Siempre que pasaba por París, Billy Wilder telefoneaba a su vieja amiga Marlene Dietrich. La diosa de Der blaue Engel, la walkiria estremecedora. En aquella maravillosa película de Josef von Sternberg, envuelta en un halo poético, una niebla que helaba el corazón como "La quai des brumes", Marlene Dietrich humillaba continuamente a su marido, el antaño respetado profesor de Instituto Enmanuel Rath. El profesor se había enamorado locamente de Lola-Lola, la cabaretera. Como resultado de todo ello, no solo fue expulsado de su cátedra, sino que terminó trabajando vestido de payaso en los espectáculos de su esposa. Cuando el amor llega así, de esa manera...
1930. Hitler aún no había llegado al poder. El Berlín de los cabarets, de la atroz crisis del 29.
Después, los años en América, películas inmortales como "Testigo de cargo", justamente en compañía de Billy Wilder (y el increíble Charles Laughton, un genio inigualable).
Salto en el tiempo. París. Marlene vive prácticamente enclaustrada. Apenas sale y, cuando lo hace, porta toda clase de artilugios para esconderse del paso del tiempo.
Sí. El tiempo. Ese enemigo que nos mata huyendo... ¡no se puede ser más cobarde!
Fausto no pactará, aunque sus palabras y sus actos resuenan una y otra vez. No vendrá el diablo con su lúgubre propuesta. No habrá escapatoria. Todo lo más la tremenda escena de "Muerte en Venecia" donde el Profesor Aschenbach (alter ego del divino Gustav Mahler) se somete a una grotesca sesión de maquillaje en una barbería que acentúa aún más, si cabe, su decrepitud.
Marlene decía siempre que sí, cómo no. Vente a casa a las 5 a tomar el té. Y en el último momento salía con cualquier excusa peregrina, haciendo que su hija la disculpara. Su capacidad de inventar patrañas no tenía límites.
El caso es que el bueno de Wilder nunca lograba verla. Muchas veces se quedó cariacontecido ante su portal, portando flores o una caja de bombones. La Dietrich no quería que la viera así. Él no.
"Devuélveme entonces ese tiempo en el que yo estaba aún en formación, cuando nacía siempre un manantial de cantos que salían en tumulto; cuando la niebla me velaba el mundo y los brotes prometían milagros; cuando cortaba las mil flores que llenaban todos los valles de riqueza. No tenía nada y, sin embargo, nada me faltaba: el anhelo de verdad y el placer por la alucinación. Devuélveme el empuje desatado, la profunda y dolorosa alegría, la fuerza del odio y el poder del amor, ¡devuélveme mi juventud!".
No se puede decir mejor.
miércoles, 24 de mayo de 2017
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