Ella vino una tarde y me invitó a pasear por la playa. Le gustaban las playas solitarias, las fogatas, los mantos de olvido.
Caminamos uno junto al otro, en silencio. Un silencio de lustros. Tiempo y océano.
El mar traía botellas desde la otra orilla y lamía la gruesa arena lenta, mortecinamente. Cartas de amor que nunca llegaron a destino. Alguien no las escribió a tiempo. Alguien no estuvo allí para recogerlas con amor mientras aún palpitaban de anhelo.
─Siempre escribes sobre parques solitarios, juegos sin niños, tardes que mueren en silencio. Nunca hay gente en tus paisajes.
─No lo sé... Me gusta el fuego. Es otra forma de mar. Un mar cálido.
─Me vendrían bien unos ojos como los tuyos, esa sola palabra ─susurré.
─En otoño quiero dibujarte... con palabras. Azules como flores de jacaranda. Y quiero tu ropa impregnada de encina.
─Habrá otoño. E inviernos. Todas las travesías.
─Sí ─sonrió dulce, mientras contemplaba las estelas de espuma que dejaba en mi alma. Tú, mi rosa de los vientos.
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