viernes, 11 de octubre de 2019

Butoh

En estos días tuve la suerte de conocer a una persona que, entre otras cosas, se dedica con pasión a la danza butoh, una danza que procede de Japón y que surgió tras las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki (siempre hay que recordar que nuestros amigos americanos, aquel país que contemplamos como modelo de desarrollo occidental, como adalides del capitalismo más salvaje, no tuvo reparos en lanzar no una sino dos bombas sobre población civil).
El butoh es un lamento bailado, un retorcerse en nuestra condición humana. Sus creadores se inspiraron en los movimientos de los cuerpos moribundos que se arrastraban entre los escombros tras las detonaciones nucleares.
Tuve la suerte de traducir textos de Mishima y en mis años de estudiante coincidí con Tamaki Otani, un excelente guitarrista de Hiroshima, precisamente. Aún guardo como un tesoro las partituras que Tamaki escribía a mano con las plumas de caña y la tinta que se utiliza para la fascinante caligrafía japonesa. Un arte mayor.
Siempre he sentido un gran respeto por la cultura tradicional del país del Sol Naciente, una cultura elegante y minimalista, vinculada a un pensamiento panteísta. Dios está en todas las cosas. Todos somos dioses.
El butoh pretende "cansar la mente", eliminar el ego de la ecuación y abrir las puertas del subconciente. Occidente, que está profundamente enfermo (lo más inquietante es que no suele darse cuenta) haría bien en beber de estos cálices.
Y haría bien en recuperar alguna clase de pensamiento ritual, aunque solo fueran rituales de agradecimiento por el simple hecho de estar vivo. La vida es un fenómeno altamente improbable. Como lo son el amor o la amistad a cambio de nada.

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