viernes, 1 de enero de 2021

Cuadernos para Pablo IX - El mundo de ayer, por Stefan Zweig

[...] En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue tan apasionado como en Viena. Precisamente porque la monarquía y Austria no habían tenido desde hacía siglos ambiciones políticas ni demasiados éxitos en acciones militares, el orgullo patrio se había orientado principalmente hacia el predominio artístico. Del antiguo imperio de los Habsburgos, que antaño había dominado Europa, se habían desprendido hacía tiempo las provincias más importantes y valiosas: alemanas e italianas, flamencas y valonas; la capital, el baluarte de la corte, la guardiana de una tradición milenaria, había permanecido incólume, sumida en su viejo esplendor. Los romanos habían colocado las primeras piedras de un castrum, un puesto avanzado, para proteger la civilización latina de la barbarie y, al cabo de más de mil años, el asalto de los otomanos se estrelló contra aquellos muros. Por aquí habían pasado los Nibelungos, desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros inmortales de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss, aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea; en la corte, entre la nobleza y entre el pueblo, lo alemán se unía con alianzas de sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano, lo francés y lo flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en refundir armónicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar: el austríaco, el vienés. Acogedora y dotada de un sentido especial de la receptividad, la ciudad atraía las fuerzas más dispares, las distendía, las mullía y las serenaba; vivir en semejante atmósfera de conciliación espiritual era un bálsamo, y el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del mundo.

Este arte de la adaptación, de las transiciones suaves y musicales, no tardó en manifestarse
en el aspecto exterior de la ciudad. Crecida poco a poco a lo largo de siglos, desplegada
orgánicamente a partir de un núcleo central, era lo bastante populosa, con sus dos millones de
habitantes, como para ofrecer todo el lujo y toda la variedad de una metrópoli, sin ser
desmesurada, a la vez, hasta el punto de separarse de la naturaleza, como Londres o Nueva York.
Las últimas casas de la ciudad se reflejaban en la corriente impetuosa del Danubio o daban a la
extensa llanura o se perdían entre jardines y campos o subían por las suaves colinas de las
últimas estribaciones de los Alpes, rodeadas de verdes bosques; era difícil saber dónde terminaba
la naturaleza y empezaba la ciudad, ambas se confundían sin resistencia ni oposición. Por otro
lado, en el centro se notaba que la ciudad había crecido como un árbol, añadiendo anillos uno
tras otro y, en vez de viejos muros fortificados, a la parte interior, su núcleo más precioso, la
rodeaba la Ringstrasse, con sus casas suntuosas. Aquí los viejos palacios de la corte y de la
nobleza contaban historias convertidas en piedra; ahí Beethoven había tocado el piano en casa de
los Lichnowsky; allí Haydn se había alojado en casa de los Eszterházy; más allá, en la vieja
universidad, había sonado por primera vez la Creación de Haydn; el palacio imperial, el
Hofburg, había contemplado a generaciones de emperadores; el Schönbrunn había visto a
Napoleón; en la catedral de San Esteban, los príncipes aliados de la cristiandad se habían
arrodillado en acción de gracias por haberse salvado de los turcos; la Universidad vio entre sus
paredes a incalculables lumbreras de la ciencia. En medio se alzaba, orgullosa y fastuosa, la
nueva arquitectura, con espléndidas avenidas y rutilantes comercios. Pero la parte vieja no estaba
en absoluto reñida con la nueva, como la piedra labrada con la naturaleza virgen. Era magnífico
vivir allí, en esa ciudad que acogía todo lo extranjero con hospitalidad y se le entregaba de buen
grado; era de lo más natural disfrutar de la vida en su aire ligero y, como en París, impregnado de
alegría. Viena, como bien se sabe, era una ciudad sibarita, pero ¿qué significa cultura sino
obtener de la tosca materia de la vida, a fuerza de halagos, sus ingredientes más exquisitos, más
delicados y sutiles a través del arte y del amor? Amantes de la buena cocina, preocupados por el
buen vino, la joven cerveza amarga, los dulces y las tartas abundantes, los habitantes de esta
ciudad también eran muy exigentes en otros placeres, más refinados. Interpretar música, bailar,
actuar en el escenario, conversar, exhibir modales elegantes y obsequiosos en el
comportamiento, todo eso se cultivaba como un arte especial. No era el mundo militar ni el
político ni el comercial lo que se imponía en la vida tanto del individuo como de la colectividad;
la primera ojeada al periódico de la mañana de un vienés medio no iba dirigida a los debates
parlamentarios ni a los acontecimientos mundiales, sino al repertorio de teatro, que adquiría una
importancia en la vida pública difícilmente comprensible en otras ciudades. Pues el teatro
imperial, el Burgtheater, era para los vieneses y los austríacos más que un simple escenario en
que unos actores interpretaban obras de teatro; era el microcosmos que reflejaba el
macrocosmos, el reflejo multicolor en que se miraba la sociedad, el único y verdadero cotidiano
del buen gusto. El espectador veía en el actor de la corte imperial el modelo de cómo vestirse,
cómo entrar en una habitación, cómo llevar una conversación, qué palabras debía usar un
hombre de buen gusto y cuáles debía evitar; el escenario no era un simple lugar de
entretenimiento, sino un compendio hablado y plástico de urbanidad y buena pronunciación, y un
nimbo de respeto, como una aureola de santidad, envolví todo lo que tenía alguna relación, por
lejana que fuese, con el teatro de la corte. El primer ministro, el magnate más rico, podía ir por
las calles de Viena sin que nadie volviera la cabeza para mirarlo; en cambio, cualquier
dependienta y cualquier cochero reconocía a un actor ce la corte o a una cantante de la ópera; los
niños nos contábamos con orgullo que habíamos tropezado con uno de ellos en la calle (todos
coleccionábamos sus retratos y autógrafos), y este culto a la personalidad, casi religioso, llegó
hasta el punto de contagiarse a su medie; el peluquero de Sonnethal o el cochero de Josef Kainz
eran personas respetadas y secretamente envidiadas; los jóvenes elegantes se jactaban de ir
vestidos por el mismo sastre que ellos. Cualquier aniversario, cualquier entierro, se convertía en
un acontecimiento que eclipsaba todo hecho político. El sueño supremo de todo escritor vienés
era verse representado en el Burgtheater, porque eso significaba una especie de nobleza vitalicia
y comprendía toda una serie de honores como, por ejemplo, entradas gratis para toda la vida,
invitaciones a todas las recepciones oficiales; de esta manera uno se convertía en huésped de la
casa imperial, y yo todavía recuerdo la solemnidad de mi introducción en ella. Por la mañana, el
director del Burgtheater me había pedido que fuera a su despacho para comunicarme, después de
felicitarme, que el Burgtheater había aceptado mi drama; cuando regresé a casa aquella noche,
encontré su tarjeta. A mis veintiséis años, aquel hombre me había devuelto formalmente la visita;
el hecho de que mi obra hubiese sido aceptada me había convertido en autor del teatro imperial y
en un gentleman al que el director de aquella institución debía tratar au pair. Y todo lo que
ocurría en el teatro afectaba indirectamente a todos, incluso a quien no tenía una relación directa
con él. Recuerdo, por ejemplo, de la época de mis primeros años de juventud, que un día nuestra
cocinera, con lágrimas en los ojos, irrumpió en la habitación: le acababan de comunicar que
Charlotte Wolter (la actriz más famosa del Burgtheater) había muerto. Lo más grotesco de aquel
dolor exagerado era, por supuesto, que nuestra anciana cocinera medio analfabeta no había
estado ni una sola vez en el Burgtheater y no había visto a la Wolter ni dentro ni fuera del
escenario; pero en Viena, una gran actriz nacional era propiedad colectiva hasta tal punto que
incluso los que no se interesaban por el teatro percibían su muerte como una catástrofe.
Cualquier pérdida, la desaparición de un cantante o de un actor popular, se convertía
irremediablemente en luto nacional. Cuando el «viejo» Burgtheater, donde por primera vez
sonaron las notas de Las bodas de Fígaro de Mozart, estaba a punto de ser demolido, toda la
sociedad vienesa se reunió en sus salones, solemne y conmovida, como si se tratara de un
entierro; apenas hubo caído el telón, todo el mundo se precipitó hacia el escenario para llevarse a
casa como reliquia siquiera una astilla de las tablas sobre las que habían actuado sus artistas
favoritos, y, después de décadas, todavía se podían ver en muchas casas burguesas esos
insignificantes trozos de madera guardados en estuches preciosos como los fragmentos de la vera
cruz en las iglesias. Tampoco nosotros actuamos con mucha más sensatez cuando derribaron el
llamado salón Bósendorfer.

En sí misma, aquella pequeña sala de conciertos, reservada exclusivamente a la música de
cámara, era un edificio insignificante y nada artístico; había albergado la escuela de equitación
del príncipe de Liechtenstein y fue adaptada para conciertos con un simple revestimiento de
madera sin ningún tipo de ostentación. Pero, con su resonancia de un viejo violín, era el
santuario de los amantes de la música, porque allí habían dado conciertos Chopin y Brahms,
Líszt y Rubinstein, y porque allí se habían oído por primera vez muchos cuartetos famosos. Y
ahora tenía que ser sacrificado a un nuevo proyecto de edificio funcional; para nosotros, que
habíamos vivido horas inolvidables en aquel edificio, eso era inconcebible. Cuando se
extinguieron los últimos compases de Beethoven, interpretado, más brillantemente que nunca,
por el Roséquartett, nadie se levantó de su asiento. Alborotamos y aplaudimos, algunas mujeres
sollozaron emocionadas, nadie quería admitir que se trataba de un adiós. Apagaron las luces para
echarnos fuera. Ninguno de los cuatrocientos o quinientos fanáticos se movió de su localidad.
Permanecimos allí media hora, una hora, como si con nuestra presencia pudiéramos forzar la
salvación de la vieja sala sagrada. Y los estudiantes, ¡cómo luchamos con peticiones,
manifestaciones y artículos para que no demolieran la casa donde murió Beethoven! Cada una de
esas casas históricas de Viena era como un trozo de alma que nos arrancaban.

Este fanatismo por el arte, y en particular por el arte teatral, en Viena se hacía extensivo a
todas las clases sociales. De por sí, Viena era, por su tradición secular, una ciudad claramente
estratificada y a la vez, como escribí en cierta ocasión, maravillosamente orquestada. La batuta
seguía en manos de la casa imperial. El castillo imperial era el centro de la supranacionalidad de
la monarquía, y no sólo en el sentido del espacio sino también de la cultura. Alrededor del
castillo, los palacios de la alta nobleza austríaca, polaca, checa y húngara formaban una especie
de segunda muralla. A continuación estaba la «buena sociedad», integrada por la nobleza
inferior, el alto funcionariado, la industria y las «viejas familias» y, luego, por debajo, la pequeña
burguesía y el proletariado. Todas estas capas sociales vivían en sus círculos respectivos e
incluso en sus propios distritos: la alta nobleza, en sus palacios del centro de la ciudad; la
diplomacia, en el tercer distrito; la industria y el comercio, cerca de la Tingstrasse; la pequeña
burguesía, en los distritos interiores, del segundo al noveno; el proletariado, en el círculo
exterior; pero todos formaban una misma comunidad en el teatro y en las grandes fiestas, como,
por ejemplo, la batalla de flores del Prater, donde trescientas mil personas aclamaban a las «diez
mil de arriba» que desfilaban en sus carrozas magníficamente adornadas. En Viena, todo lo que
se expresaba con música o color se convertía en motivo de fiesta: procesiones religiosas, como la
del Corpus, desfiles militares, la «Burgmusik», incluso los entierros tenían una concurrencia
entusiasta, y la ambición de todo verdadero vienés era tener unas «buenas honras fúnebres», con
mucha pompa y un gran séquito; un verdadero vienés convertía incluso su muerte en un
espectáculo para los demás. Esa sensibilidad por todo lo que fuera color, música y fiesta, ese
gusto por el teatro como juego y reflejo de la vida, ya fuera en el escenario ya en la realidad, eran
cosas que compartía toda la ciudad [...].

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