su adversario: procedió así porque era el medio más seguro de dejar fuera de combate a aquel hombre y, de este modo, ganar la mayor parte de la bolsa ofrecida. En cuanto al «Salta Ojos», no le guardó rencor alguno. Ambos sabían que así era el boxeo, y había que atenerse a sus reglas.

Tom King no era nada hablador. En aquel momento en que permanecía sentado junto a la ventana, se hallaba sumido en un huraño silencio, mientras se miraba las manos. En el dorso de ellas se destacaban las venas gruesas e hinchadas. El aspecto de los nudillos, aplastados, estropeados, deformes, atestiguaba el empleo que había hecho de ellos. Tom no había oído decir nunca que la vida de un hombre dependía de sus arterias, pero sabía muy bien lo que significaban aquellas venas prominentes, dilatadas. Su corazón había hecho correr demasiada sangre por ellas a una presión excesiva. Ya no funcionaban bien. Habían perdido la elasticidad, y su distensión había acabado con su antigua resistencia. Ahora se fatigaba fácilmente. Ya no podía resistir un combate a veinte asaltos con el ritmo acelerado de antes, con fuerza y violencia sostenidas, luchando infatigablemente desde que sonaba el gong, acosando sin cesar a su adversario, retrocediendo hasta las cuerdas o llevando a su oponente hacia ellas, recibiendo golpes y devolviéndolos. Ya no multiplicaba su acometividad y la rapidez de sus golpes en el vigésimo y último asalto, levantando al público de sus asientos y provocando sus aclamaciones, cuando él acometía, pegaba, esquivaba, hacía caer una lluvia de golpes sobre su adversario y recibía otra igual mientras su corazón no dejaba de enviar, con impetuosa fidelidad, sangre a sus venas jóvenes y elásticas. Sus arterias, dilatadas durante el combate, se encogían de nuevo, pero no del todo; al principio, esta diferencia era imperceptible, pero cada vez quedaban un poco más distendidas que la anterior. Se contempló las venas y los estropeados nudillos. Por un momento le pareció ver los magníficos puños que tenía en su juventud, antes de romperse el primer nudillo contra la cabeza de Benny Jones, apodado el «Terror de Gales».

Experimentó de nuevo la sensación de hambre.

-¡Lo que daría yo por un buen bistec! -murmuró, cerrando sus enormes puños y lanzando un juramento en voz baja.

-He ido a la carnicería de Burke y luego a la de Sawley -dijo la mujer en son de disculpa.

-¿Y no te quisieron fiar?

-Ni medio penique. Burke me dijo que...

Vacilaba, no se atrevía a seguir.

-¡Vamos! ¿Qué dijo?

-Que como esta noche Sandel te zurraría de lo lindo, no quería aumentar tu cuenta, ya es bastante crecida.

Tom King lanzó un gruñido por toda respuesta. Se acordaba del bulldog que tuvo en su juventud, al que echaba continuamente bistecs crudos. En aquella época, Burke le habría concedido crédito para mil bistecs. Pero los tiempos cambian. Tom King estaba envejecido, y un viejo que tenía que enfrentarse con un boxeador joven en un club de segunda categoría, no podía esperar que ningún comerciante le fiase.

Aquella mañana se había levantado con el deseo de comer un bistec, y aquel deseo no lo había abandonado. No había podido entrenarse debidamente para aquel combate. En Australia el año había sido de sequía y los tiempos eran difíciles. Había dificultades para encontrar trabajo, fuera de la índole que fuere. No había tenido sparring, no siempre había comido los alimentos debidos y en la cantidad necesaria. Había trabajado varios días como peón en una obra, y algunas mañanas había corrido para hacer piernas. Pero era difícil entrenarse sin compañero y teniendo que atender a las necesidades de una esposa y dos hijos. Cuando se anunció su combate con Sandel, los tenderos apenas le concedieron un poco más de crédito. El secretario del Gayety Club le adelantó tres libras -la cantidad que percibiría si perdía el combate-, y se negó a darle un céntimo más. De vez en cuando consiguió que sus antiguos compañeros le prestasen unos centavos, pero no pudieron prestarle más, porque corrían malos tiempos y ellos también pasaban sus apuros. En resumen, que era inútil tratar de ocultarse que no estaba debidamente preparado para la pelea. Le había faltado comida y le habían sobrado preocupaciones. Además, ponerse «en forma» no es tan fácil para un hombre de cuarenta años como para otro de veinte.

-¿Qué hora es, Lizzie? - preguntó.

Su mujer fue a preguntarlo a la vecina y, al regresar, le dio la respuesta.

-Las ocho menos cuarto.

-El primer match empezará dentro de unos minutos -observó Tom-. No es más que un combate de prueba. Después hay un encuentro a cuatro asaltos entre Dealer Wells y Gridley, y luego uno a diez asaltos entre Starlight y un marinero. Yo aún tengo para una hora.

Otros diez minutos de silencio y Tom se puso en pie.

-La verdad es, Lizzie, que no me he entrenado todo lo que debía.

Cogió el sombrero y se dirigió a la puerta. No le pasó por la mente besar a su mujer -nunca la besaba al marcharse-, pero aquella noche ella lo hizo por su cuenta y riesgo: le echó los brazos al cuello y lo obligó a inclinarse hacia su rostro. Se veía menudita y frágil junto al macizo corpachón de su marido.

-Buena suerte, Tom -le dijo-. Tienes que ganar.

-Sí, tengo que ganar -repitió él-. Ni más ni menos.

Se echó a reír, tratando de mostrarse despreocupado, mientras ella se apretaba más contra él. Tom contempló la desnuda estancia por encima del hombro de su esposa. Aquel cuartucho, del que debía varios meses de alquiler, era, con Lizzie y los niños, cuanto tenía en el mundo. Y aquella noche salía en busca de comida para su hembra y sus cachorros, no como el obrero de hoy que va a la fábrica, sino al estilo antiguo, primitivo, arrogante y animal de las bestias de presa.

-Tengo que ganar -volvió a decir a su esposa, esta vez con un rictus de desesperación-. Si gano, son treinta libras, con lo que podré pagar todas las deudas y, además, verme un buen sobrante en el bolsillo. Si pierdo, no me darán nada, ni un penique para tomar el tranvía de vuelta, pues el secretario ya me ha dado todo lo que me correspondería en caso de perder. Adiós, mujercita. Si gano, volveré inmediatamente.

-Te espero -dijo ella cuando Tom estaba ya en el rellano.

Había más de tres kilómetros hasta el Gayety y, mientras los recorría, recordó sus días de triunfo, cuando era el campeón de pesos pesados de Nueva Gales del Sur. Entonces habría tomado un coche de punto para ir al combate, y con toda seguridad alguno de sus admiradores se habría empeñado en pagar el coche para tener el privilegio de acompañarlo. Entre estos admiradores se contaban Tommy Burns y el yanqui Jack Johnson, que poseían automóvil propio. ¡Y ahora tenía que ir a pie! Como todo el mundo sabe, una marcha de tres kilómetros no es la mejor preparación para un combate. Él era un viejo para el pugilismo, y el mundo no trata bien a los viejos. Él sólo servía ya para picar piedra, e incluso para esto era un obstáculo su nariz rota y su oreja hinchada. Ojalá hubiera aprendido un oficio. A la larga, habría sido mejor. Pero nadie se lo había enseñado. Por otra parte, una voz interior le decía que él no habría prestado atención si alguien hubiera tratado de enseñárselo. Su vida fue demasiado fácil. Ganó mucho dinero. Tuvo combates duros y magníficos, separados por períodos de descanso y holgazanería. Estuvo rodeado de aduladores que se desvivían por acompañarle, por darle palmadas en la espalda, por estrecharle la mano; de petimetres que lo invitaban a beber para tener el privilegio de charlar con él cinco minutos. Además, ¡aquellos magníficos combates ante un público delirante de entusiasmo! ¡Y aquel último asalto en que se lanzaba a fondo como un torbellino y el árbitro lo proclamaba vencedor! ¡Y leer su nombre en las secciones deportivas de todos los periódicos al día siguiente...!

¡Ah, qué tiempos aquéllos! Pero, de pronto, su mente tarda y premiosa comprendió que en aquellos lejanos días él dejaba fuera de combate a los viejos. Él era entonces la juventud que despuntaba, y sus adversarios la vejez que decaía. Era natural que resultara fácil para él: ellos tenían las venas hinchadas, los nudillos rotos y los huesos desvencijados por una larga serie de combates. Recordaba el día en que «noqueó» al maduro Stowsher Bill en Rush-Cutters Bay al decimoctavo asalto y luego lo vio llorando en los vestuarios, llorando como un niño. Acaso el viejo Bill debía también varios meses de alquiler, y acaso lo esperaban en su casa su mujer y sus hijos. ¡Y quién sabe si aquel mismo día, el del combate, había sentido el deseo de comerse un buen bistec! Bill combatió valientemente, recibiendo a pie firme una soberana paliza. Ahora que él pasaba el mismo calvario, comprendía que aquella noche de hacía veinte años Bill luchó por algo más importante que su adversario, el joven Tom King, que sólo trataba de ganar dinero y gloria fácilmente. No era extraño que Stowsher Bill hubiese llorado en los vestuarios amargamente después del combate.

No cabía duda de que cada púgil podía soportar un número limitado de combates. Era una ley inflexible del boxeo. Unos podían librar cien encuentros durísimos, otros sólo veinte. Cada cual, según sus dotes físicas, podía subir al ring tantas o cuantas veces. Después, quedaba al margen.

Él se había pasado de la raya, había librado más combates encarnizados de los que debía, encuentros en que el corazón y los pulmones parecía que iban a estallar; contiendas que hacían perder elasticidad a las arterias y convertían un cuerpo esbelto y juvenil en un montón de músculos nudosos; combates que desgastaban los nervios y los músculos, el cerebro y los huesos, por obra del esfuerzo. Sí, él había resistido más que nadie. No quedaba ya ni uno solo de sus antiguos compañeros. Él era el último de la vieja guardia. Había visto cómo iban cayendo todos y había contribuido a poner punto final a la carrera de algunos de ellos.

Lo opusieron a los boxeadores ya viejos y él los fue liquidando uno tras otro. Y después, cuando los veía llorar en los vestuarios, como había llorado el viejo Stowsher Bill, se reía. Pero ahora el viejo era él, y a su vez tenía que enfrentarse con los jóvenes. Con Sandel, por ejemplo. Había llegado de Nueva Zelanda precedido de un brillante historial. Pero como en Australia aún era un desconocido, se acordó enfrentarlo con el viejo Tom King. Si Sandel hacía un buen combate, se le opondrían mejores púgiles y las bolsas serían más crecidas. Así, pues, era de esperar que luchara como un demonio. Aquel combate era decisivo para él, ya que si ganaba tendría dinero, cobraría nombre y habría dado el primer paso de una brillante carrera. Tom King no era para él más que el muro viejo que le cerraba el paso a la fama y la fortuna. En cambio, a lo único que Tom King podía aspirar era a recibir treinta libras, que le servirían para pagar al dueño de la casa y a los tenderos. Y mientras cavilaba así, Tom King vio alzarse ante sus ojos hinchados el cuadro de la juventud triunfadora, exuberante e invencible, de músculos suaves y piel sedosa, de corazón y pulmones que no sabían lo que era el cansancio y se reían del jadeo de los viejos. Los jóvenes destruían a los viejos sin pensar que, al hacerlo, se destruían a sí mismos, dilatando sus arterias y aplastando sus nudillos, para ser, al fin, aniquilados por una nueva generación de jóvenes. Pues la juventud ha de ser siempre joven.

Al llegar a la calle de Castlereagh dobló a la izquierda y, después de recorrer tres manzanas, llegó al Gayety. Una multitud de golfillos apiñados frente a la puerta se apartaron respetuosamente al verle y oyó que decían:

-¡Es Tom King!

Una vez dentro, cuando se dirigía a los vestuarios, encontró al secretario, un joven de mirada viva y expresión astuta, que le estrechó la mano.

-¿Cómo te encuentras, Tom? - le preguntó.

-Estupendamente -respondió King, a sabiendas de que mentía y de que le hacía tanta falta un buen bistec, que si tuviera una libra la daría a cambio de él sin vacilar.

Cuando salió de los vestuarios, seguido por sus segundos, y se dirigió al cuadrilátero, que se alzaba en el centro de la sala, estalló una tempestad de aplausos y vítores en el público. Él respondió saludando a derecha e izquierda, aunque conocía muy pocas de aquellas caras. En su mayoría, eran muchachos que aún tenían que nacer cuando él cosechaba sus primeros laureles en el ring. Saltó con ligereza a la alta plataforma y, después de pasar entre las cuerdas, se dirigió a su ángulo y se sentó en un taburete plegable. Jack Ball, el árbitro, se acercó a él para estrecharle la mano. Ball era un boxeador fracasado que desde hacía diez años no pisaba el ring como púgil. King se alegró de tenerlo por árbitro. Ambos eran veteranos. Si él apretaba las tuercas a Sandel algo más de lo que permitía el reglamento, sabía que Ball haría la vista gorda.

Subieron al tablado, uno tras otro, varios jóvenes aspirantes a la categoría de pesos pesados, y el árbitro los fue presentando sucesivamente al público. Asimismo, expuso sus carteles de desafío.

-Young Pronto -anunció Ball-, de Sidney del Norte, reta al ganador por cincuenta libras.

El público aplaudió y los aplausos se renovaron cuando Sandel trepó ágilmente al ring y fue a sentarse en su rincón. Tom King, desde el ángulo opuesto, lo miró con curiosidad, pensando que minutos después ambos estarían enzarzados en implacable combate, y pondrían todo su empeño en noquearse. Pero apenas pudo ver nada, pues Sandel llevaba, como él, un mono de entrenamiento sobre su calzón corto de pugilista. Su cara era muy atractiva. Estaba coronada por un mechón rizado de pelo rubio, y su cuello grueso y musculoso anunciaba un cuerpo de atleta verdaderamente magnífico.

Young Pronto se dirigió sucesivamente a los dos ángulos y, después de estrechar las manos a los boxeadores, salió del ring. Continuaron los desafíos. Un joven tras otro pasaba entre las cuerdas. Aquellos muchachos desconocidos pero ambiciosos estaban convencidos, y así lo pregonaban, de que con su fuerza y destreza eran capaces de medirse con el vencedor. Unos años antes, cuando su carrera se hallaba en su apogeo y él se consideraba invencible, aquellos preliminares hubieran divertido y aburrido a Tom King. Pero a la sazón los contemplaba fascinado, incapaz de apartar de sus ojos la visión de la juventud. Siempre existirían aquellos jóvenes que subían al ring, y saltaban por las cuerdas para lanzar su reto a los cuatro vientos; y siempre tendrían que caer ante ellos los boxeadores gastados. Ascendían hacia el éxito trepando sobre los cuerpos de los viejos púgiles. Y continuaban afluyendo en número creciente, como una oleada de juventud incontenible que arrollaba a los viejos, para envejecer a su vez y seguir el camino descendente, a impulsos de la juventud eterna, de los nuevos mozos que desarrollaban sus músculos y derribaban a sus mayores, mientras tras ellos se formaba una nueva masa de jóvenes. Y así ocurriría hasta el fin de los tiempos, pues aquella juventud voluntariosa era algo inseparable de la humanidad.

King dirigió una mirada al palco de la prensa y saludó con un movimiento de cabeza a Morgan, del Sportsman, y a Corbett, del Referee. Luego tendió las manos para que Sid Sullivan y Charles Bates, sus segundos, le pusieran los guantes y se los atasen fuertemente, bajo la atenta fiscalización de uno de los segundos de Sandel, que ya había examinado con ojo crítico las vendas que cubrían los nudillos de King. Uno de los segundos de Tom cumplía la misma misión en el ángulo ocupado por Sandel. Este levantó las piernas para que le despojasen de los pantalones del mono y luego se levantó para que acabaran de quitarle la prenda por la cabeza. Tom King vio entonces ante sí una encarnación de la juventud, un pecho ancho y desbordante de vigor, unos músculos elásticos que se movían como seres vivos bajo la piel blanca y satinada. Todo aquel cuerpo estaba pletórico de vida, de una vida que aún no había dejado escapar nada de ella por los doloridos poros en los largos combates en que la juventud ha de pagar su tributo, dejando algo de ella misma en los tablados.

Los dos púgiles avanzaron hacia el centro del cuadrilátero y cuando los segundos saltaron por las cuerdas, llevándose los taburetes plegables, ellos simularon estrecharse las manos enguantadas e inmediatamente se pusieron en guardia. Acto seguido, como un mecanismo de acero puesto en marcha por un fino resorte, Sandel se lanzó al ataque. Asestó a Tom un gancho de izquierda al entrecejo y un derechazo a las costillas. Luego, entre fintas y sin cesar de saltar sobre las puntas de los pies, se alejó ligeramente de su contrincante para volverse a acercar en seguida, ágil y agresivo. Era un boxeador rápido e inteligente, que había iniciado la pelea con una espectacular exhibición. El público vociferaba entusiasmado. Pero King no se dejó impresionar. Había librado demasiados encuentros y había visto a demasiados jóvenes. Supo apreciar el verdadero valor de aquellos golpes: eran demasiado rápidos y hábiles para ser peligrosos. Evidentemente, Sandel trataba de forzar el curso del combate desde el comienzo. No le sorprendió. Esto era muy propio de la juventud, inclinada a malgastar sus espléndidas facultades en furiosos ataques y locas acometidas, alentada por un ilimitado deseo de gloria que redoblaba sus fuerzas.

Sandel atacaba, retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros y corazón vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes músculos, tejía un ataque maravilloso, saltando y deslizándose como una ardilla, eslabonando mil movimientos ofensivos, todos ellos encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre que se alzaba entre él y la fortuna. Y Tom King soportaba pacientemente el chaparrón. Conocía su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora que la había perdido. Se dijo que tenía que esperar a que su oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del cráneo. Era una argucia innoble, pero correcta, según el reglamento del pugilismo. El boxeador tenía que velar por sus nudillos y, si se empeñaba en golpear a su adversario en la cabeza, allá él. King podía haberse agachado más para que el golpe no lo alcanzara, pero se acordó de sus primeros encuentros y de cómo se partió por primera vez un nudillo contra la cabeza del «Terror de Gales». Aun ajustándose a las reglas del juego, al agacharse había atentado contra los nudillos de Sandel. De momento, éste no lo notaría. Seguro de sí mismo e indiferente, seguiría propinando golpes con la misma fuerza durante todo el combate. Pero, andando el tiempo, cuando en su historial tuviera muchos encuentros, el nudillo lesionado se resentiría, y entonces él, volviendo la vista atrás, recordaría el potente golpe asestado a la cabeza de Tom King.

El primer asalto lo ganó Sandel por puntos. El joven boxeador mantuvo a la sala en vilo con sus fulminantes arremetidas. Lanzó sobre King un verdadero diluvio de golpes, y King no devolvió ni uno solo: se limitó a cubrirse, mantener una guardia cerrada, esquivar y llegar a veces al cuerpo a cuerpo para eludir el castigo. De vez en cuando hacía alguna finta, movía la cabeza cuando encajaba un directo, e iba evolucionando imperturbable por el ring, sin saltar ni bailar para no malgastar ni un átomo de energías. Debía dejar que Sandel desahogara el ardor de su juventud y sólo entonces replicarle, pues no debía olvidar sus cuarenta años.

Los movimientos de King eran lentos y metódicos. Sus ojos, casi inmóviles bajo los gruesos párpados, le daban el aspecto de un hombre adormilado y aturdido. Sin embargo, no se le escapaba ningún detalle: su experiencia de más de veinte años le permitía verlo todo.

Sus ojos no pestañeaban ni se desviaban al recibir un golpe, porque así podían ver y medir mejor las distancias.

Cuando, al terminar el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó con las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto que formaban las cuerdas. Entonces su pecho y su abdomen empezaron a subir y a bajar en profundas aspiraciones, mientras le acariciaban el rostro el aire de las toallas con que le abanicaban sus segundos.

Con los ojos cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público.

-¿Por qué no luchas, Tom? -le gritaron- ¿Es que tienes miedo?

-Le pesan los músculos -oyó que comentaba un espectador de primera fila-. No puede moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de Sandel!

Sonó el gong y los dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorrió tres cuartas partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King apenas se apartó de su rincón. Esto formaba parte de su plan de ahorro de fuerzas. No había podido entrenarse como era debido, no había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario tenía su importancia. Además, había que tener en cuenta que había recorrido a pie más de tres kilómetros antes de subir al ring. Aquel asalto fue una repetición del primero: Sandel atacaba en tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no combatía. Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces, se limitaba a mantener una guardia cerrada, parar golpes y agarrarse al adversario. Sandel deseaba acelerar el ritmo del combate, y King, hombre de experiencia, se negaba a secundarlo. En su rostro deformado por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía economizando fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un boxeador maduro. Sandel era joven y derrochaba sus energías con la prodigalidad propia de su juventud. El generalato del ring correspondía a Tom, y suya era también la sabiduría cosechada a costa de largos y dolorosos combates. Observaba a su adversario con mirada fría y ánimo sereno, moviéndose lentamente, en espera de que se agotara el ardor de Sandel. Para la mayoría de espectadores, aquello era buena prueba de que King era incapaz de medirse con su joven adversario, opinión que expresaban en voz alta, apostando a razón de tres a uno a favor de Sandel. Pero aún quedaban algunos espectadores prudentes que conocían a King desde hacía años y aceptaban estas ofertas, con grandes esperanzas de ganar.

El tercer asalto comenzó como los anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y castigaba duramente a su adversario. Pero, cuando aún no había transcurrido medio minuto, el joven, excesivamente confiado, se olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la vez que su brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer golpe de verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil movimiento del brazo, sino por el peso de todo el cuerpo. El león adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo. Sandel, tocado en un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife. El público se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente, mientras por toda la sala corrían murmullos de admiración. ¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos tan embotados como se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos.

Sandel quedó casi inconsciente, hizo girar su cuerpo hasta ponerse de costado e intentó levantarse, pero, al oír los gritos de sus segundos que le aconsejaban esperar hasta el último instante, no acabó de ponerse en pie, sino que quedó con una rodilla en el suelo. El árbitro se inclinó hacia él y empezó a contar los segundos con voz estentórea junto a su oído. Cuando oyó decir «¡nueve!» Sandel se levantó con gesto agresivo y Tom King hubo de hacerle frente, mientras se lamentaba de no haberle dado el golpe un par de centímetros más cerca del mentón, pues entonces habría conseguido el fuera de combate y vuelto a casa con treinta libras para su mujer y sus hijos.

El asalto continuó hasta que se cumplieron los tres minutos reglamentarios. Sandel empezó a mirar con respeto a su oponente. Por su parte, King seguía moviéndose con lentitud y su mirada aparecía tan soñolienta como antes. Cuando el asalto estaba a punto de terminar, King se dio cuenta de ello al ver a los segundos agazapados junto al cuadrilátero. Estaban preparados para subir, pasando entre las cuerdas. Entonces llevó el combate hacia su rincón, y, cuando sonó el gong, pudo sentarse inmediatamente en el taburete que ya tenían preparado. En cambio, Sandel tuvo que cruzar de ángulo a ángulo todo el ring para llegar a su sitio. Esto era una pequeñez, pero muchas pequeñeces juntas pueden formar algo importante. Al verse obligado a dar aquellos pasos de más, Sandel perdió no sólo cierta cantidad de energía, sino una parte de los preciosos sesenta segundos de descanso. Al principio de cada asalto King salía perezosamente de su rincón, con lo que obligaba a su adversario a recorrer una distancia mayor, y cuando el asalto terminaba, King estaba en su sitio y podía sentarse inmediatamente.

Transcurrieron otros dos asaltos en los que King economizó sus fuerzas con toda parsimonia, mientras Sandel derrochaba energías. Los esfuerzos que el joven púgil hacía por imponer un ritmo más vivo a la lucha resultaron bastante enojosos para King, que hubo de encajar una parte bastante crecida del diluvio de golpes que cayó sobre él. Sin embargo, King mantuvo su deliberada lentitud, sin importarle el griterío de los jóvenes vehementes que querían verle pelear.

En el sexto asalto, Sandel volvió a tener un descuido, y la terrible derecha de Tom King lanzó un nuevo disparo contra su mandíbula. Otra vez contó el árbitro hasta nueve.

Al comenzar el séptimo asalto se vio claramente que el ardor de Sandel se había esfumado. El joven boxeador se percataba de que estaba librando el combate más duro de su carrera. Tom King era un boxeador gastado, pero el de más calidad que se le había opuesto hasta entonces; un boxeador maduro que no perdía la cabeza, que se defendía con extraordinaria habilidad, cuyos golpes eran verdaderos mazazos y que tenía un fuera de combate en cada puño. Pero Tom King no se atrevía a utilizar estos potentes puños demasiado, pues no se olvidaba de que tenía los nudillos lesionados y sabía que, para que pudieran resistir todo el combate, tenía que racionar los golpes prudentemente.

Mientras permanecía sentado en su rincón, mirando a su adversario, pensó que la unión de su experiencia y de la juventud de Sandel producirían un campeón mundial. Pero esta mezcla era imposible. Sandel no sería campeón del mundo. Le faltaba experiencia y ésta sólo podía obtenerse a costa de la juventud. Cuando Sandel tuviera experiencia, advertiría que había gastado su juventud para adquirirla.

King recurrió a todas las tretas y argucias. No desaprovechaba ocasión de agarrarse a su adversario y, cada vez que llegaba al cuerpo a cuerpo, clavaba con fuerza el hombro en las costillas de Sandel. En la teoría pugilística no había diferencia entre un hombro y un puño si con ambos podía hacerse el mismo daño, y el hombro aventajaba al puño en lo concerniente a la pérdida de energías. Asimismo, cuando se agarraban los dos púgiles, King descargaba todo el peso de su cuerpo sobre su contrincante y se resistía a soltarse. Esto obligaba al árbitro a intervenir para separarlos, en lo cual hallaba las mayores facilidades por parte de Sandel, que todavía no había aprendido a descansar de este modo. El joven no podía dejar de emplear sus magníficos brazos ni su lozana musculatura. Cuando King se aferraba a él, clavándole el hombro en las costillas e introduciendo la cabeza bajo su brazo izquierdo, Sandel le golpeaba el rostro pasando su brazo derecho por detrás de su espalda. Era un castigo espectacular que provocaba murmullos de admiración en el público, pero sin ninguna eficacia. Por el contrario, sólo servía para hacer perder energías a Sandel. Éste, incansable, no se daba cuenta de que todo tiene un límite. King sonreía y no se apartaba de su prudente táctica.

Sandel asestó un sonoro derechazo al cuerpo de King, que la masa de espectadores consideró como un rudo castigo, pero los pocos expertos que había en la sala percibieron el hábil movimiento del guante izquierdo de Tom, que tocó el bíceps de Sandel en el momento en que éste lanzaba el fuerte derechazo. Sandel repitió una y otra vez este golpe, consiguiendo que siempre llegara a su destino, pero nunca con eficacia, debido al ligero contragolpe de King.

En el noveno asalto, y en un solo minuto, Tom alcanzó con tres ganchos de derecha la mandíbula de Sandel, y las tres veces el corpachón del joven besó la lona y el árbitro hubo de contar hasta nueve. Sandel quedó aturdido y ligeramente conmocionado, pero conservaba las energías. Había perdido velocidad y economizaba sus fuerzas. Tenía el ceño fruncido, pero seguía contando con el arma más importante del boxeador: la juventud. El arma principal de King era la experiencia. Cuando empezó el declive de su vitalidad, cuando su vigor empezó a disminuir, lo reemplazó con la astucia, la sabiduría cosechada en mil combates y una escrupulosa economía de sus fuerzas. King no era el único que sabía eludir los movimientos superfluos, pero nadie como él poseía el arte de incitar al adversario a despilfarrar sus energías.

Una y otra vez, haciendo fintas con los pies, los puños y el cuerpo, siguió engañando a Sandel: obligándolo a saltar hacia atrás sin motivo, a esquivar golpes imaginarios, a lanzar inútiles contraataques. King descansaba, pero no daba descanso a su rival. Era la estrategia de un boxeador maduro.

Al iniciarse el décimo asalto, King detuvo las embestidas de Sandel con directos de izquierda a la cara, y Sandel, que ahora procedía con cautela, respondió esgrimiendo su izquierda, para bajarla en seguida, mientras lanzaba un gancho de derecha a la cara de Tom King. El golpe fue demasiado alto para resultar decisivo, pero King notó que ese negro velo de inconsciencia tan conocido por los boxeadores se extendía sobre su mente. Durante una fracción casi inapreciable de tiempo, Tom dejó de luchar. Momentáneamente, desaparecieron de su vista su adversario y el telón de fondo formado por las caras blancas y expectantes del público..., pero sólo momentáneamente. Le pareció que abría los ojos tras un sueño fugaz. El intervalo de inconsciencia fue tan breve, que no tuvo tiempo de caer. El público sólo lo vio vacilar y doblar las rodillas. Inmediatamente, Tom King se recuperó y ocultó más su barbilla en el refugio que le ofrecía su hombro izquierdo.

Sandel repitió varias veces este golpe, aturdiendo parcialmente a King. Pero el experto boxeador consiguió elaborar su defensa, que fue también una forma de contraatacar. Retrocediendo ligeramente sin dejar de hacer fintas con el brazo izquierdo, lanzó a Sandel un uppercut con toda la potencia de su puño derecho. Lo calculó con tanta precisión, que consiguió alcanzar de pleno la cara de Sandel cuando éste se agachaba haciendo un regate. El joven, levantado en vilo, cayó hacia atrás y fue a dar en la lona con la cabeza y la espalda. King repitió este golpe dos veces. Después dio rienda suelta a su acometividad y acorraló a su adversario contra las cuerdas, lanzando sobre él una lluvia de golpes. Sus puños funcionaron sin cesar hasta que el público, puesto en pie, le tributó una estruendosa salva de aplausos. Pero Sandel poseía una energía y una resistencia inagotables, y se mantenía en pie. Se mascaba el knock-out. Un capitán de policía, impresionado por el terrible castigo que recibía Sandel, se acercó al cuadrilátero para suspender el combate, pero en este preciso instante sonó el gong, señalando el fin del asalto, y Sandel regresó tambaleándose a su rincón, donde aseguró al capitán que estaba bien y conservaba las fuerzas. Para demostrarlo, dio un par de saltos, y el policía, convencido, volvió a sentarse.

Tom King, mientras descansaba en su rincón, jadeante, se decía, contrariado, que si el combate se hubiera suspendido, el árbitro se habría visto obligado a declararlo vencedor y la bolsa hubiera ido a parar a sus manos. A diferencia de Sandel, él no luchaba por la gloria ni para abrirse paso, sino para ganar treinta libras esterlinas. En aquel minuto de descanso, Sandel se recuperaría.

La juventud será servida... Esta frase cruzó como un relámpago por el cerebro de King. Se acordó también de la ocasión en que la oyó: fue la noche en que dejó fuera de combate a Stowsher Bill. El señorito que la había pronunciado tenía razón. Aquella noche, tan lejana ya, él encarnaba a la juventud. «Pero esta noche -se dijo- la juventud se sienta en el rincón de enfrente.» Ya llevaba media hora de pelea y los años le pesaban. Si hubiese luchado como Sandel, no hubiera resistido ni quince minutos. Lo peor era que no se recuperaba. Sus venas hinchadas y su corazón fatigado no le permitían recobrar las perdidas fuerzas en los descansos entre asalto y asalto. Las energías le faltarían ya desde el comienzo de los asaltos. Notaba las piernas pesadas y empezaba a sentir calambres. No debió haber hecho a pie aquellos tres kilómetros que mediaban desde su casa a la sala de deportes. Y para colmo de desdichas, aquel bistec que no se había podido comer aquella mañana y que tanto había deseado. Se despertó en él un odio terrible contra los carniceros que se habían negado a fiarle. Un hombre de sus años no podía boxear sin haber comido lo suficiente. ¿Qué era, al fin y al cabo, un bistec? Una insignificancia que valía unos cuantos peniques. Sin embargo, para él significaba treinta libras esterlinas.

Cuando el gong señaló el comienzo del undécimo asalto, Sandel se levantó impetuosamente, aparentando una gallardía que estaba muy lejos de poseer. King supo apreciar el justo valor de semejante actitud: se trataba de un farol tan antiguo como el mismo boxeo. Para no gastar fuerzas en balde, Tom se abrazó a su adversario. Luego, cuando lo soltó, permitió que el joven se pusiera en guardia. Esto era lo que King esperaba. Hizo una finta con la izquierda, consiguió que su contrincante se agachara para rehuirla, y al mismo tiempo le lanzó un gancho de derecha. Seguidamente King, retrocediendo un poco, asestó a Sandel un uppercut que lo alcanzó en plena cara y lo derribó. Después no le dio punto de reposo. Encajó mucho, pero pegó mucho más. Acorraló a Sandel contra las cuerdas mediante una serie de ganchos y con toda clase de golpes. Después de desprenderse de sus brazos, le impidió que lo volviera a abrazar, propinándole un directo cada vez que lo intentaba. Y cuando Sandel iba a caer, lo sostenía con una mano y lo golpeaba inmediatamente con la otra para arrojarlo contra las cuerdas, donde no le era posible desplomarse.

El público parecía haber enloquecido. Todos los espectadores, puestos en pie, lo animaban con sus gritos.

-¡Duro con él, Tom! ¡Ya es tuyo! ¡Lo tienes en el bolsillo!

Querían que el combate terminara con una lluvia de golpes irresistibles. Esto era lo que deseaban ver; para esto pagaban.

Y Tom King, que durante media hora había economizado sus fuerzas, las derrochó a manos llenas en lo que debía ser el esfuerzo final, un esfuerzo que no podría repetir. Era su única oportunidad. ¡Ahora o nunca! Las fuerzas lo abandonaban rápidamente, y todas sus esperanzas se cifraban en que, antes de que lo abandonasen del todo, habría conseguido que su adversario permaneciera tendido en la lona durante diez segundos. Y mientras seguía pegando y atacando, calculando fríamente la fuerza de sus golpes y el daño que causaban, comprendió lo difícil que era dejar a Sandel fuera de combate. La resistencia de aquel hombre, realmente extraordinaria, era la resistencia virgen de la juventud. Desde luego, Sandel tenía ante sí un futuro lleno de promesas. Él también lo tuvo. Todos los buenos boxeadores poseían el temple que demostraba Sandel.

Sandel retrocedía dando traspiés, perseguido por King, que empezaba a sentir calambres en las piernas y cuyos nudillos comenzaban a resentirse. Sin embargo, siguió asestando sus terribles golpes, sin detenerse ante el dolor que cada uno de ellos producía en sus manos, en sus pobres manos, viejas y torturadas. Aunque en aquellos momentos no recibía ninguna réplica de su adversario, King se debilitaba a toda prisa, de modo que pronto su estado igualaría el de Sandel. No fallaba un solo golpe, pero éstos ya no poseían la potencia de antes y cada uno de ellos suponía para Tom un esfuerzo extraordinario. Sus piernas parecían de plomo y se arrastraban visiblemente por el ring. Los partidarios de Sandel lo advirtieron y empezaron a dirigir gritos de aliento al joven boxeador.

Esto decidió a King a realizar un postrer esfuerzo y asestó dos golpes casi simultáneos: uno con la izquierda, dirigido al plexo solar y que resultó un poco alto, y otro con la derecha a la mandíbula. Estos golpes no fueron demasiado fuertes, pero Sandel estaba ya tan conmocionado, que cayó en la lona, donde quedó debatiéndose. El árbitro se inclinó sobre él y empezó a contarle al oído los segundos fatales. Si antes del décimo no se levantaba, habría perdido el combate. En la sala reinaba un silencio de muerte. King apenas se mantenía en pie sobre sus piernas temblorosas. Se había apoderado de él un mortal aturdimiento y, ante sus ojos, el mar de caras se movía y se balanceaba mientras a sus oídos llegaba, al parecer desde una distancia remotísima, la voz del árbitro que contaba los segundos. Pero consideraba el combate suyo. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse.

Solamente la juventud se podía levantar... Y Sandel se levantó. Al cuarto segundo, dio media vuelta, quedando de bruces, y buscó a tientas las cuerdas. Al séptimo segundo ya había conseguido incorporarse hasta quedar sobre una rodilla, y descansó un momento en esta postura, mientras su aturdida cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Cuando el árbitro gritó «¡nueve!» Sandel se levantó del todo, adoptando la adecuada posición de guardia, cubriéndose la cara con el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. Así defendía sus puntos vitales, mientras avanzaba agachado hacia King, con la esperanza de agarrarse a él para ganar más tiempo.

Tan pronto como Sandel se levantó, King se le echó encima, pero los dos golpes que le envió tropezaron con los brazos protectores. Acto seguido, Sandel se aferró a él desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separarlo, ayudado por King. Éste sabía con cuánta rapidez se recobraba la juventud y, al mismo tiempo, estaba seguro de que Sandel sería suyo si podía evitar que se repusiera. Un enérgico directo lo liquidaría. Tenía a Sandel en su poder, no cabía duda. Él había llevado la iniciativa del combate, había demostrado mayor experiencia que su contrincante, le llevaba ventaja de puntos. Sandel se desprendió del cuerpo de King, tambaleándose, vacilando entre la derrota y la supervivencia. Un buen golpe lo derribaría definitivamente, y, ante esta idea, Tom King, presa de súbita amargura, se acordó del bistec. ¡Ah, si lo hubiera tenido y contara con su fuerza para el golpe que iba a asestar! Concentró sus últimas energías en el golpe decisivo, pero éste no fue bastante fuerte ni bastante rápido. Sandel se tambaleó, pero no llegó a caer. Con paso vacilante, retrocedió hacia las cuerdas y se aferró a ellas. King, también tambaleándose, lo siguió y, experimentando un dolor indescriptible, le asestó un nuevo golpe. Pero las fuerzas lo habían abandonado. Únicamente le quedaba su inteligencia de luchador, turbia, oscurecida por el cansancio. Había dirigido el puño a la mandíbula, pero tropezó en el hombro. Su intención había sido darlo más alto, pero sus cansados músculos no lo obedecieron. Y, por efecto del impacto, el propio Tom King retrocedió, dando traspiés. Poco faltó para que cayera. De nuevo lo intentó. Esta vez su directo ni siquiera alcanzó a Sandel. Era tal su debilidad que cayó sobre el joven y se abrazó a su cuerpo, para no desplomarse definitivamente a sus pies.

King ya no hizo nada por separarse. Había puesto toda la carne en el asador: ya no podía hacer más. La juventud se había impuesto. Incluso en aquel abrazo notaba cómo Sandel iba recuperando sus fuerzas. Cuando el árbitro los separó, King vio claramente cómo se recobraba su joven adversario. Segundo a segundo, Sandel se iba mostrando más fuerte. Sus directos, débiles y vacilantes al principio, cobraron dureza y precisión. Los ofuscados ojos de Tom King vieron el guante que se acercaba a su mandíbula y se propuso protegerla alzando el brazo. Vio el peligro, deseó parar el golpe, pero el brazo le pesaba demasiado y no pudo: le pareció que tenía que levantar un quintal de plomo. El brazo no quería levantarse y él deseó con toda su alma levantarlo. El guante de Sandel ya le había llegado a la cara. Oyó un agudo chasquido semejante al de un chispazo eléctrico y el negro velo de la inconsciencia envolvió su mente.

Cuando abrió de nuevo los ojos, se encontró sentado en su rincón y oyó el clamoreo del público, semejante al rumor del oleaje de la playa de Bondi. Alguien le oprimía una esponja empapada contra la base del cráneo, y Sid Sullivan le rociaba la cara y el pecho con agua fría. Le habían quitado ya los guantes y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No sintió rencor alguno hacia el hombre que lo había dejado fuera de combate, y le devolvió el apretón de manos tan cordialmente que sus nudillos se resintieron. Luego Sandel se dirigió al centro del cuadrilátero y el griterío del público se acalló para oírle decir que aceptaba el desafío de Young Pronto, y que proponía aumentar la apuesta a cien libras. King lo contemplaba, indiferente, mientras sus segundos secaban el agua que corría a raudales por su cuerpo, le pasaban una esponja por la cara y lo preparaban para abandonar el cuadrilátero. King sentía hambre; no era aquélla la sensación de hambre ordinaria, sino una gran debilidad, una serie de palpitaciones en la boca del estómago que repercutían en todo su cuerpo. Se acordó del momento en que había tenido ante él a Sandel tambaleándose, al borde del knock-out. ¡Ah, si hubiese tenido aquel bistec en el cuerpo! Entonces nada habría salvado a Sandel. Le había faltado sólo esto para asestar el golpe decisivo con eficacia. Había perdido por culpa de aquel bistec.

Sus segundos trataron de ayudarlo a pasar entre las cuerdas, pero él los apartó, se agachó y saltó solo al piso de la sala. Precedido por sus cuidadores, avanzó por el pasillo central abarrotado de público. Poco después, cuando salió de los vestuarios y se dirigió a la calle, se encontró con un muchacho que le dijo:

-¿Por qué no le pegaste de firme cuando lo tenías atontado?

-¡Vete al diablo! -le respondió Tom King mientras bajaba los escalones del portal.

Las puertas de la taberna de la esquina estaban abiertas de par en par. Tom King vio las luces cegadoras del local y las sonrientes camareras, y, entre el alegre tintineo de las monedas que saltaban en el mármol del mostrador, oyó diversas voces que comentaban el combate. Alguien lo llamó para invitarlo a una copa, pero él rechazó la invitación y siguió su camino.

No llevaba un céntimo encima. Los tres kilómetros que lo separaban de su casa le parecieron muy largos. Era evidente que envejecía. Cuando cruzaba el Dominio, se dejó caer de pronto en un banco. La idea de que su mujer estaría esperándolo, ansiosa de saber cómo había terminado el encuentro, lo sumió en una angustiosa desesperación. Esto era peor que un knock-out: no se sentía con fuerzas para mirarla a la cara.

Estaba desfallecido y amargado. El vivo dolor que sentía en los nudillos le hizo comprender que, aunque encontrase trabajo como peón de albañil, tardaría lo menos una semana en poder empuñar la pala o el pico. Las palpitaciones que le producía el hambre en la boca del estómago le hacían sentir náuseas. Una profunda desolación se apoderó de él y notó que sus ojos se llenaban de lágrimas incontenibles. Se cubrió la cara con las manos y lloró. Y mientras lloraba se acordó de la paliza que propinó a Stowsher Bill una noche ya lejana. ¡Pobre Stowsher Bill! Ahora comprendía por qué lloró aquella noche en los vestuarios.