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domingo, 14 de noviembre de 2021

Seguimos aquí

Nosotros, que hemos sobrevivido a todas las tormentas, que hemos pasado mil noches en vela haciendo guardia con olas de doce metros, que sacamos hijos y familias adelante trabajando como mulas. Y el hacha se puso a golpear. Nos quitó amigos, parientes, alegrías. Cambió nuestro cuerpo, la geografía de nuestro rostro, nos hizo más fuertes, más piadosos con las debilidades humanas.

¡Aquí estamos todavía! ¡Orientando las velas hacia donde se pone el sol y renovando la fe! Proa a altamar. Al fin del mundo si es preciso. 

¡Solo navegar es preciso!




lunes, 29 de agosto de 2011

Im Abendrot

Ayer, a la caída del sol, mi hora favorita, regresé caminando de Aranzueque. Un halcón me acompañó durante toda la travesía a la vera del cauce del Tajuña. Tuve la impresión de que ese pájaro mítico conocía cada uno de mis pensamientos. Sabe más que yo.

Llevaba un cayado y las manos vacías. La noche me sorprendió cruzando el puente de Armuña. Bebí un vaso de vino rojo escuchando el sonido del río y el viento en las hojas de los árboles.

Me arrullé solo.

Se adivina un otoño de fuegos. Como un lieder del viejo Richard Strauss.

lunes, 15 de agosto de 2011

Jesús Horche

Salí a caminar de buena mañana. El río, los campos de girasoles recién regados, los árboles que se mecen suavemente. El inmenso placer de las cosas sencillas.

Me detuve en el puente a contemplar el río. Al rato llegó un ciclista desde Aranzueque y se bajó de la bicicleta. Hablamos durante una media hora (desde que vivo en soledad aprecio mucho la comunicación humana, sobre todo la comunicación de carácter verbal que supera el gruñido o el cabeceo castellano). Resultó que era un arquitecto español recién llegado de Costa Rica, justo la parte norte del país, Guanacaste: lo que linda con San Juan del Sur en Nicaragua. Allí estuve el pasado mes de mayo. En fin... me lo encuentro en Armuña.

Nos despedimos cordialmente. Seguí en dirección a Aranzueque con la intención de llegar a la villa antes de las nueve. A la altura de los jardines del Bien y el Mal una llamada telefónica me devolvió a la realidad. Era mi madre: Jesús Horche, un querido amigo de la familia, falleció el pasado sábado.

Era una persona formidable, buena hasta decir basta. Mi padre y él pintaron y esculpieron juntos durante varios años en una nave antiguo taller de carpintería. Cuando mis padres marcharon a Buenos Aires en 1997, el bueno de Jesús venía a buscarme a casa y dábamos paseos didácticos, me explicaba cómo pasaron los niños del pueblo la Guerra Civil, cómo el pueblo se transformó en un cuartel (la batalla de Guadalajara fue la única victoria clara de la República sobre las tropas de Franco), me hablaba de El Campesino, de los bombardeos de aviones procedentes de la Vega.

En esta calle se atascó un camión lleno de municiones rusas, allí estaba la comandancia, en la iglesia se proyectaban películas soviéticas, los niños jugábamos con bombas fulminantes hasta que le ocurrió aquella desgracia al Fernando...

Jesús Horche era una persona generosa, de alma grande. Estoy sentado escribiendo justo enfrente del cementerio. El cortejo habrá recorrido las principales calles del pueblo. Una mañana de agosto, con el cielo limpio. Aquí yace nuestro amigo, un hombre de ley.