miércoles, 13 de enero de 2021

Relatos a contramano. Comida familiar, por Rasskin & Rasskin

Hoy arrancamos una nueva serie que tendrá periodicidad mensual. Se trata de una colaboración mano a mano entre mi Señor Padre, el pintor Abel Rasskin, y yo mismo con mi mecanismo. Es algo que me hace especialmente feliz por mil razones que no detallaré para no ejercer de porteño carne de diván.

Relatos a contramano. Hoy... Episodio ONE. Comida familiar. Va por ustedes/vosotros! Besos y abrazos.

Mamá es cantante. Está muy loca, pero quién no. Tiene 768 años y siempre intenta seducir jovencitos cantándoles boleros, tangos, lo que sea. Si no lo logra se enfada. Los pibes se ríen. Se ríen antes de salir corriendo. Usa las redes sociales para pescar incautos con fotos que no tienen nada que ver con la realidad. Eso produce shocks anafilácticos en las citas a ciegas.
El domingo pasado nos invitó a comer a casa. Tengo dos hermanas y un hermano de distintos padres. Su vida sentimental es un desastre. No hay poronga que le venga bien. Entre los hermanos hay cierta distancia, yo qué sé. Cosas de familia.

Mamá pasa bastante de nosotros, así que la reunión del domingo creó bastantes expectativas.
Todo lo que tenga que ver con hacer cosas para los demás no es lo suyo. Cocinar, tampoco. Mejor que no se acerque a la cocina. Por eso, ante el temor a una más que probable indigestión, la comida la llevamos nosotros. Huevadas... pero comestibles.
Cuando nos tuvo a tiro, mamá agarró una copa de vino —de vinos sabe un montón—, la golpeó repetidamente con una cucharita y tomó la palabra.
—Ahora que los tengo juntos y veo que se llevan bien entre ustedes, que se las arreglan, quiero confesarles algo...
Mis hermanos y yo nos miramos. ¿Qué podrá ser? ¿Algo sobre nuestros respectivos padres? ¿Alguna clave para ser feliz...?

—Claro, mamá. Estamos encantados de estar todos juntos, aquí, contigo. Te escuchamos... —dijo mi hermana mayor, un prodigio de equilibrio mental y espiritual. Nada filosa.
Se produjo un silencio algo incómodo.
—En realidad... yo nunca quise tener hijos. Solo me interesa mi carrera de cantante. Soy incapaz de hacer nada por nadie. Cada paso que he dado en mi vida ha sido en función de mí misma, de mi carrera. Puedo decirle cualquier cosa a quien sea para lograr mis objetivos, adularle de forma rastrera si es preciso. Solo me interesan los elogios, a cualquiera que me critique ni lo escucho, lo pongo automáticamente en la lista negra. Les pido perdón por haberlos traído al mundo siendo la persona que soy.

Nos miramos todos. Con cierta piedad contemplamos a aquella pobre mujer pintada como una puerta a la que el maquillaje no ayudaba en nada, antes al contrario, acentuaba el patetismo de mujer entrada en años que quiere pasar por adolescente. Comprendimos que nunca tuvo amor. Nunca lo dio. Fría como el hielo más negro y, sin embargo, la persona que nos dio la vida.
Comida familiar. Festejos.  
*

domingo, 3 de enero de 2021

Cuadernos para Pablo X - El cohete, por Ray Bradbury (Crónicas marcianas)

Fiorello Bodoni se despertaba de noche y oía los cohetes que pasaban suspirando por el cielo oscuro. Se levantaba y salía de puntillas al aire de la noche. Durante unos instantes no sentiría los olores a comida vieja de la casita junto al río. Durante un silencioso instante dejaría que su corazón subiera hacia el espacio, siguiendo a los cohetes.
Ahora, esta noche, de pie y semidesnudo en la oscuridad, observaba las fuentes de fuego que murmuraban en el aire. ¡Los cohetes en sus largos y veloces viajes a Marte, Saturno y Venus!
-Bueno, bueno, Bodoni.
Bodoni dio un salto.
En un cajón, junto a la orilla del silencioso río, estaba sentado un viejo que también observaba los cohetes en la medianoche tranquila.
-Oh, eres tú, Bramante.
-¿Sales todas las noches, Bodoni?
-Sólo a tomar aire.
-¿Sí? Yo prefiero mirar los cohetes -dijo el viejo Bramante-. Yo era aún un niño cuando empezaron a volar. Hace ochenta años. Y nunca he estado todavía en uno.
-Yo haré un viaje uno de estos días.
-No seas tonto -dijo Bramante-. No lo harás. Este mundo es para la gente rica. -El viejo sacudió su cabeza gris, recordando-. Cuando yo era joven alguien escribió unos carteles, con letras de fuego: El mundo del futuro. Ciencia, confort y novedades para todos. ¡Ja! Ochenta años. El futuro ha llegado. ¿Volamos en cohetes? No. Vivimos en chozas como nuestros padres.
-Quizá mis hijos -dijo Bodoni.
-¡Ni siquiera los hijos de tus hijos! -gritó el hombre viejo-. ¡Sólo los ricos tienen sueños y cohetes!
Bodoni titubeó.
-Bramante, he ahorrado tres mil dólares. Tardé seis años en juntarlos. Para mi taller, para invertirlos en maquinaria. Pero desde hace un mes me despierto todas las noches. Oigo los cohetes. Pienso. Y esta noche, al fin, me he decidido. ¡Uno de nosotros irá a Marte!
Los ojos de Bodoni eran brillantes y oscuros.
-Idiota -exclamó Bramante-. ¿A quién elegirás? ¿Quién irá en el cohete? Si vas tú, tu mujer te odiará, toda la vida. Habrás sido para ella, en el espacio, casi como un dios. ¿Y cada vez que en el futuro le hables de tu asombroso viaje no se sentirá roída por la amargura?
-No, no.
-¡Sí! ¿Y tus hijos? ¿No se pasarán la vida pensando en el padre que voló hasta Marte mientras ellos se quedaban aquí? Qué obsesión insensata tendrán toda su vida. No pensarán sino en cohetes. Nunca dormirán. Enfermarán de deseo. Lo mismo que tú ahora. No podrán vivir sin ese viaje. No les despiertes ese sueño, Bodoni. Déjalos seguir así, contentos con su pobreza. Dirígeles los ojos hacia sus manos, y tu chatarra, no hacia las estrellas…
-Pero…
-Supón que vaya tu mujer. ¿Cómo te sentirás, sabiendo que ella ha visto y tú no? No podrás ni mirarla. Desearás tirarla al río. No, Bodoni, cómprate una nueva demoledora, bien la necesitas, y aparta esos sueños, hazlos pedazos.
El viejo calló, con los ojos clavados en el río. Las imágenes de los cohetes atravesaban el cielo, reflejadas en el agua.
-Buenas noches -dijo Bodoni.
-Que duermas bien -dijo el otro.
Cuando la tostada saltó de su caja de plata, Bodoni casi dio un grito. No había dormido en toda la noche. Entre sus nerviosos niños, junto a su montañosa mujer, Bodoni había dado vueltas y vueltas mirando el vacío. Bramante tenía razón. Era mejor invertir el dinero. ¿Para qué guardarlo si sólo un miembro de la familia podría viajar en el cohete? Los otros se sentirían burlados.
-Fiorello, come tu tostada -dijo María, su mujer.
-Tengo la garganta reseca -dijo Bodoni.
Los niños entraron corriendo. Los tres muchachos se disputaban un cohete de juguete; las dos niñas traían unas muñecas que representaban a los habitantes de Marte, Venus y Neptuno: maniquíes verdes con tres ojos amarillos y manos de seis dedos.
-¡Vi el cohete de Venus! -gritó Paolo.
-Remontó así, ¡chiii! -silbó Antonello.
-¡Niños! -gritó Fiorello Bodoni, tapándose los oídos.
Los niños lo miraron. Bodoni nunca gritaba.
-Escuchen todos -dijo el hombre, incorporándose-. He ahorrado algún dinero. Uno de nosotros puede ir a Marte.
Los niños se pusieron a gritar.
-¿Me entienden? -preguntó Bodoni-. Sólo uno de nosotros. ¿Quién?
-¡Yo, yo, yo! -gritaron los niños.
-Tú -dijo María.
-Tú -dijo Bodoni.
Todos callaron. Los niños pensaron un poco.
-Que vaya Lorenzo… es el mayor.
-Que vaya Mirianne… es una chica.
-Piensa en todo lo que vas a ver -le dijo María a Bodoni, con una voz ronca. Tenía una mirada rara-. Los meteoros, como peces. El universo. La Luna. Debe ir alguien que luego pueda contarnos todo eso. Tú hablas muy bien.
-Tonterías. No mejor que tú -objetó Bodoni.
Todos temblaban.
-Bueno -dijo Bodoni tristemente, y arrancó de una escoba varias pajitas de distinta longitud-. La más corta gana. -Abrió su puño-. Elijan.
Solemnemente todos fueron sacando su pajita.
-Larga.
-Larga.
Otro.
-Larga.
Los niños habían terminado. La habitación estaba en silencio.
Quedaban dos pajitas. Bodoni sintió que le dolía el corazón.
-Vamos -murmuró-. María.
María tiró de la pajita.
-Corta -dijo.
-Ah -suspiró Lorenzo, mitad contento, mitad triste-. Mamá va a Marte.
Bodoni trató de sonreír.
-Te felicito. Mañana compraré tu pasaje.
-Espera, Fiorello…
-Puedes salir la semana próxima… -murmuró Bodoni.
María miró los ojos tristes de los niños, y las sonrisas bajo las largas y rectas narices. Lentamente le devolvió la pajita a su marido.
-No puedo ir a Marte.
-¿Por qué no?
-Pronto llegará otro bebé.
-¿Cómo?
María no miraba a Bodoni.
-No me conviene viajar en este estado.
Bodoni la tomó por el codo.
-¿Es cierto eso?
-Elijan otra vez.
-¿Por qué no me lo dijiste antes? -dijo Bodoni incrédulo.
-No me acordé.
-María, María -murmuró Bodoni acariciándole la cara. Se volvió hacia los niños-. Empecemos de nuevo.
Paolo sacó en seguida la pajita corta.
-¡Voy a Marte! -gritó dando saltos-. ¡Gracias, papá!
Los chicos dieron un paso atrás.
-Magnífico, Paolo.
Paolo dejó de sonreír y examinó a sus padres, hermanos y hermanas.
-Puedo ir, ¿no es cierto? -preguntó con un tono inseguro.
-Sí.
-¿Y me querrán cuando regrese?
-Naturalmente.
Paolo alzó una mano temblorosa. Estudió la preciosa pajita y la dejó caer, sacudiendo la cabeza.
-Me había olvidado. Empiezan las clases. No puedo ir. Elijan otra vez.
Pero nadie quería elegir. Una gran tristeza pesaba sobre ellos.
-Nadie irá -dijo Lorenzo.
-Será lo mejor -dijo María.
-Bramante tenía razón -dijo Bodoni
Fiorello Bodoni se puso a trabajar en el depósito de chatarra, cortando el metal, fundiéndolo, vaciándolo en lingotes útiles. Aún tenía el desayuno en el estómago, como una piedra. Las herramientas se le rompían. La competencia lo estaba arrastrando a la desgraciada orilla de la pobreza desde hacía veinte años. Aquélla era una mañana muy mala.
A la tarde un hombre entró en el depósito y llamó a Bodoni, que estaba inclinado sobre sus destrozadas maquinarias.
-Eh, Bodoni, tengo metal para ti.
-¿De qué se trata, señor Mathews? -preguntó Bodoni distraídamente.
-Un cohete. ¿Qué te pasa? ¿No lo quieres?
-¡Sí, sí!
Bodoni tomó el brazo del hombre, y se detuvo, confuso.
-Claro que es sólo un modelo -dijo Mathews-. Ya sabes. Cuando proyectan un cohete construyen primero un modelo de aluminio. Puedes ganar algo fundiéndolo. Te lo dejaré por dos mil…
Bodoni dejó caer la mano.
-No tengo dinero.
-Le siento. Pensé que te ayudaba. La última vez me dijiste que todos los otros se llevaban la chatarra mejor. Creí favorecerte. Bueno…
-Necesito un nuevo equipo. Para eso ahorré.
-Comprendo.
-Si compro el cohete, no podré fundirlo. Mi horno de aluminio se rompió la semana pasada.
-Sí, ya sé.
Bodoni parpadeó y cerró los ojos. Luego los abrió y miró al señor Mathews.
-Pero soy un tonto. Sacaré el dinero del banco y compraré el cohete.
-Pero si no puedes fundirlo ahora…
-Lo compro.
-Bueno, si tú lo dices… ¿Esta noche?
-Esta noche estaría muy bien -dijo Bodoni-. Sí, me gustaría tener el cohete esta noche.
Era una noche de luna. El cohete se alzaba blanco y enorme en medio del depósito, y reflejaba la blancura de la luna y la luz de las estrellas. Bodoni lo miraba con amor. Sentía deseos de acariciarlo y abrazarlo, y apretar la cara contra el metal contándole sus anhelos.
Miró fijamente el cohete.
-Eres todo mío -dijo-. Aunque nunca te muevas ni escupas llamaradas, y te quedes ahí cincuenta años, enmoheciéndote, eres mío.
El cohete olía a tiempo y distancia. Caminar por dentro del cohete era caminar por el interior de un reloj. Estaba construido con una precisión suiza. Uno tenía ganas de guardárselo en el bolsillo del chaleco.
-Hasta podría dormir aquí esta noche -murmuró Bodoni, excitado.
Se sentó en el asiento del piloto.
Movió una palanca.
Bodoni zumbó con los labios apretados, cerrando los ojos.
El zumbido se hizo más intenso, más intenso, más alto, más salvaje, más extraño, más excitante, estremeciendo a Bodoni de pies a cabeza, inclinándolo hacia adelante, y empujándolo junto con el cohete a través de un rugiente silencio, en una especie de grito metálico, mientras las manos le volaban entre los controles, y los ojos cerrados le latían, y el sonido crecía y crecía hasta ser un fuego, un impulso, una fuerza que trataba de dividirlo en dos. Bodoni jadeaba. Zumbaba y zumbaba, sin detenerse, porque no podía detenerse; sólo podía seguir y seguir, con los ojos cerrados, con el corazón furioso.
-¡Despegamos! -gritó Bodoni. ¡La enorme sacudida! ¡El trueno!-. ¡La Luna! -exclamó con los ojos cerrados, muy cerrados-. ¡Los meteoros! -La silenciosa precipitación en una luz volcánica-. Marte. ¡Oh, Dios! ¡Marte! ¡Marte!
Bodoni se reclinó en el asiento, jadeante y exhausto. Las manos temblorosas abandonaron los controles y la cabeza le cayó hacia atrás, con violencia. Durante mucho tiempo Bodoni se quedó así, sin moverse, respirando con dificultad.
Lenta, muy lentamente, abrió los ojos.
El depósito de chatarra estaba todavía allí.
Bodoni no se movió. Durante un minuto clavó los ojos en las pilas de metal. Luego, incorporándose, pateó las palancas.
-¡Despega, maldito!
La nave guardó silencio.
-¡Ya te enseñaré! -gritó Bodoni.
Afuera, en el aire de la noche, tambaleándose, Bodoni puso en marcha el potente motor de su terrible máquina demoledora y avanzó hacia el cohete. Los pesados martillos se alzaron hacia el cielo iluminado por la luna. Las manos temblorosas de Bodoni se prepararon para romper, destruir ese sueño insolentemente falso, esa cosa estúpida que le había llevado todo su dinero, que no se movería, que no quería obedecerle.
-¡Ya te enseñaré! -gritó.
Pero sus manos no se movieron.
El cohete de plata se alzaba a la luz de la luna. Y más allá del cohete, a un centenar de metros, las luces amarillas de la casa brillaban afectuosamente. Bodoni escuchó la radio familiar, donde sonaba una música distante. Durante media hora examinó el cohete y las luces de la casa, y los ojos se le achicaron y se le abrieron. Al fin bajó de la máquina y echó a caminar, riéndose, hacía la casa, y cuando llegó a la puerta trasera tomó aliento y gritó:
-¡María, María, prepara las valijas! ¡Nos vamos a Marte!
-¡Oh!
-¡Ah!
-¡No puedo creerlo!
Los niños se apoyaban ya en un pie ya en otro. Estaban en el patio atravesado por el viento, bajo el cohete brillante, sin atreverse a tocarlo. Se echaron a llorar.
María miró a su marido.
-¿Qué has hecho? -le dijo-. ¿Has gastado en esto nuestro dinero? No volará nunca.
-Volará -dijo Bodoni, mirando el cohete.
-Estas naves cuestan millones. ¿Tienes tú millones?
-Volará -repitió Bodoni firmemente-. Vamos, ahora vuelvan a casa, todos. Tengo que llamar por teléfono, hacer algunos trabajos. ¡Salimos mañana! No se lo digan a nadie, ¿eh? Es un secreto.
Los chicos, aturdidos, se alejaron del cohete. Bodoni vio los rostros menudos y febriles en las ventanas de la casa.
María no se había movido.
-Nos has arruinado -dijo-. Nuestro dinero gastado en… en esta cosa. Cuando necesitabas tanto esa maquinaria.
-Ya verás -dijo Bodoni.
María se alejó en silencio.
-Que Dios me ayude -murmuró su marido, y se puso a trabajar.
Hacia la medianoche llegaron unos camiones, dejaron su carga, y Bodoni, sonriendo, agotó su dinero. Asaltó la nave con sopletes y trozos de metal; añadió, sacó, y volcó sobre el casco artificios de fuego y secretos insultos. En el interior del cohete, en el vacío cuarto de las máquinas, metió nueve viejos motores de automóvil. Luego cerró herméticamente el cuarto, para que nadie viese su trabajo.
Al alba entró en la cocina.
-María -dijo-, ya puedo desayunar.
La mujer no le respondió.
A la caída de la tarde Bodoni llamó a los niños.
-¡Estamos listos! ¡Vamos!
La casa estaba en silencio.
-Los he encerrado en el desván -dijo María.
-¿Qué quieres decir? -le preguntó Bodoni.
-Te matarás en ese cohete -dijo la mujer-. ¿Qué clase de cohete puedes comprar con dos mil dólares? ¡Uno que no sirve!
-Escúchame, María.
-Estallará en pedazos. Además, no eres piloto.
-No importa, sé manejar este cohete. Lo he preparado muy bien.
-Te has vuelto loco -dijo María.
-¿Dónde está la llave del desván?
-La tengo aquí.
Bodoni extendió la mano.
-Dámela.
María se la dio.
-Los matarás.
-No, no.
-Sí, los matarás. Lo sé.
-¿No vienes conmigo?
-Me quedaré aquí.
-Ya entenderás, vas a ver -dijo Bodoni, y se alejó sonriendo. Abrió la puerta del desván-. Vamos, chicos. Sigan a su padre.
-¡Adiós, adiós, mamá!
María se quedó mirándolos desde la ventana de la cocina, erguida y silenciosa. Ante la puerta del cohete, Bodoni dijo:
-Niños, vamos a faltar una semana. Ustedes tienen que volver al colegio, y yo a mi trabajo -tomó las manos de todos los chicos, una a una-. Escuchen. Este cohete es muy viejo y no volverá a volar. Ustedes no podrán repetir el viaje. Abran bien los ojos.
-Sí, papá.
-Escuchen con atención. Huelan los olores del cohete. Sientan. Recuerden. Así, al volver, podrán hablar de esto durante todas sus vidas.
-Sí, papá.
La nave estaba en silencio, como un reloj parado. La cámara de aire se cerró susurrando detrás de Bodoni y sus hijos. Bodoni los envolvió a todos, como a menudas momias, en las hamacas de caucho.
-¿Listos? -les preguntó.
-¡Listos! -respondieron los niños.
-¡Allá vamos!
Bodoni movió diez llaves. El cohete tronó y dio un salto. Los niños chillaron y bailaron en sus hamacas.
-¡Ahí viene la Luna!
La Luna pasó como un sueño. Los meteoros se deshicieron como fuegos de artificio. El tiempo se deslizó como una serpentina de gas. Los niños gritaban. Horas más tarde, liberados de sus hamacas, espiaron por las ventanillas.
-¡Allí está la Tierra! ¡Allá está Marte!
El cohete lanzaba rosados pétalos de fuego. Las agujas horarias daban vueltas. A los niños se les cerraban los ojos. Al fin se durmieron, como mariposas borrachas en los capullos de sus hamacas de goma.
-Bueno -murmuró Bodoni, solo.
Salió de puntillas del cuarto de comando, y se detuvo largo rato, lleno de temor, ante la puerta de la cámara de aire.
Apretó un botón. La puerta se abrió de par en par. Bodoni dio un paso hacia adelante. ¿Hacia el vacío? ¿Hacia los mares de tinta donde flotaban los meteoros y los gases ardientes? ¿Hacia los años y kilómetros veloces, y las dimensiones infinitas?
No. Bodoni sonrió.
Alrededor del tembloroso cohete se extendía el depósito de chatarra.
Oxidada, idéntica, allí estaba la puerta del patio con su cadena y su candado. Allí estaban la casita junto al agua, la iluminada ventana de la cocina, y el río que fluía hacia el mismo mar. Y en el centro del patio, elaborando un mágico sueño se alzaba el ronroneante y tembloroso cohete. Se sacudía, rugía, agitando a los niños, prisioneros en sus nidos como moscas en una tela de araña.
María lo miraba desde la ventana de la cocina.
Bodoni la saludó con un ademán, y sonrió.
No pudo ver si ella lo saludaba. Un leve saludo, quizá. Una débil sonrisa.
Salía el sol.
Bodoni entró rápidamente en el cohete. Silencio. Todos dormidos. Bodoni respiró aliviado. Se ató a una hamaca y cerró los ojos. Se rezó a sí mismo. “Oh, no permitas que nada destruya esta ilusión durante los próximos seis días. Haz que el espacio vaya y venga, y que el rojo Marte se alce sobre el cohete, y también las lunas de Marte, e impide que fallen las películas de colores. Haz que aparezcan las tres dimensiones, haz que nada se estropee en las pantallas y los espejos ocultos que fabrican el sueño. Haz que el tiempo pase sin un error.”
Bodoni despertó.
El rojo Marte flotaba cerca del cohete.
-¡Papá!
Los niños trataban de salir de las hamacas.
Bodoni miró y vio el rojo Marte. Estaba bien, no había ninguna falla. Bodoni se sintió feliz.
En el crepúsculo del séptimo día el cohete dejó de temblar.
-Estamos en casa -dijo Bodoni.
Salieron del cohete y cruzaron el patio. La sangre les cantaba en las venas. Les brillaban las caras.
-He preparado jamón y huevos para todos -dijo María desde la puerta de la cocina.
-¡Mamá, mamá, tendrías que haber venido, a ver, a ver Marte, y los meteoros, y todo!
-Sí -dijo María.
A la hora de acostarse, los niños se reunieron alrededor de Bodoni.
-Queremos darte las gracias, papá.
-No es nada.
-Siempre lo recordaremos, papá. No lo olvidaremos nunca.
Muy tarde, en medio de la noche, Bodoni abrió los ojos. Sintió que su mujer, sentada a su lado, lo estaba mirando. Durante un largo rato María no se movió, y al fin, de pronto, lo besó en las mejillas y en la frente.
-¿Qué es esto? -gritó Bodoni.
-Eres el mejor padre del mundo -murmuró María.
-¿Por qué?
-Ahora veo -dijo la mujer-. Ahora comprendo. -Acostada de espaldas, con los ojos cerrados, tomó la mano de Bodoni-. ¿Fue un viaje muy hermoso?
-Sí.
-Quizás -dijo María-, quizás alguna noche puedas llevarme a hacer un viaje, un viaje corto, ¿no es cierto?
-Un viaje corto, quizá.
-Gracias -dijo María-. Buenas noches.
-Buenas noches -dijo Fiorello Bodoni.

viernes, 1 de enero de 2021

Cuadernos para Pablo IX - El mundo de ayer, por Stefan Zweig

[...] En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue tan apasionado como en Viena. Precisamente porque la monarquía y Austria no habían tenido desde hacía siglos ambiciones políticas ni demasiados éxitos en acciones militares, el orgullo patrio se había orientado principalmente hacia el predominio artístico. Del antiguo imperio de los Habsburgos, que antaño había dominado Europa, se habían desprendido hacía tiempo las provincias más importantes y valiosas: alemanas e italianas, flamencas y valonas; la capital, el baluarte de la corte, la guardiana de una tradición milenaria, había permanecido incólume, sumida en su viejo esplendor. Los romanos habían colocado las primeras piedras de un castrum, un puesto avanzado, para proteger la civilización latina de la barbarie y, al cabo de más de mil años, el asalto de los otomanos se estrelló contra aquellos muros. Por aquí habían pasado los Nibelungos, desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros inmortales de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss, aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea; en la corte, entre la nobleza y entre el pueblo, lo alemán se unía con alianzas de sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano, lo francés y lo flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en refundir armónicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar: el austríaco, el vienés. Acogedora y dotada de un sentido especial de la receptividad, la ciudad atraía las fuerzas más dispares, las distendía, las mullía y las serenaba; vivir en semejante atmósfera de conciliación espiritual era un bálsamo, y el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del mundo.

Este arte de la adaptación, de las transiciones suaves y musicales, no tardó en manifestarse
en el aspecto exterior de la ciudad. Crecida poco a poco a lo largo de siglos, desplegada
orgánicamente a partir de un núcleo central, era lo bastante populosa, con sus dos millones de
habitantes, como para ofrecer todo el lujo y toda la variedad de una metrópoli, sin ser
desmesurada, a la vez, hasta el punto de separarse de la naturaleza, como Londres o Nueva York.
Las últimas casas de la ciudad se reflejaban en la corriente impetuosa del Danubio o daban a la
extensa llanura o se perdían entre jardines y campos o subían por las suaves colinas de las
últimas estribaciones de los Alpes, rodeadas de verdes bosques; era difícil saber dónde terminaba
la naturaleza y empezaba la ciudad, ambas se confundían sin resistencia ni oposición. Por otro
lado, en el centro se notaba que la ciudad había crecido como un árbol, añadiendo anillos uno
tras otro y, en vez de viejos muros fortificados, a la parte interior, su núcleo más precioso, la
rodeaba la Ringstrasse, con sus casas suntuosas. Aquí los viejos palacios de la corte y de la
nobleza contaban historias convertidas en piedra; ahí Beethoven había tocado el piano en casa de
los Lichnowsky; allí Haydn se había alojado en casa de los Eszterházy; más allá, en la vieja
universidad, había sonado por primera vez la Creación de Haydn; el palacio imperial, el
Hofburg, había contemplado a generaciones de emperadores; el Schönbrunn había visto a
Napoleón; en la catedral de San Esteban, los príncipes aliados de la cristiandad se habían
arrodillado en acción de gracias por haberse salvado de los turcos; la Universidad vio entre sus
paredes a incalculables lumbreras de la ciencia. En medio se alzaba, orgullosa y fastuosa, la
nueva arquitectura, con espléndidas avenidas y rutilantes comercios. Pero la parte vieja no estaba
en absoluto reñida con la nueva, como la piedra labrada con la naturaleza virgen. Era magnífico
vivir allí, en esa ciudad que acogía todo lo extranjero con hospitalidad y se le entregaba de buen
grado; era de lo más natural disfrutar de la vida en su aire ligero y, como en París, impregnado de
alegría. Viena, como bien se sabe, era una ciudad sibarita, pero ¿qué significa cultura sino
obtener de la tosca materia de la vida, a fuerza de halagos, sus ingredientes más exquisitos, más
delicados y sutiles a través del arte y del amor? Amantes de la buena cocina, preocupados por el
buen vino, la joven cerveza amarga, los dulces y las tartas abundantes, los habitantes de esta
ciudad también eran muy exigentes en otros placeres, más refinados. Interpretar música, bailar,
actuar en el escenario, conversar, exhibir modales elegantes y obsequiosos en el
comportamiento, todo eso se cultivaba como un arte especial. No era el mundo militar ni el
político ni el comercial lo que se imponía en la vida tanto del individuo como de la colectividad;
la primera ojeada al periódico de la mañana de un vienés medio no iba dirigida a los debates
parlamentarios ni a los acontecimientos mundiales, sino al repertorio de teatro, que adquiría una
importancia en la vida pública difícilmente comprensible en otras ciudades. Pues el teatro
imperial, el Burgtheater, era para los vieneses y los austríacos más que un simple escenario en
que unos actores interpretaban obras de teatro; era el microcosmos que reflejaba el
macrocosmos, el reflejo multicolor en que se miraba la sociedad, el único y verdadero cotidiano
del buen gusto. El espectador veía en el actor de la corte imperial el modelo de cómo vestirse,
cómo entrar en una habitación, cómo llevar una conversación, qué palabras debía usar un
hombre de buen gusto y cuáles debía evitar; el escenario no era un simple lugar de
entretenimiento, sino un compendio hablado y plástico de urbanidad y buena pronunciación, y un
nimbo de respeto, como una aureola de santidad, envolví todo lo que tenía alguna relación, por
lejana que fuese, con el teatro de la corte. El primer ministro, el magnate más rico, podía ir por
las calles de Viena sin que nadie volviera la cabeza para mirarlo; en cambio, cualquier
dependienta y cualquier cochero reconocía a un actor ce la corte o a una cantante de la ópera; los
niños nos contábamos con orgullo que habíamos tropezado con uno de ellos en la calle (todos
coleccionábamos sus retratos y autógrafos), y este culto a la personalidad, casi religioso, llegó
hasta el punto de contagiarse a su medie; el peluquero de Sonnethal o el cochero de Josef Kainz
eran personas respetadas y secretamente envidiadas; los jóvenes elegantes se jactaban de ir
vestidos por el mismo sastre que ellos. Cualquier aniversario, cualquier entierro, se convertía en
un acontecimiento que eclipsaba todo hecho político. El sueño supremo de todo escritor vienés
era verse representado en el Burgtheater, porque eso significaba una especie de nobleza vitalicia
y comprendía toda una serie de honores como, por ejemplo, entradas gratis para toda la vida,
invitaciones a todas las recepciones oficiales; de esta manera uno se convertía en huésped de la
casa imperial, y yo todavía recuerdo la solemnidad de mi introducción en ella. Por la mañana, el
director del Burgtheater me había pedido que fuera a su despacho para comunicarme, después de
felicitarme, que el Burgtheater había aceptado mi drama; cuando regresé a casa aquella noche,
encontré su tarjeta. A mis veintiséis años, aquel hombre me había devuelto formalmente la visita;
el hecho de que mi obra hubiese sido aceptada me había convertido en autor del teatro imperial y
en un gentleman al que el director de aquella institución debía tratar au pair. Y todo lo que
ocurría en el teatro afectaba indirectamente a todos, incluso a quien no tenía una relación directa
con él. Recuerdo, por ejemplo, de la época de mis primeros años de juventud, que un día nuestra
cocinera, con lágrimas en los ojos, irrumpió en la habitación: le acababan de comunicar que
Charlotte Wolter (la actriz más famosa del Burgtheater) había muerto. Lo más grotesco de aquel
dolor exagerado era, por supuesto, que nuestra anciana cocinera medio analfabeta no había
estado ni una sola vez en el Burgtheater y no había visto a la Wolter ni dentro ni fuera del
escenario; pero en Viena, una gran actriz nacional era propiedad colectiva hasta tal punto que
incluso los que no se interesaban por el teatro percibían su muerte como una catástrofe.
Cualquier pérdida, la desaparición de un cantante o de un actor popular, se convertía
irremediablemente en luto nacional. Cuando el «viejo» Burgtheater, donde por primera vez
sonaron las notas de Las bodas de Fígaro de Mozart, estaba a punto de ser demolido, toda la
sociedad vienesa se reunió en sus salones, solemne y conmovida, como si se tratara de un
entierro; apenas hubo caído el telón, todo el mundo se precipitó hacia el escenario para llevarse a
casa como reliquia siquiera una astilla de las tablas sobre las que habían actuado sus artistas
favoritos, y, después de décadas, todavía se podían ver en muchas casas burguesas esos
insignificantes trozos de madera guardados en estuches preciosos como los fragmentos de la vera
cruz en las iglesias. Tampoco nosotros actuamos con mucha más sensatez cuando derribaron el
llamado salón Bósendorfer.

En sí misma, aquella pequeña sala de conciertos, reservada exclusivamente a la música de
cámara, era un edificio insignificante y nada artístico; había albergado la escuela de equitación
del príncipe de Liechtenstein y fue adaptada para conciertos con un simple revestimiento de
madera sin ningún tipo de ostentación. Pero, con su resonancia de un viejo violín, era el
santuario de los amantes de la música, porque allí habían dado conciertos Chopin y Brahms,
Líszt y Rubinstein, y porque allí se habían oído por primera vez muchos cuartetos famosos. Y
ahora tenía que ser sacrificado a un nuevo proyecto de edificio funcional; para nosotros, que
habíamos vivido horas inolvidables en aquel edificio, eso era inconcebible. Cuando se
extinguieron los últimos compases de Beethoven, interpretado, más brillantemente que nunca,
por el Roséquartett, nadie se levantó de su asiento. Alborotamos y aplaudimos, algunas mujeres
sollozaron emocionadas, nadie quería admitir que se trataba de un adiós. Apagaron las luces para
echarnos fuera. Ninguno de los cuatrocientos o quinientos fanáticos se movió de su localidad.
Permanecimos allí media hora, una hora, como si con nuestra presencia pudiéramos forzar la
salvación de la vieja sala sagrada. Y los estudiantes, ¡cómo luchamos con peticiones,
manifestaciones y artículos para que no demolieran la casa donde murió Beethoven! Cada una de
esas casas históricas de Viena era como un trozo de alma que nos arrancaban.

Este fanatismo por el arte, y en particular por el arte teatral, en Viena se hacía extensivo a
todas las clases sociales. De por sí, Viena era, por su tradición secular, una ciudad claramente
estratificada y a la vez, como escribí en cierta ocasión, maravillosamente orquestada. La batuta
seguía en manos de la casa imperial. El castillo imperial era el centro de la supranacionalidad de
la monarquía, y no sólo en el sentido del espacio sino también de la cultura. Alrededor del
castillo, los palacios de la alta nobleza austríaca, polaca, checa y húngara formaban una especie
de segunda muralla. A continuación estaba la «buena sociedad», integrada por la nobleza
inferior, el alto funcionariado, la industria y las «viejas familias» y, luego, por debajo, la pequeña
burguesía y el proletariado. Todas estas capas sociales vivían en sus círculos respectivos e
incluso en sus propios distritos: la alta nobleza, en sus palacios del centro de la ciudad; la
diplomacia, en el tercer distrito; la industria y el comercio, cerca de la Tingstrasse; la pequeña
burguesía, en los distritos interiores, del segundo al noveno; el proletariado, en el círculo
exterior; pero todos formaban una misma comunidad en el teatro y en las grandes fiestas, como,
por ejemplo, la batalla de flores del Prater, donde trescientas mil personas aclamaban a las «diez
mil de arriba» que desfilaban en sus carrozas magníficamente adornadas. En Viena, todo lo que
se expresaba con música o color se convertía en motivo de fiesta: procesiones religiosas, como la
del Corpus, desfiles militares, la «Burgmusik», incluso los entierros tenían una concurrencia
entusiasta, y la ambición de todo verdadero vienés era tener unas «buenas honras fúnebres», con
mucha pompa y un gran séquito; un verdadero vienés convertía incluso su muerte en un
espectáculo para los demás. Esa sensibilidad por todo lo que fuera color, música y fiesta, ese
gusto por el teatro como juego y reflejo de la vida, ya fuera en el escenario ya en la realidad, eran
cosas que compartía toda la ciudad [...].