Existen días de extraña paz, una suerte de tregua en la que la mente deja de tejer y sólo trabajan los sentidos. El reino de los placeres elementales, las causas simples.
Ni siquiera el tormento de la información incesante se hace presente.
No hay planes, no existe el futuro, no hay "después". Sólo vino de la Ribera del Duero, aceite de oliva y tomates secos.
Logramos sobrevivir como especie a toda clase de pruebas mortales por nuestra capacidad de anticipación. Y es esta misma capacidad la que nos vuelve calculadores a la hora de evaluar el interés de una conversación o la necesidad de contacto humano. La turbina central no deja de trabajar nunca.
Esta misma práctica de escribir en un ordenador, tan alejada del sonido glorioso de la máquina de escribir o del tacto del papel y el olor de la tinta. Esta posibilidad infinita de corregir y rastrear las repeticiones, de lograr una texto desprovisto de errores, cuando es justamente el error quien conecta de forma más directa con el mundo de las emociones: aquello que denominamos estilo en un artista tiene mucho más que ver con sus errores que con sus aciertos. Es su forma particular de cometer errores lo que ilumina nuestras almas.
Todos los seres humanos del mundo perfectamente conectados a una determinada hora de sus realidades simultáneas, gritando desde una pantalla, escribiendo frenéticamente sin que los cuerpos alcancen a tocarse.
Las enfermedades musicales, los televisores, los automóviles.
Y de repente un río, una tarde de diciembre boreal, el rumor de las hojas de los árboles, la tierra blanda que cede a mis pasos. El agua que fluye mansamente, como en otros ríos, otros Heráclitos. Las manos de mi hijo pequeño acariciando el piano.
Los ojos de agua de los mayas. La misma perfección de su origen volcánico -sin bordes a los que agarrarse- sirve para el delirio de los sentidos y el sacrificio de las víctimas propiciatorias. Nuestra dualidad estructural.
Un ser tan perfecto para la crueldad.
Y el silencio de Dios.
sábado, 12 de diciembre de 2009
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