Cuando sales de la Escuela Náutica sabes muchas matemáticas, pero no te preparan para lo que te aguarda. Te confundes hasta con las banderas y haces cualquier cosa, poniendo a prueba la paciencia del capitán.
Frío. Calor. Tormentas. Vientos huracanados… Calma chicha. Olas solitarias que barren la desolada cubierta! Meses y más meses hasta dar la vuelta al mundo y vuelta a empezar. Hasta perder la noción de estar vivo. O muerto.
Puertos oxidados, trifulcas, mujeres… Promesas de retorno que nunca se cumplen. Palabras de amor gastadas, sin esperanza. Cuando volvamos a vernos…
Y la sensación única al separarse de tierra por primera vez. Soledades infinitas, océanos que huelen a tabaco, la resignada certeza de que tu destino no le importa a nadie. Nadie te está esperando. Un silencio de camposanto. El estruendoso silencio del mar.
El alma del marino, plena de surcos donde habitan todos los olvidos. Mendigando amor en las tascas lisboetas donde anclaron todos nuestros barcos. De mares de azulejos y botellas vacías. Mapas del tesoro que no conducen a ningún sitio.
¿Acaso sabes quién te aguarda en Manila, en Luanda, en San Petersburgo…? Tú mismo, con distintas edades. Todos los puertos son uno y el mismo.
Sí. Sin ti la casa es un barco a la deriva.
Un enorme agujero por donde se cuela el viento.
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