lunes, 8 de marzo de 2010

Robinson Crusoe


El relato de un náufrago siempre nos fascina. Fundamentalmente, porque todos lo somos. Antes o después. Por más sólidas que nos parezcan las cuadernas de nuestra nave, el agua termina atravesando todos los mamparos. Así actúan los ricachones: piensan que durarán para siempre y no meten la mano en el bolsillo ni en invierno. Se equivocan. Con suerte, podrán aspirar a ser los más ricos del cementerio.

Robinson Crusoe es el náufrago por antonomasia, el habitante solitario de muchas tardes de apasionante lectura. Personaje de ficción que alcanzó la inmortalidad en el imaginario colectivo: no se puede pedir más.

El verdadero Robinson, cuya historia inspiró al escritor Daniel Defoe, se llamaba Alexander Selkirk. Fue un marinero escocés que tuvo una corazonada sobre la navegabilidad de un zozobrante galeón y solicitó que lo desembarcaran en una isla solitaria: la isla de Más a Tierra, situada en el archipiélago de Juan Fernández, que pertenece a Chile. El propio nombre de la isla tiene ecos de misterio envuelto en brumas. La corazonada de Selkirk estaba bien encaminada: el galeón que debía llevarlo al continente se hundió al poco tiempo. Sin embargo, como si se tratara de un extraviado tripulante de la nave de Jasón, habría de pagar caro su presentimiento.

Cuando era niño me impresionaba mucho el pasaje de la Odisea en el que el protagonista desciende a los Infiernos y se encuentra con el espectro de Aquiles, pies ligeros, otrora guerrero invencible.

-Tú eres Aquiles- le dice Odiseo. -Tú debes ser el Rey de los Muertos...
-Preferiría ser el último servidor del aldeano más miserable de este mundo -versión libre- antes que ser el Rey de los Muertos- le responde el cerúleo guerrero.

Qué distinta resulta la visión de la muerte para un griego de los tiempos heroicos en relación con la estancia en el más allá para un cristiano. El guerrero heleno daría cualquier cosa por volver a respirar en este valle de lágrimas: nada encuentra en el mundo de los muertos que le sirva de inspiración. No hay Dios, ni Paraíso que sirva de consuelo a la pérdida de la corporeidad, a la negación de los placeres fisicos.

Hoy, la isla se llama Robinson Crusoe, si bien existe otra isla del archipiélago que fue bautizada con el nombre de Alexander Selkirk, el hombre que caminó por los senderos de la locura durante cuatro años y cuatro meses, logró regresar a Inglaterra, se casó (por lo que se ve, no logró recuperarse del todo) y volvió a surcar los mares, donde la muerte vino por fin a buscarle. Estaba escrito.

En septiembre de 2008 estuve trabajando en Chile y conocí a los responsables de la educación musical de la población en la isla Robinson Crusoe. Seiscientas cincuenta almas aisladas en el Océano Pacífico. Un aire de náufragos que recuerda la gesta de la Bounty, la nave que desafió la autoridad de la Corona Británica. Marinos al limite que se amotinan contra el poder despótico del capitán Bligh y, bajo el mando del indómito Fletcher Christian, se refugian en la inalcanzable isla de Pitcairn, a salvo de las naves de Su Majestad. Mal señalada en todas las cartas de navegación, Pitcairn sería su liberación y constituiría su tumba. Nostalgias de un mundo donde no todo estaba explorado: siempre quise ser parte de esa tripulación de marineros sin patria. Empezar de nuevo al otro lado del mundo, como Lord Jim.

El 27 de febrero pasado, un terrible terremoto golpeó Chile. El seísmo austral fue 31 veces más fuerte y liberó cerca de 178 veces más energía que el devastador terremoto de Haití ocurrido el mes anterior, y la energía liberada es cercana a la de 100.000 bombas atómicas como la detonada sobre Hiroshima en 1945. Los devastadores movimientos cerca del continente generaron un terrible tsunami que resultó más mortífero que el propio terremoto.

He aquí una historia terrible y real, contada en primera persona. La historia de un superviviente del tsunami que descargó su ira sobre la isla Robinson Crusoe. Un monstruo digno de Lovecraft que, en medio de la noche más negra, estrella su boca innumerable. Es más terrorífico que cualquier pasaje de ficción. Precisamente porque es real.

Miguel Rojas relata, 10 días después del devastador 'tsunami' que arrasó la isla chilena Robinson Crusoe, los horrores y milagros de sus vecinos supervivientes de San Juan Bautista. Otros muchos no pudieron contarlo. La ola se llevó a ocho personas y otras tantas siguen desaparecidas. A salvo, con su familia en Santiago de Chile, Miguel recoge los testimonios de los náufragos del siglo XXI

"Eran las 3.40 de la madrugada cuando sentimos un temblor suave. De inmediato, suena el teléfono. Preguntaban por Paula, la bióloga marina que estaba alojada en mi casa junto a tres compañeros más. En la conversación telefónica, el padre de Paula le dice que ha habido un terremoto en el continente y que suba unos 50 metros al cerro para quedarse él más tranquilo. Paula no nos cuenta esta conversación y se acuesta nuevamente. No supimos lo que le dijo su padre hasta que vimos a éste por la televisión donde lo contaba en una entrevista. Yo me fui a acostar. Seguí inquieto hasta que sonó el gong a las 4:20 más o menos. En ese momento, miro por el ventanal de mi casa y veo que la cancha de fútbol que está a unos 80 metros de mi casa estaba cubierta de agua. Fue la primera ola, la primera llenada de mar. No le dije nada a mi mujer para que no le entrara el pánico. Le dije que se vistiera rápido y vestimos a nuestro hijo, todo muy rápido. Saqué la linterna que siempre dejaba colgada junto a la puerta y cogí el mando de la televisión para quitarle las pilas. Estaba oscuro, se había ido la luz. Entonces vimos que venía la segunda ola, grande, con mucha fuerza. Grité a los biólogos; Florian, Richard, Luis y Paula.

-¡Corran huevón, el agua está en la cancha! -les grité, y reaccionaron conmigo y corrimos. Paula se volvió a buscar algo. Mi hijo corría como una gacela, tiene 8 años y se llama Cristóbal. '¡Corre, corre Cristóbal, corre!', le dije, y no paró de correr. Cuando estábamos corriendo frente al Restaurante Cumberland vimos que la ola venía a unos 60 metros de la pólvora [el camino de evacuación] en dirección a nosotros. Teníamos que correr más rápido. Llegamos a una especie de cortafuegos y empezamos a subir. Mi hijo iba por delante; estaba ya lejos, pero las mujeres, Paula y mi mujer Mariela, estaban retrasadas. Me detengo y miro hacia atrás. La ola estaba a unos 5 metros de mi mujer y Paula no estaba. Los cables eléctricos se cortaban a nuestras espaldas. En ese momento, me percaté de que era un monstruo de 200 metros de ancho por 15 de altura lleno de escombros y que rugía como mil demonios comiéndose todo a su paso. Cuando llegaron al cerro todos vomitaron todo lo que comieron. Ismael, el novio de Paula, se volvió a buscarla pero no la encontró hasta el otro día, a unos 100 metros de donde se la llevó la ola. Fue desgarrador reconocer el cadáver, rompimos a llorar sobre ella. Me ponía en el lugar de Ismael y me sentía afortunado porque los míos estaban vivos.

Cuando estábamos saliendo de la casa y les gritaba a los biólogos, Marcelo Rossi, propietario de una hostería, y su familia, intentaban escapar en su camioneta pero la primera ola los atrapó y se llevó a su mujer. Los niños y Marcelo quedaron en el interior de la camioneta. Esta empezó a subir por la fuerza del mar y cuando estaban flotando a unos 5 metros arrojó a su hijo a los brazos de Leopoldo, el alcalde de San Juan Bautista, que es vecino. El mar se recogió pero no podía salir de la camioneta. Llegó la segunda ola y lo levantó nuevamente, esta vez más alto, unos 10 metros. Salió de la camioneta, se agarró a una rama pero su hija seguía en la camioneta. Se lanzó sobre ella y trató de romper los cristales pero no lo logró. Se da cuenta de que la otra puerta estaba abierta y saca a su hija que estaba aguantando la respiración. Logra agarrarse a un árbol. Mientras, el mar se enfurece aún más, la camioneta se eleva y se queda sobre un árbol a unos 12 metros de altura. El resto de las personas de las casas vecinas escapaban por los cerros, salvo una pareja de ancianos que murieron juntos en el mar.

Con la primera ola, Pedro Niada, su mujer con sus dos hijos, más un amigo de ellos, Matías, dormían en el Pez Volador, su hostería. Despertaron en medio de la bahía rodeados de agua. La casa se parte por la mitad pero no se separa, se quedaron en la hendidura que se formó. Trataron de subir y llegar a una ventana del segundo piso y así pudieron agarrarse a un bote que había al lado y se lanzaron al mar. Estaban casi desnudos, llegaron al bote y se subieron. Entonces llegó la segunda ola y el bote empezó a dar vueltas y los fue a dejar a la playa a unos 500 metros de donde estaban al principio. En el momento de la primera ola, había una fiesta de despedida en el Marenostrum. Les pilló y empezaron a correr. Germán, el dueño del local, se quedó el último y se lo llevó el mar. Se subió al bote El Galileo y arrancó el motor y se así pudo recoger a personas del agua, entre ellos, la mujer de Marcelo Rossi y a Ilka Paulentz, curiosamente la dueña del bote.

Más al norte estaba la hostería Martínez Green en donde vivía Joaquín, más conocido como Puntito por su pequeño tamaño. Su madre tuvo la mala suerte de elegir lo peor que hacer en estos casos y se escondió bajo la cama con Joaquín y Pablo, sus hijos menores. El mar se llevó al más pequeño y no se supo nada de él. Mientras se escondían bajo la cama, Martina golpeaba el gong aterrada porque no salía su familia de su casa. Ella estaba inquieta por el temblor que ocurrió 35 o 40 minutos antes y alertó a su familia pero no le hicieron caso. Martina se vistió y llenó una mochila con ropa y vio por la ventana que subía el mar. Despertó a su papá y fue a tocar el gong que estaba a unos 60 metros. Cuando salieron de su casa, Ignacio Maturana, cabo primero de carabineros relevó a Martina y le dijo que corriese al cerro. Con lágrimas en sus ojos golpeó el gong con mas violencia aún viendo como llegaba la segunda ola, devastadora. Empezó a correr cuando calculó que la ola no le atraparía.

En la zona del cementerio, una de las más afectadas por el tsunami, Chicho, el pescador que construyó su casa con botellas, escucha ruidos y se despierta. Ve el agua en la cancha de fútbol y corre a alertar a sus vecinos. Los despierta y se sube a un eucalipto. Ahí se quedó cuando llegó la segunda ola y vio como se destruía todo. Manique, uno de sus vecinos, lloraba porque el mar le arrancó a su hijo Javier de las manos. Lo mismo le pasaba a Omar con su hija Axa, y a Danilo con su hija Maite. Mucha gente más se salvó.

1 comentario:

la stessa ma altra dijo...

Gracias Martín, estas historias en primera persona sitúan a uno en la situación verdadera, más allá( o más acá) de cualquier estadística.