Durante algún tiempo me dediqué a traducir documentos jurídicos. Estaba especializado en contratos y estatutos, pero no sé por qué razón cayeron en mis manos toda clase de testamentos, declaraciones de herederos, poderes inhabilitantes y un largo etcétera.
En un principio, estos papelajos de mal agüero me producían un claro rechazo pero, andando el tiempo, descubrí que constituían una poderosísima herramienta para estudiar el lado más miserable de la naturaleza humana. En las herencias y en todo lo que las rodea aflora la verdad. Años de dorarle la píldora a un ascendiente para quedarse con tal o cual propiedad, chantajes emocionales sin cuento por parte de quien tiene algo que repartir (al extremo de destrozar destinos para siempre), solo para tener a quién pasarle su estrés con la vana promesa de que la Tierra Prometida llegará. En realidad, qué otra cosa es la Biblia sino un compendio de metáforas vitales. Hermanos que se transforman en bestias sedientas de sangre, que dejan de hablarse para siempre, médicos que realizan oportunos informes inhabilitantes, abogados con menos escrúpulos que el bueno de Saul Goodman (si no conocen al inigualable abogado de Breaking Bad, ya están tardando. No suelo ver series de televisión: me producen somnolencia, pero Breaking Bad es arte mayor).
Después de trabajar con esa documentación color kryptonita uno empieza a comprender ciertas actitudes que antes pasaban inadvertidas. Resulta pasmoso el número de personajes reales que especulan con lo que van a recibir en un futuro. Muchos se convierten en inútiles funcionales. Viven esperando recibir algo que no tiene fecha y son absolutamente incapaces de lograr nada por sí mismos. La venganza del destino es doble: se han enemistado con todos sus hermanos y han limado sus uñas hasta resultar irrelevantes. Cualquier brisa mínima de la vida los convertirá en polvo. Como decía el bueno de Mark Twain... no se conoce a nadie hasta que te toca repartir una herencia. Todo es amor. A LA PASTA.
Y cuando se trata de pasta llovida del cielo no hay izquierdas ni derechas. Karl Marx vivía en un maloliente suburbio de Londres hasta que su esposa heredó no una, sino dos veces. A partir de entonces, entre las herencias de su cónyuge y la pasta que le pasaba Engels (que era hijo de familia bien), el barbas ya pudo pensar en la revolución con mucha más tranquilidad. Dónde va a parar.
Quién sabe, de haber tenido que trabajar en una fábrica para sacar a su familia adelante a lo mejor el autor de "El capital" hubiese comprendido mejor cómo piensa y siente un obrero y la revolución no habría generado a Stalin.
Más madera. El que se lo ha gastado todo en vida se va al otro barrio con la tranquilidad del deber cumplido. Pero ¿y el que se la pasó ahorrando, duchándose con agua fría en Siberia, comiendo productos "marca transparente" que no superarían los controles de calidad de la República Centroafricana y deja todo para los buenos para nada de sus hijos? Ese en vez de ir hacia la luz quedará como alma en pena, vagando en los insanos pantanos de lo que pudo haber sido, mientras sus vástagos sitúan a los hijos del rey Lear a la altura del betún.
El genial futbolista inglés George Best (haciendo honor a su apellido) dejó para la posteridad una perla de sabiduría que pone en cuestión los cimientos de la civilización judeocristiana: "gasté toda mi fortuna en mujeres, alcohol y coches. El resto LO DESPERDICIÉ". Por fin alguien que ilumina el sentido de la vida.
Mi queridísima abuela Sofía -Dios la tenga en su gloria- que era un prodigio de sentido común decía "los ricos saben vivir".
Anda que no.
viernes, 27 de julio de 2018
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