jueves, 13 de abril de 2017

Frontera

El hombre vio a la mujer en silla de ruedas. Llovía intensamente y el barro nublaba el paisaje. En algún lugar situado en la frontera entre Serbia y Croacia.

Ella le contó en su rudimentario inglés que en medio de la guerra su marido la había abandonado a su suerte y que, poco después, un francotirador le había disparado en plena columna vertebral, dejándola postrada.

Le dijo que en menos de diez días la vida le cambió para siempre, de manera irreversible.

Mientras hablaba no podía parar de llorar. El campo estaba repleto de basura.

Ella agarraba su mano con fuerza.

—Tú puedes hacerme cruzar al otro lado... por favor... deja que cruce la frontera. No puedo seguir. ¡Llévame contigo!

Las palabras tienen peso específico. Masa. Esas mismas palabras en boca de una amante entregada. Llévame lejos, adonde da la vuelta el aire. Vámonos de esta ciudad, vámonos juntos. Empecemos de cero sin recuerdos. Ella nunca las pronunció y ahora las oía en boca de aquella mujer.

El hombre alzó la vista y vio un campo yermo, cubierto de plásticos y seres humanos desesperados, a la intemperie. Esperando un imposible.

La mujer no estaba sola. Había dos niños con chubasqueros azules. Cerraban los ojos con fuerza para no percibir, para no ver las gotas de agua en sus rostros prematuramente endurecidos, atravesados por el rayo. Parecía un juego, pero no. Aquello ni siquiera era un campo de refugiados. Era el final de un largo camino, un viaje sin destino, una huida en desbandada hacia la rica, la despiadada Europa. A un lugar donde poder dormir en paz.

El hombre alzó la mirada y vio cientos, miles de personas en una situación parecida. Ellos son marea negra, pensó. Gente que nadie quiere. A nadie le importa. Nadie los dejaría pasar.

Logró soltarse de la mano de la mujer. Se tambaleó, perdió el equilibrio. De repente, recordó que en su infancia su abuelo le había contado cómo eran los campos de refugiados del sur de Francia. Tirados en tierra, en las playas. También marea negra. Su abuelo, un republicano recio, duro como las encinas de su Extremadura. Su abuelo era oscuro, tenía un dolor lejano. Nunca supo qué era.

Seguía oyendo los gritos aterrorizados de la mujer, mezclados con la lluvia incesante.

—¡Sácame de aquí! ¡Llévame contigo!

La lluvia divina lava los pecados, las almas graníticas.

Los ojos cerrados de los niños. Para dejar de sentir.

La silla de ruedas encallada en un mar de barro, situado en ningún lugar.

Hundimientos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tierra de penumbras. Cómo no sentirlo?