Cuando salí de la cárcel regresé al pueblo. Me condenaron por haber defendido el honor de uno de los patriarcas de mi clan, así que no me enviaron al este del Edén. No me cerraron las puertas.
Al menos no del todo. Durante mi ausencia mi esposa no soportó la soledad. Me fue infiel. Me traicionó. Y eso en mi clan se paga con la muerte.
Así que cuando volví, el cuerpo y el alma repletos de heridas de las innumerables peleas que tuve que sostener para sobrevivir, los dos, ella y yo, éramos unos parias. El deshonor nos había alcanzado de lleno.
Ella por no haberme esperado, por haber sido débil. Yo por la insoportable vergüenza de haber sido engañado siendo un guerrero.
Según las leyes de mi gente, la ley que gobierna mi sangre, tendría que haber acabado con su vida. Los míos me afearon que no lo hiciera. "¿Has matado a cuchillo a decenas de hombres por honor y eres incapaz de acabar con una mujer que no pudo soportar tu ausencia? ¿qué clase de cobarde eres?".
Pero yo no podía hacer lo que me pedían. Amaba a mi esposa por encima de todas las cosas. No concebía la vida sin su existencia.
Ella no logró levantar cabeza: tal era el peso de la tristeza que caía sobre su alma. Terminó por enfermar gravemente.
Una mujer joven, hermosa y radiante al borde de la muerte. Debía llevarla a la ciudad, a que la viera un médico, pero nadie nos ayudó cuando los caminos se cerraron por las tormentas de nieve. Nos dejaron solos, sabedores de que el hielo y la montaña acabarían con nosotros.
Invisibles a los ojos de los demás. La cargué sobre mis hombros. Ella no hablaba, no decía nada. Me pedía con la mirada que terminara con su dolor de animal herido. Pégame un tiro y acaba con mi agonía. Hazlo. Sálvate tú.
No sé de dónde saqué las fuerzas para llevarla en medio de la ventisca. Ciego de nieve y soledad, porque para uno de los míos no hay nada peor que ser despreciado por su clan. Un pueblo de guerreros que se rige por un código de honor anterior a Gengis Khan. El código de honor que barrió las estepas y asoló Europa cambiándola para siempre. Mis ojos orientales enmarcados en un rostro blanco. Que recreó la humanidad sobre sangres que se mezclan y se funden en otras sangres.
Ahí fuimos los dos. Lentos, torpes, cayéndonos en el hielo y la piedra una y otra vez. Avanzando a tientas. Ella aullaba de dolor.
La transporté más de setenta kilómetros a pulso por caminos infernales desollándome las manos. No sentía nada.
Poco a poco el silencio se convirtió en sonidos aislados. Siempre he creído que lo que no se dice no existe. Poco a poco, apoyándonos uno en el otro, salimos a la superficie.
Hasta que una mañana, lejos de todo, notamos el sol en la espalda y el viento se detuvo en seco.
Esa sola palabra.
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