Como de costumbre, llegué tarde a Barajas. Perdí el primer vuelo. Iba con más gente pero me entretuve. Sólo quedaban dos plazas en la última fila. Había un hombre joven trajeado en el lado del pasillo. Me senté junto a la ventana. Te vi llegar cuando cerraban las puertas. Despegamos.
En pleno vuelo te pusiste a leer Gli amori difficili. Estaba acabando septiembre. El avión pegaba saltos como si fuera a aterrizar en Guatemala. Observé de reojo el perfil de tu nariz. Perfecta. A la altura del Ebro te pregunté algo sobre el libro. Ah, no... te pregunté si eras italiana. No recuerdo la respuesta exacta, pero respondiste en italiano, así que las primeras frases entre nosotros sonaron a música, a pinos de Roma, a mercado en la calle. Seguí el juego y te respondí en mi italiano porteño. Luego resultó que eras de Aranda y que acababas de cerrar un historia con un novio napolitano. Algo similar a El talento de Mister Ripley. Aunque pensándolo bien... quizá pensabas en volver con él. De ahí tu obsesión por leerlo todo y no perder palabra. Mucho más tarde me enseñaste fotos suyas. De ambos. No se puede andar fogoneando los celos con un escorpio, ragazzina. Es material inflamable.
Hablamos de Lisboa, de ciudades blancas, de sueños. De marineros suizos que se pierden en la Alfama. De poetas de abril. En su aproximación a El Prat, el avión dio una vuelta más amplia de lo habitual, entró en el mar en dirección Cerdeña y pensamos que algo no andaba bien. Así que decidimos hablar y hablar. Diez minutos, diez, veinte, treinta años.
Dios es ese ser invisible del que uno se acuerda cuando va a morir.
Finalmente, tras muchas cabriolas, aterrizamos. Nos dispersamos. Volví a verte en un pasillo hablando con varios hombres con pinta de ingenieros. Me acerqué como un miura interrumpiendo la conversación y, sin pensármelo dos veces, te pedí el teléfono. Para mi sorpresa, me lo diste. Sólo en otra ocasión una azafata me dio su número en una situación similar, pero entonces estaba en edad de merecer. Además, aquella mujer estaba como un cencerro. Ya se sabe, las radiaciones... Volvimos a vernos en la cola del taxi.
Ci vediamo dopo! Uno de mis acompañantes había jugado al fútbol en Brescia y me miró con cara de pillo. Brigante...! Pensó que las reuniones me traerían al fresco. Acertó.
Te escribo un mensaje desde el Paseo de Colón. Me contestas al toque. También yo te buscaba en medio de esta niebla (risas). Pasamos el día así. Por la tarde íbamos a tomar unos vinos en la Barceloneta, pero tú no pudiste al final. Nos despedimos. Fue un placer conocerte en el cielo.
Llego al aeropuerto, último avión del día. Faltan cinco minutos para el embarque y te veo entrar en la terminal, corriendo atropelladamente. Atravieso el control en dirección opuesta y voy a buscarte. Llegamos por los pelos. ¿Qué tal te ha ido? Fui a ver las obras del AVE en moto. Fui traductor en otra vida. Nos sentamos en la mitad de un avión vacío. Para ser eternamente joven hay que aguantar la respiración y balancearse al mismo tiempo. Todo el mundo lo sabe...
Hacemos planes para aprender a pilotar aviones juntos. Quién soy yo para cuestionar al destino. Nos reímos sin parar. Aterrizamos. Te acompaño al aparcamiento. Tu coche es rojo y el mío, azul. Todo al revés. Me haces una cobra de las más sincronizadas que he visto. Nos reímos más.
Regresamos a nuestras vidas. A la realidad. Breve encuentro.
Regresamos a Lisboa.
Naturalmente.
1 comentario:
guitián
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