sábado, 6 de junio de 2020

Viena, 1913

No suele hablarse mucho de este tema, pero hubo un momento y un café en el que se cruzaron las vidas de cinco personajes que marcaron a fuego el devenir histórico del siglo XX.

La ciudad, Viena. El año, 1913. El mes de enero para ser más precisos. El Café Central de la ciudad imperial acogió entre sus mesas nada menos que a Freud, Trotski, Stalin, Tito y Hitler. Freud era médico y tenía una vida ordenada. Tito, el croata que se convertiría en líder de la Yugoslavia socialista, trabajaba como mecánico de coches, es decir, podía pagar sus facturas. Trotski -cuyo nombre real era Bronstein, "Trotski" se lo robó a un carcelero- sobrevivía como periodista y no paraba de escribir. Quedan dos...

Sí. Hitler y Stalin. Es alucinante pero estuvieron sentados en el mismo café del centro de la capital austrohúngara, un elegante local que había sido sede de la bolsa.

La vida personal de ambos era un auténtico desastre. Que se sepa, Hitler estuvo cinco años en Viena (las cosas que cuenta en Mein Kampf están muy edulcoradas siendo ya líder de un movimiento). Stalin algo más. Unos nueve y habitualmente se hacía pasar por griego.

Stalin, al que sus escasos amigos llamaban "Koba", era un prodigio de valor físico. Un hombre de acción. Es como si le hubieran extirpado el miedo. Se dedicaba fundamentalmente a robar bancos para la Revolución. Cada vez que surgía un trabajo casi suicida que nadie quería hacer llamaban a Stalin. "Este es un trabajo para Koba". Todo en él inspiraba desamor. Su aspecto, su rostro picado de viruela, su mirada huidiza...

En cuanto a Hitler, durante sus años en Viena fue el más miserable de los cinco. Cuando podía pagarla, vivía en una pensión de mala muerte. En caso contrario, daba con sus huesos en un establecimiento para indigentes. Allí se forjó su carácter hecho de resentimiento y odio hacia los extranjeros, hacia todo lo que no fuera germánico. Sus intentos de ingresar en la escuela de arquitectura fracasaron, así como sus proyectos de convertirse en pintor.

Años más tarde, se cuenta que Hitler solo llegó a sentir algo semejante al cariño por Albert Speer, el arquitecto Wunderkind del régimen. Speer, de 38 años, fue el alter ego de Hitler y se convirtió en algo parecido al hijo que nunca tuvo.

Abril de 1945. Búnker de la Cancillería del Reich. Speer desafía las bombas rusas y viene a despedirse de su mentor. Fue la única vez que Adolf dio un abrazo en público a alguien. Un precursor de la distancia social.

Stalin, Hitler... sueltos por las calles de Viena. Alimentando el odio y el resentimiento contra todo y contra todos.

Mahler, el divino Gustav, había muerto dos años antes en esa misma ciudad imperial. En el comienzo de su Quinta Sinfonía, la Trauermarsch, está en ciernes toda la larga noche que habría de caer sobre Europa. La noche de los cuchillos largos. La noche de los cristales rotos. La noche infinita.

Por cierto, Stalin le ganó siete partidas de ajedrez seguidas a Lenin en Cracovia. Y Lenin no era precisamente torpe, antes al contrario. ¿Líderes políticos que saben jugar al ajedrez? Has vuelto a beber, Martín...

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