viernes, 4 de noviembre de 2016

Noviembre

Lentamente el año camina hacia su fin. Este extraño año 16 de dos otoños. Ahora llueve mientras Pablo duerme tranquilamente. Me gusta velar su sueño. Creo que nací para ser guardián entre el centeno.

Volví a casa, incluso tuve la fantasía de instalarme por un tiempo. Encontré hermanos agigantados, abrazos inabarcables. Gente que da su corazón sin pedir nada a cambio. También encontré espectros. Gente que quise mucho y ahora no sé más quién es. Me congelaron el aliento.

Buenos Aires, Argentina. El norte. El sueño de la razón... ya se sabe.

El tango que no cesa. Cinco de la mañana en Ezeiza. Solo. No me acostumbro a viajar solo. No es para mí. Qué sentido tiene el descubrimiento, el asombro fugaz, si no se comparte. Qué sentido tiene la vida entera si no se comparte.

Ojos ávidos de horizontes, de mares lejanos, de mapas incompletos. Los Cuarenta Rugientes. Yo estuve ahí. Doblé el Cabo de Hornos también. Solo uno sabe las esquinas por las que pasó, los desiertos que atravesó: al final del camino está uno mismo sentado. Esperando.

Noviembre boreal. La lluvia cae lenta, fría, las calles cubiertas de hojas, pero no como en Buenos Aires. Los cafés europeos invitan a filosofar frente a un té. Qué cosa tan extraña es la amistad. Es Buenos Aires, por eso digo tu nombre, como un conjuro, una invocación. ¿Qué estrella fuiste a buscar?

Noche de tango. ¿Hoy no vas a milonguear...? No. Hoy me quedo contemplando el fuego, escuchando al Polaco, bebiendo un ribera a sorbos lentos, hablándote en susurros.

Aunque no estés.


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