Verano madrileño. Paso por casa a cambiarme. Recibo una llamada. Es una voz muy querida que no oía hace bastante tiempo. Una voz que siempre me paraliza.
—Estoy en Córdoba y me dije “tengo que hacer el amor contigo antes de que sea demasiado tarde”.
—No sabes hasta qué punto estoy de acuerdo. Veamos…, puedo estar ahí en unas cinco horas.
—Intenta que sea menos tiempo. Tú inténtalo al menos. Necesito verte.
—Para verte, lo que haga falta.
Correcto. No tengo coche. Estamos a finales de los ochenta. Vengo de una fiesta en Castellana y me iba a otra en Argüelles. Estoy medio borracho, pero estas cosas pasan una vez en la vida. Ella y yo nos hemos estado persiguiendo desde antes del Big Bang. Desde mucho antes.
¿Cómo hago para llegar a Córdoba mientras aún queda noche? Habrá que tomar un vehículo en fideicomiso: es por una buena causa. Soy un chaval. No tengo tarjeta de crédito. ¿Quién me iba a dar un crédito a mí? Solo tengo mis sueños y la vida que podría compartir contigo. No tengo nada más. Si me pidieras que me arrancase la piel te la daría. Mis ojos, mis manos. Todo lo que soy y lo que puedo llegar a ser. Contigo. Por cierto, ¿qué coño es un fideicomiso?
Como una centella bajo abajo (previamente había subido arriba). Este parece bien. Un Renault 19. Venga, coño. Da igual. A ver…, cómo se hacía el puente. Soy un chaval de barrio. Otra cosa no pero lo que es abrir coches… Ya está.
Pero si hasta tiene el tanque casi lleno... ¡Gracias, Estrella del Norte! M-30. Nacional IV. Dirección Andalucía. Por Aranjuez todavía no está hecho el desvío. Se pasa por la parte monumental. El coche va de cine. Acelero en las curvas hasta rectificarlas.
Te recuerdo. Te recuerdo en un parque de noche. Recuerdo tus ojos brillantes de niña.
A la altura de Valdepeñas paso por pueblos en fiestas. Todo el mundo está de fiesta porque voy a ti. Huele a melocotones maduros. Abro las ventanas para embriagarme.
Despeñaperros. No puedo llamarte. No existen los teléfonos móviles. Querría transmitirte todo el viaje, todo lo que voy sintiendo. Todo lo que siento por ti desde la primera vez que te vi. Querría decírtelo todo. Todavía quiero.
Llego al Guadalquivir. Pues sí que está lejana y sola. Estoy lejos del centro. Solo hay un hombre tambaléandose en la calle. Le pregunto cómo hago para llegar hasta la Mezquita.
—Tiras todo el río p’arriba…, tú sigue p’arriba y no pierdas de vista el agua. Cuando encuentres el tercer puente tuerces a la derecha y sigue to el puto camino p’adelante. ¿Qué? ¿Una noche de amor, chaval?
—Eso creo. Estoy algo nervioso… Es el amor de mi vida —y le dije lo que me había sucedido esa extraña noche.
—Anda, anda… no me cuentes historias. A cumplir como un torero. ¡Estás en Córdoba, niño! ¿Qué podría salir mal? Todas las sangres, todas. Hala. ¡Que Dios reparta suerte!
Llego por fin. Subo p’arriba otra vez. No recuerdo qué bola le conté al de la recepción, algo inverosímil. Era un tío joven. Se rió como si fuera un hermano. Toda esa gente que me iba encontrando en el viaje eran extras contratados. Todos estaban en el ajo. Alguien los puso ahí.
Toco tu puerta. Me abres. Nos abrazamos. Nos besamos hasta el alma. Nos quedamos trenzados en el marco de la puerta. Madrugada cordobesa. El río, las calles, el rumor de alguna pareja que se abraza haciendo dueto con nosotros.
Las ventanas abiertas de par en par. El perfume de melocotones y madreselvas ahora se ha convertido en albaricoques. Ah… que es tu boca, que son tus labios. La Reina Ginebra y Sir Lancelot. Y todos los bosques de Inglaterra. Que tenemos toda la vida por delante, mi amor.
—Eres una droga poderosa —me susurras al oído.
—Eres la gracia y el aire que respiro. Guardar el oro de tu puerta es cuanto deseo —debe ser Córdoba, porque yo no hablo así. Solo soy un golfillo de la Prospe.
Sentimos toda la tierra rodar. Sentimos la sal marina. Navegados nuestros cuerpos.
Ebrios de sed y edad. Todo el mar.
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