martes, 17 de mayo de 2022

Sed

Fui al hospital para niños de Corfú. En esa época trabajaba como cooperante. Corfú es una isla situada frente a Albania. A tiro de piedra.

El hospital era pobre, como toda esa tierra. El doctor Efraín Anastassiou dirigía el pabellón de niños con espina bífida.

En esa época no se hacían apenas tests exhaustivos de embarazo como la amniocentesis. Si algún niño nacía con espina bífida solían abandonarlo en instituciones que con un presupuesto magro en una nación ya pobre de por sí, hacían lo que podían.

Los médicos, las enfermeras se desvivían por aquellos niños. Tristes, silenciosos, con la mirada grave de un niño yuntero.

Los sanitarios sabían que no había nada que hacer. Que harían falta mil operaciones dolorosísimas y, que aún así, muy pocos saldrían adelante y tendrían una vida solitaria y oscura.

La enfermera Irene me conmovió de inmediato. Cuando la conocí mejor me confesó que se había hecho sangre en las manos golpeando una y otra vez las puertas del cielo. No podía soportar la muerte de aquellos niños. Tampoco su vida. Era creyente y estaba atrapada entre la fe y una rabia sorda hacia Dios. No podía entender aquel sufrimiento, le ardían las entrañas.

Un día me llevó a conocer a Evángelos. Un niño que estaba mirando al techo con la mirada perdida.

—¿Ves ese oso de peluche azul que está clavado en la viga mirando hacia el niño? Está sucio y gastado. Lleva allí años. Dios no ha hecho nada. Esos niños solo pueden mirar el muñeco, moverse un centímetro les hace aullar de dolor. El oso está clavado en el madero como Jesús, con un clavo enorme que atraviesa su cuerpo de peluche. Está fijo, inerme, como muerto. No es un juguete normal. Es triste hasta las lágrimas. Está bien amarrado a la viga porque ha de servir a los niños que vendrán. Los que vendrán, ¿entiendes? Nadie detendrá esto jamás. El oso durará más que los niños. Es la única eternidad que vive aquí. ¿Qué sentido tenemos nosotros si no tenemos respuestas? ¿Para qué sirven todos tus libros si no explican la muerte?

Y cayó al suelo fulminada por un ataque de llanto. Como una marioneta que se derrumba.

La levanté lentamente. Le acomodé el pelo. La abracé hasta calmarla. Y miré hacia la ventana que daba al mar. Pescadores, mujeres cosiendo redes. Pájaros.

Dónde está Dios que no lo veo. Dónde está mi alma. Apenas la siento.

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