lunes, 26 de abril de 2010

Mi viejo


Abel Rasskin, mi viejo, es un tipo genial. El 6 de mayo próximo vuelve a la carretera, inaugurando una exposición sobre el tango, tema que nos apasiona a ambos. Sabido es que los viejos rockeros nunca mueren y por el pulso creativo de sus obras, está hecho un pibe.

La exposición –denominada “De lunas y tango”– se celebrará del 6 al 30 de mayo en la Galería Distrito 14, calle San Blas 4, Madrid. La inauguración de la muestra tendrá lugar el jueves 6 de mayo a las 19:30 horas.

Durante el resto de los días, el horario de apertura al público es de martes a viernes de 17 a 21hs. Sábados de 10 a 14hs.


En los cuadros de mi padre sobre el tango, ese pensamiento triste que se baila, hay verdad sincera, sentimiento sin mezcla, brillo de facones y entreveros, oscuridad y memoria. Cosas que hablan el lenguaje simple del corazón, sin elementos accesorios.

Durante muchos años -demasiados–, en la dualidad tango-folklore la música del interior parecía ganar la partida. Al menos en nuestra alma.

Es extraño y, al mismo tiempo fascinante, el mecanismo de relación con lo que uno lleva dentro desde que nació, la necesidad de negarlo todo para retornar al principio. La búsqueda de la verdad en territorios ajenos, lejanos. Fríos como la más fría de las antiguas amantes. Como si el viaje de Odiseo fuese una maldición inexorable para cada hombre. La indulgencia y la piedad no son características de juventud: mucho menos con uno mismo.

Para algunos, el tango tenía un halo, un regusto, de música acartonada. De elemento caricaturesco que, en ocasiones, rozaba lo ridículo: el sempiterno lamento del cornudo.

La mina me dejó, percanta que me amuraste, el mundo fue y será una porquería, hoy, después de un año atroz te vi pasar, rencor, mi viejo rencor, dejame vivir, rencor tengo miedo de que seas amor…


Como letras de libros de autoayuda para hundirse en el fango.

-¡A ver si te suicidas de una vez, hombre!– le diría un pétreo castellano.

Hay algo genuinamente marcial en su frenético ritmo binario, acentuado hasta la saciedad. Los coqueteos fascistoides de Gardel con los golpistas de la década de los treinta, la relación del tango con la Alemania nazi, el uso de tangos a todo volumen en la Escuela de Mecánica de la Armada para tapar los gritos de los torturados en los setenta, tampoco ayudaban. Demasiada gomina estropea las neuronas.

Daba la impresión de que en las zambas, las chacareras, las milongas –una de las fuentes del tango–, la izquierda ilustrada se encontraba más cómoda. La polarización ideológica conduce a negaciones y simplificaciones que empobrecen. Siempre.

Y sin embargo… un porteño no alcanza a explicarse sin el tango. Hay algo en esas síncopas, en esas letras como cuchillos, en ese baile libidinoso, que es tan nuestro como lo es la bulería para un gaditano o el blues para un negro de Chicago.

De todas las guerras que un ser humano puede emprender -y emprende, ya que nuestra naturaleza es el conflicto- la más inútil de todas es la guerra con sus propias entrañas. No hay forma de ganarla, ni por casualidad. La constante negación de lo que uno lleva impreso en su interior, en los genes, no sólo es una absoluta pérdida de tiempo sino que puede degenerar en distorsiones psicológicas severas, glorificando estupideces sin valor alguno por el simple hecho de que pertenezcan a otros lugares, a tradiciones extrañas o incluso artificiales.

Cien años de tango. De una de las músicas populares más sofisticadas del mundo. Desde la música de baile a las salas de concierto de todo el globo. Letras con jondura poética como pocas. De un instrumento, el bandoneón, cuya estructura para producir sonido –me refiero a la caótica secuencia de 38 botones de la mano derecha y 33 de la mano izquierda– sólo puede ser dilucidada a fuerza de sentimiento. La razón no alcanza. Ni siquiera llega a rozar la superficie. La magia preside la ceremonia. Las teclas nunca se ven: es mejor tocar el bandoneón con los ojos cerrados. Quién sabe qué senderos del alma iluminan sus ecos de ausencias, de faros lejanos, de muelles de solitaria bruma.

Sola, como encendida,
te hallé bebiendo
linda y fatal

Mi viejo es artista desde siempre. Pudiendo ser mil cosas, siempre quiso ser eso. En casa siempre se le dio importancia a las cosas esenciales. En el taller de mi padre en Buenos Aires había un cartel que decía: "los ahorros no sirven para después".

Todo hay que hacerlo en vida. Ni siquiera los curas creen en el Más Allá. El Papa se parece cada día más a San Manuel Bueno Mártir. Y la vida hay que vivirla con toda la intensidad haciendo feliz al mayor número de personas posible (mi amigo Juan diría "al mayor número de mujeres...", pero Juan es incorregible).

La casa de mis viejos siempre está llena de amigos, como el cuarto de Rayuela en París. Pedro Gaeta –que aún se debe al amor–; Olga y Manuel; Roberto y Caty; Cata y Santiago; Israel y Teresa; David y Nieves; Abraxas y Dina; Naúm y Mary; el viejo Luchi ¡poeta!, que siempre viajaba con su cancionero de tangos en la maleta; Margarita… docenas, quizá cientos de personas que dejaron la impronta de sus voces y sus risas de madrugada.

En casa se comen las mejores empanadas y la mejor pizza del Sistema Solar. Certificado por la NASA y el Instituto Yuri Gagarin.

Los cuadros de mi padre, Abel Rasskin, reflejan todo eso. Están llenos de tango. Un sentimiento –hondo– que se baila.

Están todos invitados. Cordialmente.

3 comentarios:

la stessa ma altra dijo...

qué bueno pero qué bueno pero qué bueno, la nota, la intención, la obra de tu padre, el cartelito en su taller...

Raúl dijo...

Allí estaremos. Todos...no lo dudes!

Anónimo dijo...

Grande Abel!
Desde Bilbao todos nuestros deseos de éxito en esta nueva exposición, y muchas felicidades.

Joseba