viernes, 15 de abril de 2022

El sur

En la película española que más me emocionó, El sur, de Víctor Erice, el protagonista es un padre de familia que vive en una capital de provincia como puede ser Soria, Valladolid o Logroño. En realidad, la protagonista es su hija que habla del padre.

A diferencia de lo que ocurre en los territorios de América Latina, España está mucho mejor vertebrada, es decir, hay muchas capitales de provincia (España tiene 50) que tienen cierto grado de desarrollo y autonomía. No hay tanta distancia entre las grandes ciudades y el resto como ocurre en América y es parte de su drama: la dependencia de las grandes capitales.

Esta capital de la película es una ciudad melancólica, como la ciudad que sale en otra genialidad española, Calle Mayor, una película que trata del aburrimiento como motor primero de la crueldad: una pandilla de amigotes se confabula para que el más guapo de ellos haga creer a una solterona solitaria y soñadora que está locamente enamorado solo para reírse de sus reacciones.

Como decía, en El sur, se ilustra la vida de un padre de familia. Visto a través de los ojos de su hija (una jovencísima Icíar Bollaín). Entre ellos, padre e hija, surge una relación de fascinación. Creo que fue viendo esa película siendo yo mismo un veinteañero cuando tuve la fantasía de tener una hija: la escena en que bailan un pasodoble juntos me pareció de una belleza inenarrable.

El padre (Omero Antonutti, un actor de gestos, reconcentrado, perfecto para el papel) es un hombre respetado en la ciudad por su forma de ser, su sabiduría y su disposición a ayudar a los demás. Por su bondad.

Pero su hija percibe que detrás de esa abnegación familiar y esa vida de hombre realizado y respetado hay una tristeza que lo abarca todo. No obstante, porque en eso consiste ser padre de familia, en que nadie note que la vida carece de sentido, que la muerte acabará por enseñorearse de todo y somos pobres cañas pensantes ateridas y abandonadas a su suerte junto al río, el padre lleva adelante su vida y trata en la medida de lo posible de hacer felices a todos cuantos le rodean.

El sur nunca sale en la película. Ese es el gran acierto. En la capital provinciana siempre es otoño, la luz muere a primera hora de la tarde. El sur es Sevilla y, como la hija comienza a sospechar muy pronto, el padre tuvo (tiene) un amor en Sevilla que le quita el sueño. Pero ese amor no pasa de cartas encendidas, como hacían las gentes antes de la era de la inmediatez. Inmediatez que eliminó para siempre la profundidad. Los mensajes no se pueden reposar, no hay vuelta atrás para las afrentas. Se han sustituido los versos de Garcilaso por corazoncitos fabricados por una máquina.

El padre lleva una vida intachable. Es un padre de familia al que no le cabe un solo reproche. Pero no es feliz. Y la única que se da cuenta de ello es su hija. La niña se ve enfrentada a la tarea del héroe: resolver el enigma supondría destruir su propia familia, fuente de su propia felicidad. Y ella intuye que así es.

¿Por qué me sigue emocionando esa película? Por muchas cosas. La vi el día de su estreno con Isabel París, a quien tanto quise. Nosotros recién comenzábamos nuestra relación. Isabel es una magnífica poeta que escribe en castellano y en galego. Escribe como los ángeles. Su vida estuvo llena de adioses, condición esencial para la escritura de altos vuelos.

Fue en un cine que está en Martínez Campos, en la ciudad de Madrid. Hoy es un teatro. A ambos nos emocionó la película. Fuimos a tomar algo a Malasaña después, a comentarla. Siempre me ha gustado más comentar una película con gente que quiero que ver la película en sí.

Al no aparecer nunca en pantalla, el sur, Sevilla, el sol y la luz de Andalucía, la forma abierta de sus gentes, se convierte en un lugar de ensueño, es el vellocino de oro de los Argonautas. Es la Ítaca de Kavafis y del propio Odiseo. Un lugar mítico donde todo es perfecto.

He vuelto a Buenos Aires muchos años después de mi partida. Fui a ver mi casa, la casa que dejamos para siempre con mis abuelos, con mi perro, con mis cuadernos escolares.

Solo quedaban los muros. Todos habían muerto. Cuando camino por las veredas anchas y de baldosas siempre flojas de Buenos Aires me acompañan mil fantasmas. Por eso canto tangos, porque es la banda sonora de la muerte y, aunque sea por un breve instante, vuelvo a verlos a todos.

Los amores imposibles.



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