sábado, 26 de diciembre de 2009

Invierno en Roma

La capital del mundo antiguo aún proyecta sombras de grandeza sobre el imaginario colectivo. Roma revela en cada esquina todos y cada uno de los estratos de la historia que alternativamente la convirtieron en centro de la civilización y la sumergieron en la destrucción. Acción y reacción.

De dominar un territorio de más de seis millones de kilómetros cuadrados, Roma terminó siendo invadida por los ostrogodos y otros pueblos que traspasaron el limes. Recuperada por el emperador de Bizancio, ocupada por Carlomagno y saqueada por los normandos, hasta 1870 Italia habría de ser un mosaico de estados y los destinos de la vieja capital estarían en manos de los papas.

A pesar de todas las invasiones y los desastres ocurridos desde la disolución del Imperio, un simple paseo por el foro palatino revela la grandeza y el alcance universal de Roma, que brilla con luz propia. Desde los tiempos míticos de Eneas -fundamental el grupo escultórico de Bernini que representa a Eneas, Anquises y Ascanio huyendo de Troya en la Galería Borghese- ha llovido mucho sobre las calles de la Ciudad Eterna, pero sigue siendo un elemento central de nuestra cultura. El kilómetro cero de la proyección de Europa hacia el mundo.

Hay un sentido de la estética natural en los romanos que hace que un simple mercado callejero se convierta en una fiesta para los sentidos. El mismo que se aplica a su superlativa cocina, que duerme en las cosas sencillas pero bien hechas.


El espíritu poético de Roma flota en las fachadas ocre y terracota; los puestos de fruta y verdura de Campo de' Fiori -si bien allí fue quemado vivo Giordano Bruno acusado de ser "herético, impenitente, pertinaz y obstinado". Intelectualmente superior y convencido de tener la razón de su parte, bien conocida es la frase que pronunció al aceptar su destino: "Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla" (ole ahí, la misma tensión humana que encontramos en Berlusconi); las tortuosas calles del Trastevere que anuncia un aliento artístico todavía vivo o el barrio judío, en donde las tiendas kosher conviven con las ruinas romanas del teatro Marcello y las placas recordatorias de lo que allí sucedió a partir de octubre de 1943 ante el silencio cómplice de Pío XII cuya santificación se debate estos días. Misterios tiene la Iglesia...

Pero hay otra Roma. Una Roma fría como el mármol de los cementerios, como los puentes sobre el Tíber que recuerdan las gestas del ejército fascista en África o la gélida Via della Conciliazione que conduce hasta San Pedro. Una Roma que te hiela el corazón, que habla de persecuciones, de trenes nocturnos, de ajustes de cuentas. Guárdate de aquellos que tienen las cosas demasiado claras: no dudarán en crucificarte.

Con el debido respeto a los creyentes, personalmente pienso que hay más Cristo en una pequeña iglesia románica o una ermita perdida en medio del pueblo más humilde que en todo San Pedro. Es poco probable que alguien que dijo cosas revolucionarias como "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios" (Marcos 10:25) se sintiera muy a gusto en esa fiesta de la grandilocuencia y la exhibición de riquezas materiales. En un mundo donde media humanidad está condenada a vivir en la pobreza más degradante.

En la Dolce Vita, el personaje que interpreta el inmortal Marcello Mastroianni conoce la posibilidad del arte y la sabiduría de la mano de Steiner, amigo del paparazzo que interpreta a Bach en el órgano de una iglesia del Centro Storico y reúne en su casa a artistas e intelectuales que beben de la belleza decadente de un mundo en ruinas. Steiner tiene hijos pequeños y filosofa sobre la inocencia y la tarea del guardián entre el centeno. Es una puerta a otro universo que, como los patricios de la antigua Roma, antes de sucumbir a la tremenda vulgaridad del mundo contemporáneo, invita a acabar con la vida por la propia mano.

Roma pervive en el interior de una pizza bianca con formaggio e cipolla (para entendernos, una fugazza de toda la vida) o en un capuccino de Sant Eustachio. En la desgarrada mirada de Anna Magnani, en la sonrisa amarga de Vittorio Gassman en C'eravamo tanto amati o en los innumerables Umbertos D que pasean en la única compañía de perritos blancos. Lejos, muy lejos, de los centuriones, los guardianes de la pureza o los leones del circo. El sempiterno gallo ataviado con una camisa negra de muerte.

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