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miércoles, 18 de enero de 2012

La Bestia (y IV)


El tren se queda casi parado. La Bestia calla y suena una especie de disparo. Como un latigazo de aire. Nos ponemos en alerta por si los Zetas o las Maras están asaltando el tren. Alguien grita que estemos tranquilos, que es el maquinista que ha desenganchado un par de vagones. ¡Fissshh..! Otra vez. La Bestia parece que suspira. Eso es malo, me digo, cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace. Lo había releído hace unos días en Pedro Páramo. Al menos ya es casi de día. Ahora, por fin, todos los ilegales que estamos en ese tren nos podemos ver las caras. La del salvadoreño Edgar, con su sudadera azul, y que es mucho más joven de lo que aparentaba en la penumbra de las vías. La de Marvin, el hondureño, que desde el principio me pareció un halcón de los narcos, el que nos iba a señalar y a vender, pero que ha empezado a caerme bien. La de Miguel. Supongo que el hecho de que todavía no nos haya pasado nada, el cansancio o las ganas de llegar, nos hacen a todos bajar la guardia.

Entre mis compañeros de vagón hay algún veterano que ya ha hecho este viaje un par de veces. Nos cuenta que esas paradas técnicas son los momentos más peligrosos porque son los que aprovechan los secuestradores para subir al tren. Por si acaso, garrote en mano, nos subimos al techo para comprobar si alguien accede al convoy. "Si ven que somos muchos y que vamos armados, pueden decidir asaltar a los del otro vagón. Aunque si llevan cuernos de chivo (kalashnikovs) estamos jodidos..", me dice Marvin. Algunos de estos hombres han cabalgado a La Bestia hasta en tres ocasiones. Unos han sido detenidos y deportados a sus países. Otros simplemente han regresado para pasar las Navidades con sus familias, pero siempre vuelven.

"Una vez subieron tres 'mareros' armados con pistolas y todos corrimos y saltamos hacia los vagones de atrás. Huyendo. Cuando llegamos al último vagón y vimos que se acercaban no nos quedó otro remedio que saltar del tren. Preferí rifarme la vida que esperar a que me robaran lo poco que tenía o me mataran". Cada uno de estos hombres y mujeres tienen historias similares. El patrón es casi siempre el mismo. Muchos de ellos acaban en algún albergue, hambrientos, harapientos, despojados de su dinero y su dignidad. Allí, hace tiempo hasta que algún familiar les envía algo de dinero con el que seguir adelante. La fiscalía mexicana calcula que las ganancias de estos secuestros y extorsiones pueden ascender a 50 millones de euros anuales. Todo un negocio. Afortunadamente, y después de mirar mucho, no vemos que se haya subido nadie imprevisto.

El tren vuelve a arrancar. De improviso. Sin avisar. Ni un pitido de la locomotora. Nos tambaleamos y a punto estoy de resbalar del techo del vagón. Me agarro a la manivela de una especie de chimenea redonda. Mi cámara, Mario Lastra, me sujeta y consigo levantarme. El tren coge velocidad y es mejor bajarse de ahí. El amanecer al menos nos permite ver las ramas de los árboles que peinan al tren a lo largo de la vía. Hay que agacharse constantemente. Tirarse literalmente al techo del vagón. El tren avanza cada vez más rápido hacia ese sol que apenas empieza a salir allí a lo lejos, en el horizonte, como queriendo alcanzarlo. Tenemos la sensación de estar surfeando sobre las copas de los árboles. De estar en una especie de videojuego en el que hay que saltar o agacharse constantemente, sin perder el equilibrio y sin caerte por los costados del vagón. Alguno de los migrantes veteranos me dice que tengamos cuidado, que esa sensación de euforia, de descarga de adrenalina, de que no te puede pasar nada, de libertad, en definitiva, le ha costado la vida a muchos.

Cuando bajamos la escalerilla Miguel, el guatemalteco, nos avisa de que no pongamos los pies en los enganches del tren. Ellos le llaman "muelas". Son los mecanismos hidráulicos que engarzan vagón con vagón pero que, con los acelerones y los frenazos, se convierten en auténticos cepos si te has situado encima de ellos. Los pies de decenas de ilegales han sido machacados por esas muelas. "La Bestia no tiene piedad -dice-. En este viaje no existe la piedad. Solo algunos curas buenos que nos dejan dormir en sus albergues y las señoras patronas que regalan comida".

Conocí a esas patronas. El nombre les viene de la pequeña pedanía en la que viven, junto a la ciudad de Córdoba, y que se llama La Patrona. Sus casas están junto a la vía del tren, literalmente pegadas, y su vida se rige por los horarios de esa Bestia, que les despierta con sus silbidos o les corta el paso a nivel con su presencia mastodóntica e imparable. Desde hace unos años un grupo de vecinas cocina a primera hora de la mañana 50 raciones de comida que introducen en bolsas, y que atan entre sí en pequeños hatillos. Cuando suena el pitido de La Bestia corren como posesas y se sitúan junto a la vía. Esperando. Entonces se produce algo impresionante por su peligro y por su altruismo. Decenas de migrantes se asoman de maneras imposibles por los huecos de los vagones. Se sujetan con la pierna a las escalerillas o se atan con cinturones a un pestillo del tren, todo con tal de escorzar al máximo sus cuerpos y alcanzar la comida que les dan Las Patronas.

Es una especie de avituallamiento en velocidad, de bondad real. Mucha de la comida queda desparramada por el suelo porque los migrantes no consiguen asirla. "Da igual, lo que importa es el detalle, que ellos sientan que no están solos, que hay gente buena en México", me dijo Norma Romero. Ella empezó con esto hace 15 años. Convenció a sus hermanas. Después a sus vecinas. Algunas decidieron retirarse de esta especie de ONG de base, agobiadas por las amenazas del crimen organizado, de los secuestradores. Otras lo hicieron porque durante un tiempo fueron acusadas de polleras, de traficantes de personas. "¡Hasta que la Corte Suprema cambio la ley, cualquiera que ayudara o cobijara a migrantes, aunque no obtuviera beneficio económico, podía ser acusada de tráfico de personas, por eso algunas abandonaron", cuenta Norma.

"¡Qué buenas las señoras!", me recuerda Miguel. Ya se ha hecho completamente de día y estamos llegando a Medias Aguas, Estado de Veracruz, zona controlada, según todos, por los Zetas. Territorio narco donde nada se mueve sin su conocimiento o consentimiento. Nos aconsejan dejar el tren para no atraer más su atención y perjudicar al resto: "Es que si los halcones les dicen que hay extranjeros con plata van a querer subir y de paso robarnos a nosotros", me suplican. El tren discurre ahora más lento por veredas donde pastan vacas y praderas gigantes de un intenso verde. Son las nueve de la mañana. Nos desperezamos como podemos. El cansancio se dibuja en nuestras caras. Las fuerzas fallan. El tren se detiene en la estación. Llegan los garroteros, los guardias de seguridad de la Compañía de Ferrocaril Chiapas-Mayab. Gritos de que nos bajemos. Pitidos con el silbato y amenazas con sus porras. Algunos salen corriendo. Rodearán la estación para volver a cogerlo cuando salga el tren por el otro lado. Necesito un café y una ducha. Yo puedo permitírmelo, pero mis colegas de viaje, mis amigos ilegales, no... Ellos se esconderán en el bosque, se lavarán en un río y buscarán alguna iglesia para que les de algo de comer.

Me despido de ellos. Todos estamos sucios y avejentados. Viajar en La Bestia desgasta. Les digo que tengan cuidado y que no se fíen de nadie. Yo seguiré mi viaje en avión. Subiré a la complicada Ciudad Juárez, en Chihuahua, y a San Fernando, en Tamaulipas. Ellos tardarán tres semanas en llegar allí si antes no les cogen y los deportan. "¿Por qué a San Fernando, guey?", me pregunta Marvin. "Porque allí los Zetas fusilaron a 72 migrantes como vosotros a los que intentaron captar para el narco, y porque se han encontrado varias fosas comunes con casi 300 cuerpos de ilegales que nunca llegaron a su destino en Estados Unidos", le respondo. Y vuelve a mirarme con estupor, como pensando en silencio "¿Y para qué me lo cuentas, cabrón...?". Y yo vuelvo a decirle que tenga cuidado. Y que coja la ruta del oeste, la de Tijuana, que está ahora mas fácil que la de Tamaulipas, en el Caribe. Y le abrazo. Y le veo alejarse con su mochila pequeña, con su gorra de béisbol, con su dignidad, con sus esperanzas, con su proyecto de futuro como carpintero en Las Vegas. Y levanto los brazos y cruzo los dedos cuando se da la vuelta para decir adiós, intentando enviarle buenas vibraciones, porque justo antes me ha dicho que si no me manda un email en menos de un mes, desde Las Vegas, que le dé por desaparecido o por muerto...

La Bestia (continuación III)

Soy un polizón. Un ilegal subido en este tren de mercancías que cruza México en dirección a Estados Unidos. Llevo mi pasaporte, pero viajo como un indocumentado. Me lo he colocado en un bolsillo bien cerrado, por si acaso. Por si me caigo. Para que al menos me identifiquen y sepan quien soy. Son las cuatro de la mañana y hace frío. Y está oscuro. De vez en cuando el maquinista frena para bajar la velocidad y la Bestia chirría, como si chillara, trepanandote los oídos. El carbón depositado en las vías y aventado por la velocidad del tren irrita los ojos y las mucosas. Tengo el pelo apelmazado y la piel acartonada. Respirar esto no debe de ser bueno. El cemento que transporta el vagón al que me he subido suelta un polvo blancuzco que se mete por todos los lados. Los vagones de delante llevan productos químicos, por eso no se ha subido en ellos ningún ilegal.

El rugido de la Bestia es constante y atronador. Cuando pasamos por gargantas angostas, el traqueteo del tren se convierte en una tortura sónica que amenaza con volverte loco. De noche no te puedes asomar para intentar distinguir por donde va el tren, porque cualquier rama de un árbol pegado a la vía te puede golpear y tirarte abajo. Los migrantes con los que viajo en este vagón de cemento me han dado sus nombres y me han contado sus historias. Empiezo a confiar en ellos. No creo que sean "halcones" de los narcos, pero por si acaso no bajo la guardia.

Dos de ellos se han quedado dormidos. Es una imprudencia. Cualquier frenazo, acelerón o curva cerrada los puede mandar a la vía. Y lo que es peor, a las ruedas de este tren que todos los días devora a algún ilegal o mutila alguno de sus miembros. Lo he visto en el Albergue de Tapachula, en Chiapas, donde acogen a los migrantes a los que la Bestia dio un zarpazo, pero que sobrevivieron.

"Me quedé en shock. Mi mente seguía funcionando, dándose cuenta de lo que me había pasado. Sentía coraje por todo el cuerpo. Un calor enorme. Me dio por pensar que igual me salvaban la pierna, pero ya ve, ahora llevo una prótesis..". Maritza Guzmán, hondureña de 25años, borda la iniciales del albergue Jesús el Buen Pastor en un mantel mientras me cuenta su drama. Intentó subirse a la Bestia en marcha cuando ya había cogido velocidad. Se agarró a la escalerilla pero en el ultimo momento vaciló. Y con la Bestia no se vacila, porque no tiene piedad. Maritza saltó pero se dio cuenta de que su pierna derecha no hacia pie en el escalón, sino que era succionada por la rueda del tren. Succionada y seccionada. Ese día acabo su viaje como ilegal a Estados unidos. Era el primer día y ahora espera su deportación en esta posada para migrantes.

La historia de Maritza se repite muy a menudo. Todas las semanas los diferentes hospitales de las ciudades por las que pasa el tren registran el caso de un amputado, cuando no de un fallecido por el tren. Le pregunto como contempla su tragedia, como una cuestión de mera mala suerte, como un fracaso, quizás como un castigo. "Para ser un castigo debería ser mala persona, y no lo soy, pero si es un fracaso. Nunca tuve un buen trabajo en mi país, pero al menos tenia dos piernas", se lamenta.

El albergue de Tapachula se ha especializado en el cuidado, cura y mimo de todas estas personas que iniciaron un viaje para una vida mejor y que fueron brutalmente golpeados por la realidad del fracaso. Miguel Antonio Távora, de 28 años y también hondureño, maneja la silla de ruedas con soltura. Me cuenta que perdió la pierna dos semanas antes. Tiene, como dice el, los muñones todavía frescos. Llegó a jugar al fútbol en ligas mayores en su San Pedro Sula natal, y ahora, pena por haber tomado una decisión que lamentará toda su vida. "A mi me mató la confianza, porque no le mostré miedo a La Bestia", cuenta. Como a Maritza, su cuerpo fue succionado al resbalar por la escalerilla mientras abordaba el tren. Como Freddy, que resbaló del techo del vagón por la lluvia y acabo bajo las ruedas. Como tantos y tantos otros que, al menos, tienen la suerte de contarlo.

8.818 cadáveres sin identificar

Los otros polizones que van conmigo, los que están despiertos, me cuentan historias similares, y me dicen que me acuerde de sus nombres por si se caen del tren o los despeñan los narcos durante un asalto: "No llevamos documentos y no queremos acabar en una fosa común". Apunto: Edgar Vázquez, salvadoreño, Marvin López, hondureño, Miguel Guerra, guatemalteco... Yo les cuento que he estado en la morgue de Tapachula y en su cementerio, donde entierran los cadáveres de los ilegales no identificados.

Callan y escuchan. Supongo que queriendo no escuchar. Imaginándose ellos mismos en esa situación. Les doy datos. Hay en México 8.818 muertos sin nombre, según estadísticas del Servicio Medico Forense (SEMEFO). Bien es cierto que muchos de ellos son producto de las guerras internas entre los narcos, pero los cadáveres encontrados en las ciudades que hacen frontera con Estados Unidos o Guatemala, o por las que pasa La Bestia, son de migrantes. Son enterrados en fosas comunes y el único documento oficial que consta es un Acta de Defunción donde, en una linea, se hace una descripción de las causas del fallecimiento.

"El año pasado enterramos a unos 70 u 80", me cuenta Arturo Moreno, el enterrador del cementario de Tapachula. Tiene un sentido del humor especialmente negro, como supongo que se le pide a un enterrador, y el sentido práctico de un Caronte que te dice "muchos vienen ya con olor, con arrocito y gusanos, ya no se les reconoce ni la cara. Si, es una tragedia pero pues no es para ponerse a llorar, ¿No?". Cuando le pregunto que me enseñe la fosa común mi sorpresa se convierte casi en indignación. No hay fosa común. La quitaron para hacer sitio. Desde hace semanas entierran los cadáveres de los ilegales en los caminos de tierra del cementerio, o entre las tumbas mas antiguas, o simplemente en cualquier esquinazo. Solo él y el responsable del camposanto saben donde están. Podemos estar pisando un cuerpo no identificado y no saberlo. Me enseña un basurero, lleno de ceniza, desperdicios de comida y restos de flores secas: "Aquí enterramos a un padre y su hija, juntos, como los encontraron".

- ¿Quienes eran?, -pregunto.

- Ni idea, yo solo enterré sus cuerpos.

- ¿Y lo hizo debajo del basurero o la basura la echaron después?.

- Eso es culpa de la gente, que echa sus desperdicios aquí. ¡Que falta de vergüenza!, -me dice como compungido.

- Bueno, y porqué no señalizan el lugar. Ponen una cruz, o un cartel que diga N.N., o algo que indique que aquí yacen dos cuerpos...

- Porque no me pagan por ello. A mi me pagan lo familiares de los muertos y como estos no sabemos quienes eran, y como pues no hay familia, pues ahí están..

Mis compañeros de viaje en La Bestia me miran sin despegar los labios. Les enseño la foto del basurero y ladean la cabeza sin decir nada. Cerrando lo ojos. Enseguida despiertan al que se había quedado dormido. "Cuidado hermano, que si te caes ya nunca mas se sabe de ti". Y se arrepienten de no llevar su documentación encima. Y se aprietan entre ellos como dándose calor, o esperanza, o ánimo. El tren sigue su marcha. Yo me palpo el pasaporte y me froto las manos para calentármelas un poco. Y me pregunto a mí mismo por qué les cuento estas cosas. Por qué soy a veces tan bocazas. Que necesidad tengo de amargarles un viaje ya de por si complicado. Son las cinco de la mañana y el tren no deja de rugir. Sigo despierto...