martes, 5 de febrero de 2013

Lo que somos

A mi amigo Manuel de la Pascua.

Me gusta llegar con tiempo, para hacerme con el sitio. Entre los habituales del bar la partida había levantado polvareda: las apuestas estaban 3 a 1 a mi favor, pero nunca se sabe. Tratándose de buen dinero y de un enfrentamiento a cara de perro, cualquier cosa es posible. Siempre me ha intrigado por qué se siente uno tan bien después de ganar una partida de ajedrez. Solana, el orondo funcionario de la Comunidad, solía decir que una trabajada victoria ajedrecística provocaba una sensación más placentera que el sexo. Muy superior al sexo de pago. O sea, al sexo a secas, remataba entre risas y botellas de grapa medio vacías.

Siempre llega un momento en las partidas en que el mejor movimiento o, según se mire, el "menos malo", sería quedarse quieto. No jugar. No mover ninguna pieza, simplemente esperar. Pero, al igual que ocurre muchas veces en la vida, eso no es posible. Y se produce el error, a veces fatal.

Hacía frío y el barrio de Malasaña, escenario de las correrías de mi juventud, estaba extrañamente solitario. Un viento desapacible barría la calle de San Vicente Ferrer. Triste, de años extraviados.

Sentados por fin ante el tablero. Rodeados de miradas curiosas y apostadores compulsivos. Gente con problemas para ir más allá de principios de mes. Dizque escritores que vivían muy por encima de las posibilidades de sus amigos. Inventores de trampas para cazar ratones, personajes de Baroja.

Mi adversario cogió dos piezas, las mezcló y me ofreció ambas manos. El gesto. Recordé la noche en que mi padre me enseñó a jugar al ajedrez, juego de dioses. Fue en Villa Bosch y yo tenía cinco años. Estaba recién bañado y preparado para dormir. Las piezas eran de madera, tenían muchos inviernos y faltaba un alfil. Cerré los ojos y me puse a pedalear.

Se hizo un silencio espeso. Las espadas estaban en alto. Si ganaba podía liquidar casi todas las deudas y regresar a la casilla de salida. Desafortunado en amores... ya se sabe.

Negras. Al lío.

-¿Qué...?- dijo finalmente tirándose de boca al barro. -¿Jugamos como caballeros o como lo que somos?

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