Muere la tarde sobre la playa desierta y las sombras buscan a tientas el abrigo de la bahía. El brillo del faro se adivina frío, mientras la tierra rueda infinita, con sus llantos y sus héroes, sonora, eterna, y los médanos suben y bajan.
El cielo vierte el sueño redentor y envuelve al solitario caminante que transita por la delgada línea gris que separa lo que ha dejado de ser luz de lo que aún no ha nacido memoria.
Entonces se quiebra el pulso generoso de los azules que pugnan por regresar al amor de la lumbre, al abrazo de los lugares que sólo medraron en el alma del marino, a los campos infinitos donde comenzó a ser soñado el océano. Y las formas se suceden y los tiempos, y las voces y las ansias quedan atrapadas en las redes salobres, y un somnoliento arpón alienta canciones que nunca volveremos a oír.
Del mar al cielo, del cielo al mar...
Náufragos que pierden la cuenta de las olas y los puertos... ¡Cuántos trabajos, cuántos días! Qué diosa taimada trenza el camino de vuelta a casa, a los rostros de nuestros mayores, a los vientos propicios para navegar una y otra vez sobre los mares de azulejos de las tascas lisboetas donde anclaron todos nuestros barcos, y aún poderse asombrar con el viento, y aún perderse frente a la brumosa isla de Ténedos: ebrios para siempre del vinoso color de lo que puede ser.
jueves, 26 de marzo de 2009
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