Manuel nació en un pueblo de Córdoba, en una familia de campesinos. Pobres hasta decir basta. Siempre estuvo fascinado con los aviones. Desde que vio "El águila solitaria" de Billy Wilder en un cine de Puente Genil se prometió que algún día sería piloto, piloto de su propio avión.
En los años cincuenta, en plena posguerra, aquello era poco menos que un delirio. Pero Manuel era testarudo y era un hombre de una pieza. Trabajó como una mula, como tres mulas, hasta que logró pagar la entrada de una avioneta Fiat, un resto de la Guerra Civil. Y aprendió a pilotarla solo. Todo lo hacía solo. Aprendió mecánica también. A ver... los pilotos de aquella época tenían que conocer su avión como la palma de su mano.
Manuel estaba enamorado de Concha, una niña bien de Montilla. El padre de Concha lo odiaba: odiaba a aquel pretendiente que no tenía más que sus sueños, una avioneta de la que debía la mayor parte y un ser torero y echao palante que no se podía aguantar. Lo habría aplastado como a una chinche... ¡a su niña, ese muerto de hambre! Lo habría aplastado DE HABER PODIDO, porque menudo era Manuel... mejor no enfadarle. Tenía puños de hierro y era fuerte como un campesino.
Así que él no podía pasar por casa de Concha para verla. Se las ingenió para coincidir con ella en sitios estratégicos del pueblo y quedaban a una determinada hora. Entonces Manuel pasaba con la avioneta jugándose el tipo y la saludaba. Como estaba un poco loco, cuando veía a su amor hacía piruetas que iban mucho más allá de su dominio del avión. Una de dos... o aprendía o se mataba. Pero estaba decidido a que ella cayera desmayada en sus brazos. Como Garcilaso de la Vega tomando una fortaleza. Poner las almenas en fuego o morir a hierro.
Andando el tiempo, Manuel compró otro avión, y luego otro, y otro más. Montó una empresa de fotografía aérea que fue pionera y única en España. Concha, Doña Concepción, nunca olvidó a aquel muchacho. Y Manuel logró su mano. Se casaron, tuvieron seis hijos y se hicieron millonarios. Millonarios de verdad.
Concha aprendió a pilotar también. Fue la primera mujer en pilotar en una empresa comercial española que no fuera aerolínea. Lo hizo para estar con Manuel. En el aire, en tierra, a todas horas. Como cuando Manuel pasaba en vuelo rasante por Montilla arriesgando la vida solo para saludarla. Y ella sentía que el corazón se le salía del pecho.
Doña Concepción se ocupaba de que Manuel pilotara como si estuviera en el salón de casa. De hecho... en una tormenta sobre Soria la puerta de Manuel se estropeó en pleno vuelo. Y a Concha se le ocurrió atrancarla con una pata de jamón. Es que a Manuel le pirraba el jamón. Coño, que estamos en España.
Manuel se fue antes que Concha. Y ya en el hospital, rodeado de todos sus hijos, que lo querían con locura -porque todo lo que tenía de valiente y alocado Manuel lo tenía de generoso y entregado-, ya no podía hablar.
No podía hablar porque ya se iba de esta vida. En presencia de toda su familia, Manuel hizo un último esfuerzo supremo con esa sonrisa de mozo aceitunado que salta a la plaza a torear sin saber, de espontáneo... estiró su mano derecha y miró a Concha con un cariño sobrenatural. Habían estado toda la vida juntos.
Señaló al cielo como diciendo "te espero allí, allí estaré lo que haga falta hasta que vengas"... ellos, que habían surcado juntos todos los cielos de España cuando volar era un arte.
Doña Concepción lo miró, sonrió y lloró por dentro. Lloró de alegría y de pena. Y se deshizo en besos como soles, de viento en vez de agua.