sábado, 29 de mayo de 2010

Una mañana

Mañana fresca en Madrid. Pablo hace los deberes. "Papá, ¿qué es "define"?" me grita desde el salón. Salí temprano a cambiar el coche de sitio para evitar una multa. Menudo invento el de Gallardón. Aproveché para comprar los bollos que sé que le gustan a Pablo.

Ayer fuimos a ver la enésima versión de Robin Hood. No sé qué le pasa a Ridley Scott. Desde hace ya bastantes años no da pie con bola. La película es un desastre. Larga, mala, desprovista de ángel.

Y se trata de Robin Hood. La primera novela que leí completa en 1971, que me causó conmoción. Tenía entonces seis años y divertía a todo el mundo con expresiones sacadas del libro que en Buenos Aires sonaban absurdas: "¡Abrid la poterna!"

Recuerdo la muerte de Robin por medio de una sangría como una tragedia cuyos efectos se extendieron en el tiempo. En esa época empezaba a preguntarme por la muerte.

-Abuelo, un día moriré y no podré seguir pensando...-le dije.

Me miró con ternura y sonrió. Él, que convivía con fantasmas desde hacía treinta años.

Cualquier cosa relacionada con el héroe de Sherwood me interesa a priori. Todo. Lady Marian, Will Scarlett, Little John, el pérfido Sheriff de Nottingham. Pues esta película no. Es absolutamente prescindible. Ni siquiera los guiños a otras películas de Scott hacen gracia.

Siempre me ha fascinado el mecanismo mediante el cual un artista es brillante cuando es joven y a medida que transcurren los años se va haciendo cada vez más torpe. Contradice todas las leyes de la evolución personal y hace considerar con atención los tan cacareados valores de la madurez.

A mi juicio, Joan Manuel Serrat es uno de estos casos, si bien en el aprecio que tengo hacia sus canciones más antiguas influye mucho mi percepción subjetiva de lo que significaban en los turbulentos años setenta, siendo yo niño y escuchadas desde una Argentina en estado de sitio. Aún así, me parece incomparablemente mejor su obra de juventud que todo lo que vino después.

Es más que probable que los factores externos a la personalidad del propio artista (lugar de residencia, amores, amigos, acontecimientos políticos) influyan de forma determinante en la calidad de su obra. Todo es cuestión de la clase de desequilibrio mental que presente el artista. Es obvio que el arte surge de un profundo desequilibrio mental, de una inadaptación dolorosa. Ahora bien, el desequilibrio mental es condición necesaria pero no suficiente para ser artista. Hay muchos más locos que artistas. Hace falta "algo más".

En el caso del director de cine Ridley Scott pasa algo parecido. Se supone que uno con los años se hace más sabio, más hondo, más irónico, más... Pues no. Depende del sujeto. Uno puede volverse más obtuso, más plúmbeo, más torpe, más complaciente. Con un miedo cerval al riesgo.

No obstante, hay casos que demuestran justo lo contrario. Ahí está la obra de Picasso, la de Brahms, Cervantes o Richard Strauss, con esas sobrehumanas Vier letzte Lieder, compuestas cuando el autor contaba ochenta y cuatro años de edad y que bastarían para considerarle uno de los grandes.

¿Acaso la muerte empieza mucho antes de que se produzca realmente? De hecho, le haríamos un gran favor al sistema muriendo antes, sobre todo en países como España, que en veinte años se convertirá en el geriátrico al aire libre más grande del mundo.

En cualquier caso, suscribo al cien por cien el profundo y sofisticado pensamiento del filósofo más importante e influyente de estos últimos treinta años. Autodidacta cien por cien, no estudió en Universidad alguna ("en la Universidad me estudian a mí...").

Como habréis podido adivinar, se trata de Woody Allen.

Preguntado recientemente sobre la muerte, concretamente "¿qué opina usted sobre la muerte?" le preguntó un sesudo periodista, premio Pulitzer en ciernes.

Sin la más mínima sombra de duda, Allen contestó: "Estoy totalmente en contra".

Pues yo también.

No hay comentarios: