viernes, 13 de noviembre de 2015

A ninguna parte

Ayer. El viaje a ninguna parte. Una película que gana con el tiempo y me produce una ternura infinita. Un retrato de la verdad del arte, de vivir contracorriente. Haciendo aquello que uno siente porque no sabe, porque no puede hacer otra cosa. Solo sabe dar su corazón.

Todos tan jóvenes. Éramos tan jóvenes. Esos caminos de Castilla profunda, intentando ganar un día para la función. Los aldeanos yéndose a las primeras de cambio. Porque han de pedirse un café o una copa de anís. El fantasma del hambre en los años de posguerra, el yugo y las flechas.

Actores únicos, irrepetibles. Fernando Fernán-Gómez intentando teatralizar una escena de cine. Tremendo. Juan Diego, el ex-divisionario Maldonado, que en realidad se apellida Conejo. Fantástico. Llegan a Madrid y la pensión no acepta cómicos. No hace demasiado tampoco los querían en los camposantos.

Laura del Sol. Abrázame fuerte. Como si no fuéramos a separarnos nunca. La Juani, para comerla a besos.

Hay que ser de una pasta especial para dedicarse al teatro. Compitiendo con el cine, el fútbol y toda clase de espectáculos que comprometen poco y nada lo más íntimo.

Raúl Fraire, viejo y querido amigo, que ya se fue. Como Manuel, hace ya más de veinte años. Los recuerdo todos los días.

Las habitaciones desconchadas de las pensiones, donde se masca una humedad que se instala en los huesos. "Cómicos.... Apagar la luz, coño". Caminar por el campo, arrastrando maletas. El frío, el frío castellano. Las relaciones humanas desesperadas, atadas con un cordel. La necesidad de amar para decir yo estuve ahí. Le importo a alguien.

Pepe Sacristán y su discurso a los mozos del pueblo. A lo Mercader de Venecia pero en castellano. Soberbio hasta las lágrimas.

Y la metahistoria. Nada fue realmente así. No hubo éxitos, ni aplausos interminables. Ni premios ni reconocimiento emocionado de los pares. No hubo nada. Todo lo soñaste. Lo soñamos juntos.

Y sin embargo.




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