El tibio sol de otoño se enseñorea de los tejados. Camino lenta, pausadamente por el Paseo del Prado. Cibeles, Plaza de la Lealtad, el Museo de Museos, el Botánico con sus palpitantes colecciones de la España universal...
Que recibas rosas cuando no hay rosas, deseo. Que tu vida sea una infinita travesía. De tu talle a mis manos, de mi barba a tu pelo.
En cada esquina atesoro un recuerdo en el que tú todavía no estás. Ha dejado de ser luz y aún no ha nacido memoria. De tanto soñar noche y día envejece el corazón...
Recuerdo que cuando llegamos a España procedentes de Buenos Aires una de las cosas que más me chocó -y que me gustó- fue el caos.
Veníamos de un colegio "de orden", donde nos hacían formar militarmente y había un clarísimo principio de autoridad. Empezando por el hecho de que íbamos todos uniformados. Nos pilló 1976 y 1977 allí: los profesores jóvenes y "normales" fueron paulatinamente sustituidos por fascistas del viejo orden. Fascistas en sus modos y en el contenido de sus clases.
Mi hermano y yo nos incorporamos a mitad de curso en un colegio de barrio madrileño. El Isidro Almazán del barrio de Prosperidad. Un colegio normal. Público, obviamente. La enseñanza de pago es para los Cayetanos de la vida.
Al entrar con nuestra madre para entrevistarnos con el director todo eran gritos, los niños iban vestidos de calle, jugaban al frontón junto con los profesores, a churro, a cualquier cosa siempre que fuera alegre. Había un ruido de fondo permanente.
Esa fue la impresión primera: España era un país alegre y caótico. Una manera de estar en el mundo sin excesiva disciplina. Yo era todo lo contrario: metódico, estudioso (me pasaba el día estudiando), cumplía horarios. Pensé... "un poco de caos no le viene mal a mi vida". Y aprendí a tomarme las cosas con mucho más humor, empezando por mi propia persona.
Años después leí la autobiografía de Martin Amis, Experience. No sabía que, cuando sus padres se separaron a finales de los 60, la madre viajó con los niños a Málaga (no recuerdo si fue a Málaga capital o alguna ciudad de la Costa del Sol, sin mafiosos rusos, se entiende. Habría otra clase de mafiosos... ¡británicos e italianos creo!).
Procedían nada menos que de Oxford! Allí daba cátedra el padre de Amis, Kingsley. Los Amis son un caso muy raro de padre e hijo que se dedican exactamente a lo mismo y brillan los dos a la máxima altura. Eso no mermó para nada el cariño que sentían uno por el otro.
En las páginas de Experience, Martin Amis describe la misma sensación: llegar a un sitio luminoso y alegre. Y muy caótico, sin normas férreas de conducta. Donde cada uno hacía lo que le parecía bien.
España era anárquica y la gente era solidaria. Pero de una solidaridad natural, nunca forzada y para ponerse medallas en el pecho. Qué va.
A la semana de estar en el colegio, mi clase tenía concertada desde las Navidades una visita al Museo del Prado. Había que pagar el viaje, el alquiler del bus, la entrada (así eran las cosas entonces). Yo no tenía dinero ni para comprar un billete de metro (a la sazón, 11 pesetas). Así era nuestra realidad como emigrantes en el nuevo país. Empezar de menos 10.
Los chavales de mi clase -esto no lo voy a olvidar nunca- le dijeron al profesor "que venga él también o no vamos. Su parte la pagamos entre todos". Y así fue.
Adoro este país y pienso que es uno de los países más sabios del mundo. Tiene todo el arte. El único que realmente cuenta. El arte de vivir.
* Ojo con Experience de Amis. No todo es color de rosa.
En la película española que más me emocionó, El sur, de Víctor Erice, el protagonista es un padre de familia que vive en una capital de provincia como puede ser Soria, Valladolid o Logroño. En realidad, la protagonista es su hija que habla del padre.
A diferencia de lo que ocurre en los territorios de América Latina, España está mucho mejor vertebrada, es decir, hay muchas capitales de provincia (España tiene 50) que tienen cierto grado de desarrollo y autonomía. No hay tanta distancia entre las grandes ciudades y el resto como ocurre en América y es parte de su drama: la dependencia de las grandes capitales.
Esta capital de la película es una ciudad melancólica, como la ciudad que sale en otra genialidad española, Calle Mayor, una película que trata del aburrimiento como motor primero de la crueldad: una pandilla de amigotes se confabula para que el más guapo de ellos haga creer a una solterona solitaria y soñadora que está locamente enamorado solo para reírse de sus reacciones.
Como decía, en El sur, se ilustra la vida de un padre de familia. Visto a través de los ojos de su hija (una jovencísima Icíar Bollaín). Entre ellos, padre e hija, surge una relación de fascinación. Creo que fue viendo esa película siendo yo mismo un veinteañero cuando tuve la fantasía de tener una hija: la escena en que bailan un pasodoble juntos me pareció de una belleza inenarrable.
El padre (Omero Antonutti, un actor de gestos, reconcentrado, perfecto para el papel) es un hombre respetado en la ciudad por su forma de ser, su sabiduría y su disposición a ayudar a los demás. Por su bondad.
Pero su hija percibe que detrás de esa abnegación familiar y esa vida de hombre realizado y respetado hay una tristeza que lo abarca todo. No obstante, porque en eso consiste ser padre de familia, en que nadie note que la vida carece de sentido, que la muerte acabará por enseñorearse de todo y somos pobres cañas pensantes ateridas y abandonadas a su suerte junto al río, el padre lleva adelante su vida y trata en la medida de lo posible de hacer felices a todos cuantos le rodean.
El sur nunca sale en la película. Ese es el gran acierto. En la capital provinciana siempre es otoño, la luz muere a primera hora de la tarde. El sur es Sevilla y, como la hija comienza a sospechar muy pronto, el padre tuvo (tiene) un amor en Sevilla que le quita el sueño. Pero ese amor no pasa de cartas encendidas, como hacían las gentes antes de la era de la inmediatez. Inmediatez que eliminó para siempre la profundidad. Los mensajes no se pueden reposar, no hay vuelta atrás para las afrentas. Se han sustituido los versos de Garcilaso por corazoncitos fabricados por una máquina.
El padre lleva una vida intachable. Es un padre de familia al que no le cabe un solo reproche. Pero no es feliz. Y la única que se da cuenta de ello es su hija. La niña se ve enfrentada a la tarea del héroe: resolver el enigma supondría destruir su propia familia, fuente de su propia felicidad. Y ella intuye que así es.
¿Por qué me sigue emocionando esa película? Por muchas cosas. La vi el día de su estreno con Isabel París, a quien tanto quise. Nosotros recién comenzábamos nuestra relación. Isabel es una magnífica poeta que escribe en castellano y en galego. Escribe como los ángeles. Su vida estuvo llena de adioses, condición esencial para la escritura de altos vuelos.
Fue en un cine que está en Martínez Campos, en la ciudad de Madrid. Hoy es un teatro. A ambos nos emocionó la película. Fuimos a tomar algo a Malasaña después, a comentarla. Siempre me ha gustado más comentar una película con gente que quiero que ver la película en sí.
Al no aparecer nunca en pantalla, el sur, Sevilla, el sol y la luz de Andalucía, la forma abierta de sus gentes, se convierte en un lugar de ensueño, es el vellocino de oro de los Argonautas. Es la Ítaca de Kavafis y del propio Odiseo. Un lugar mítico donde todo es perfecto.
He vuelto a Buenos Aires muchos años después de mi partida. Fui a ver mi casa, la casa que dejamos para siempre con mis abuelos, con mi perro, con mis cuadernos escolares.
Solo quedaban los muros. Todos habían muerto. Cuando camino por las veredas anchas y de baldosas siempre flojas de Buenos Aires me acompañan mil fantasmas. Por eso canto tangos, porque es la banda sonora de la muerte y, aunque sea por un breve instante, vuelvo a verlos a todos.
Esa mirada encierra todo el dolor del mundo, de chiquilín de Bachín, de mil noches sin sueño. El pibe vale, el pibe tiene talento... lo vinieron a ver de un club...
Diego salió de la nada, como salieron Gatica o el propio Gardel. El pueblo los reconoce como uno de los suyos y se quedan a vivir en el imaginario colectivo. Para toda la Eternidad.
A las almas miserables les encanta hacer leña del árbol caído. Es una compensación por las nadas de sus vidas. Más insignificante el ser, más leña hace del león inmóvil. Bancate vos ser Maradona. Ahí te quiero ver.
A diferencia de Messi y de otras decenas de tipos que tienen la pelota imantada al pie, buenos artesanos, Diego Armando Maradona no solo era un artista, sino un líder, un tipo que levantaba partidos imposibles como Nadal. A base no solo de talento, sino de cojones, carisma y espíritu de sacrificio. Encontrar todas esas cualidades en una misma persona es prácticamente una imposibilidad matemática. En Maradona estaban todas juntas. Cuando triunfó, al tipo que le compraba una Coca-Cola después de sus primeros partidos lo convirtió en magnate. Porque una Coca-Cola en el mundo de donde venía Diego es como tomar un plato de caviar.
¿No te gustaba como persona? Vaya por Dios...
Diego Maradona fue un jugador de fútbol. Punto. Un jugador de fútbol que se echó a la espalda a un país entero que acababa de perder una guerra y lo hizo sonreír.
A mí y a otros millones como yo esa sonrisa aún nos dura, décadas después. Se ganó el respeto de sus enemigos en la cancha, que es donde se ven los pingos. Muy poca gente tuvo lo que tuvo el Diego. Gardel, Pelé, Muhammad Ali... Nadal y cuatro más.
Ningún pijo, cheto, fresa o el Sursum Corda puede siquiera llegar a rozar ese vértigo. Solo los hijos del pueblo. Solo los pibes con esta mirada de niño yuntero, envejecido antes de nacer. Con la edad del mundo. Y el fuego de los dioses.
Desde Cais do Sodré parte un barco que cruza el Tajo y une Lisboa con Almada, la Lisboa obrera de la que proceden todos los hombres y mujeres que hacen que la ciudad de los turistas funcione. Los seres invisibles que limpian, fijan y dan esplendor.
Al amor de mi vida lo conocí en ese barco, que se llama cacilheiro. Ambos estábamos en pareja, ella y yo.
Un día gris de octubre lisboeta tomamos el mismo cacilheiro para ir a Almada. El barco estaba repleto y nuestros ojos se cruzaron por un instante. Fue un relámpago, un golpe seco y fulminante como del rayo que no cesa. Así debió haber comenzado la vida sobre esta tierra oscura.
No pudimos dejar de sostener la mirada durante todo el trayecto. Nos dijimos todas las cosas que un hombre y una mujer pueden decirse en vida. Con los ojos. Solo con los ojos.
Tuvimos hijos, nos amamos, nos odiamos, nos perdonamos. Empezamos de cero cuantas veces hizo falta y alguna más.
Cuando el barco llegó a la otra orilla se produjo una avalancha de gente que regresaba a sus casas y debía recoger a los niños, preparar la comida, clasificar botellas, vender pescado.
Nos buscamos como si se nos escapara la vida pero no dimos con nosotros. No volví a verla jamás, pero desde entonces no ha pasado un solo día sin que piense en ella y en lo que habría sido nuestra vida juntos. Siento que ella también me piensa.
Cuando voy a Lisboa procuro no andar cerca de Cais do Sodré, no sea que la vaya a encontrar y no me reconozca por lo que el tiempo y las soledades han hecho conmigo.
Recuerdo el café de Almirante Reis, esa parte oscura de Lisboa. Por las tardes íbamos a leer juntos. Nos sentábamos frente a frente y desplegábamos nuestros libros con delicada caligrafía oriental. Um galão. Uma xícara de chá preto.
Había un camarero que nos tenía un cariño especial: hay que cuidar a esa pareja de enamorados tan jóvenes que devora libros y toma apuntes en libretas azules. Febrilmente.
Se acercaba cada tanto y nos preguntaba con inusitada amabilidad si necesitábamos algo. Esa cortesía portuguesa hecha de silencios, de respeto.
Tú te hacías fuerte en las Odas elementales de Neruda y yo degustaba por segunda vez Los tres impostores de Arthur Machen. Recuerdo la sensación de quedarme varado con el protagonista en busca del Tiberio de oro, a diez kilómetros de Londres, regresando a la ciudad de madrugada. Las tres, la hora en que todos los fantasmas nos vienen a buscar. La hora en que los naufragios duelen más si cabe, perdida el ancla de un cuerpo aún joven. Demasiado lejos del puerto incierto de la medianoche, a siglos de distancia del amanecer. Una hora en que hasta Dios duerme y nada ni nadie podrá salvarte de la angustia de estar vivo.
Cierro los ojos y veo el resplandor de la ciudad. Lo veo ahora mismo. Nunca iríamos a Londres ni a Buenos Aires juntos.
Vos, Isabel, mi querida novia, mi musa, estabas bella hasta el daño. No podía dejar de mirarte cada tanto. Y nuestro común amigo me tiraba guiños cómplices. "Um belo casal..." dijo con una media sonrisa. Um belo casal. Sí, eso éramos. Mirando la vida de frente.
Entonces no sabíamos nada de arenas ni de tiempo. Juntos, teníamos toda la vida por delante. Todo el mar.